Los políticos han sucumbido a la corrupción, pero la sociedad y la justicia han sido capaces de castigarlos. Cuál ha sido el secreto y qué podemos aprender los colombianos.
César Ferrari*
Una situación inédita
La situación de los últimos cinco presidentes peruanos es lamentable:
- Alberto Fujimori (presidente 1990-1995, 1995-2000) fue sentenciado;
- Alejandro Toledo (2001-2006) huyó de la justicia y está en vías de extradición;
- Alan García (1985-1990, 2006-2011) se suicidó antes de ser capturado;
- Ollanta Humala (2011-2016) está por volver a prisión, y
- Pedro Pablo Kuczynski (2016-2018) estuvo en prisión preventiva, aunque los fiscales cambiaron la medida por prisión domiciliaria por su avanzada edad y sus problemas cardiacos.
Honrosamente, no hace parte de esta lista uno de los últimos presidentes: Valentín Paniagua (2000-2001), ya fallecido. Este reemplazó durante un año, hasta la elección de Alejandro Toledo, a Alberto Fujimori, quien es considerado el más corrupto de todos, después de su huida y renuncia por fax a la Presidencia peruana desde Japón.
En esta lista se destaca el expresidente García por preferir suicidarse, pegándose un tiro en la sien, antes que ser detenido y enfrentar a la justicia. Su acción fue premeditada, pues su carta de despedida data de tres meses antes de su muerte.
Al deplorable conjunto de expresidentes debe añadirse la varias veces candidata a la presidencia Keiko Fujimori, actualmente en prisión preventiva. Keiko es hija de Alberto Fujimori y líder del partido fujimorista, que es mayoría en el Congreso unicameral peruano y cuenta con el apoyo del partido aprista del expresidente García, el cual tiene una mínima representación parlamentaria. Pero esta mayoría no refleja los resultados electorales y es consecuencia de un defectuoso sistema de elección parlamentaria.
El común denominador de todos esos personajes es la corrupción y —salvo en el caso de Alberto Fujimori— las denuncias provinieron de la operación judicial Lava Jato en el caso de la constructora brasilera Odebrecht (que en la época de Fujimori padre aún no operaba en Perú). Los actos de corrupción incluyen cobro de comisiones indebidas (sobornos) por la adjudicación de obras de infraestructura y financiamiento ilegal de campañas electorales.
Hace pocos días, el exdirector ejecutivo de Odebrecht en Perú confirmó ante el equipo especial de fiscales que investiga las actuaciones indebidas de la constructora que entregó dineros indebidos a los presidentes Toledo, García, Humala y Kuczynski, a la señora Fujimori y a otros funcionarios peruanos, incluidas la exalcaldesa de Lima Susana Villarán (de izquierda), y a la excandidata presidencial Lourdes Flores (conservadora de centro derecha).
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Mirada al pasado
De todo lo anterior surgen tres grandes preguntas:
1. ¿Es la primera vez que ocurre esto en la historia peruana? No. Se sabe que los más altos dignatarios del Estado peruano acostumbraban a recibir donaciones indebidas del sector privado en agradecimiento de alguna gestión.
También es de público conocimiento que un antiguo presidente, el general Manuel Odría (1948-1956), cuyo lema era “obras no palabras” y quien llegó al poder mediante un golpe militar, recibió durante su mandato regalos de diversos contratistas privados.
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Los representantes del entonces Partido Demócrata Cristiano denunciaron en el Congreso al principio del gobierno del presidente Prado, sucesor de Odría, que varias propiedades de Odría habían sido recibidas como donaciones y otras habían sido compradas o transferidas evadiendo impuestos.
No obstante, la denuncia nunca prosperó y fue bloqueada por la mayoría parlamentaria afecta al gobierno Prado, quien había acordado una amnistía con Odría. No hubo una denuncia judicial en su contra ni se siguió un proceso judicial por el hecho. Se lo aceptó socialmente y quedó grabado en el imaginario popular como algo connatural al ejercicio del poder.
El común denominador de todos esos personajes es la corrupción.
2. ¿Todos los presidentes peruanos han sido señalados como corruptos? No. Aunque fueron criticados por razones políticas e ideológicas, nunca hubo señalamientos de corrupción contra los presidentes militares Juan Velasco y Francisco Morales Bermúdez, del gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas, quienes gobernaron Perú entre 1968 y 1980. Estos mandatarios hicieron la reforma agraria y desarrollaron las empresas públicas en los sectores claves de la economía.
Tampoco hubo señalamientos contra los presidentes civiles José Luis Bustamante (1945-1948) y Fernando Belaunde Terry (1963-1968, 1980-1985). Los cuatro, cuando dejaron el cargo, se retiraron a sus domicilios de la clase media y nunca mostraron signos exteriores de riqueza.
3. Entonces, ¿cómo se explica este elevado nivel de corrupción que involucra a cinco presidentes, muchos líderes políticos y otros funcionarios públicos? ¿Cómo fue posible que, a pesar de la oposición beligerante de los políticos, particularmente los fujimoristas y apristas, se llegó a descubrirlos, perseguirlos y abrirles procesos penales?
Varias razones podrían explicar esta situación. Pero tal vez la más importante es que las reformas realizadas por el gobierno militar cambiaron la estructura social y política de Perú en el contexto de una expansión notable de la clase media relacionada con el crecimiento de las manufacturas entre los años cincuenta y finales de los ochenta, la migración del campo a la ciudad como consecuencia de lo anterior y otros cambios demográficos.
En particular, la reforma agraria desplazó a los terratenientes de la tierra y del poder político que venía de esta y, junto con el desarrollo de las empresas públicas, permitió la emergencia y el protagonismo político de la clase media.
Sin estos cambios, no es posible explicar el ascenso de Fujimori, Toledo, García, Humala y Kuczynski a la dignidad presidencial, que desde la independencia en 1821 estuvo “reservada” a los peruanos criollos de origen español dueños de la tierra, a sus hijos y a sus empleados.
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¿El Estado para mí?
Pero los nuevos políticos pensaron que la sociedad peruana seguía siendo la misma y que ellos eran productos de sus propios méritos y no el resultado de un cambio político-social. Por eso pretendieron seguir con la falta de claridad sobre la separación entre bienes públicos y privados.
Una anécdota ilustra esta actitud. Hace algunos años fui asesor del gobernador del banco central en dos países africanos en nombre del Fondo Monetario Internacional. En uno de ellos, fuera por empatía o por solvencia, acabé como asesor económico informal de casi todos los ministros.
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En una ocasión, uno de ellos me invitó a departir en su casa y en la conversación salió el tema del desarrollo. Para el ministro, formado en economía en un país de la órbita de la entonces Unión Soviética, la solución era clara: para lograr el desarrollo lo que se requería era estimular una burguesía nacional para construir empresas, realizar inversiones y el emprendimiento que el desarrollo requiere.
Al preguntarle de dónde saldrían los recursos, respondió sin ambages: del presupuesto nacional. Le dije que eso era corrupción; pero no lo era para él. Comprendí que esos gobernantes seguían pensando que el jefe del gobierno continuaba siendo el dueño y señor de todas las vidas y bienes de la tribu. Seguramente, lo mismo pensaron los encomenderos de América Latina y sus descendientes.
La reacción popular
Pero si los líderes políticos peruanos siguieron sintiéndose con derecho de disfrutar por igual de bienes públicos y privados, la sociedad peruana ya no pensaba igual. Y ya no estaba dispuesta a seguir soportando el comportamiento tradicional de esos políticos.
La nueva clase media de Perú tiene cómo controlar a sus políticos. Hay periodistas de investigación acuciosos y jueces y fiscales designados por méritos que hacen parte de esta clase media y que son independientes de los políticos, a quienes ya no les deben nada, excepto algunos de sus jefes nombrados por los gobernantes.
Las reformas realizadas por el gobierno militar cambiaron la estructura social y política de Perú.
Hace unos pocos meses (7 de enero de 2019), el fiscal general de la Nación, Pedro Chávarry, nombrado con los votos de los partidos de la excandidata Fujimori y del expresidente García, tuvo que renunciar al cargo como consecuencia de la presión popular generada por su intento de frustrar las investigaciones por el escándalo Odebrecht. Cuando trató de remover a los fiscales encargados del caso, tuvo que revocar su decisión y renunciar ante la enorme presión popular.
En las casas y en las calles de Lima y de las ciudades y pueblos peruanos se oye decir casi al unísono la consigna “que se vayan todos”. De hecho, en un reciente referéndum (9 de diciembre de 2018) los peruanos votaron en inmensa mayoría (85 por ciento) en favor de eliminar la reelección inmediata de todos los cargos de elección popular.
Pero los políticos tradicionales no pueden oponerse y bloquearlos, pues no son capaces de enfrentarse a una mayoría aplastante que se cansó de sus acciones en beneficio propio. La renovación de la clase política peruana dará pie a una nueva forma de revolución.
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Si la anterior permitió la emergencia de la clase media, esta quiere frustrar el aprovechamiento corrupto de los recursos públicos y anular los intereses privados en la decisión de las políticas públicas. Este es un paso más en el desarrollo institucional de Perú, algo similar a lo que ha ocurrido durante la historia en los países desarrollados.
* Ph.D., profesor titular de la Pontificia Universidad Javeriana, Departamento de Economía.