Los discursos académicos, las decisiones políticas y el lenguaje cotidiano están impregnados de cargas valorativas que oscurecen su significado y crean confusiones. “Narcóticos”, “droga”, “adicción”, “vicio”… hay que cuidar las palabras.
El poder de las palabras
Las palabras no son neutras, muchas de ellas han tenido biografías que “las cargan” de sentido, al que hay que atender si queremos ser eficaces en la comunicación.
Un ejemplo pintoresco para comenzar. Hace pocos días el ministro Alfonso Gómez Méndez al referirse a los escándalos que empañan la figura de los jueces de la República dijo en una entrevista radial: “Nosotros los hombres públicos debemos responder por nuestras actuaciones…” Hubiera causado estupor si, para exponer la misma idea, la antecesora ministra Luz Stella Correa hubiera dicho “Nosotras, las mujeres públicas”.
Hay fármacos –drogas- que no son sustancias psicoactivas y aunque algunas son potencialmente dañinas no son prohibidas, como no lo son tampoco el alcohol o el café.
Esta reflexión sobre el cuidado que debemos tener con las “palabras cargadas” hila fino a partir de ciertas ideas que interesan a quienes estamos empeñados en salir del “peor de los dos mundos” en materia de sustancias psicoactivas, SPA. Nos encontramos con políticas progresistas desde la demanda/uso (lado que aquí enfoco), pero con políticas muy confusas desde la oferta.
Razón Públicatiene en su archivo un importante número de artículos escritos en procura de este modo alternativo. Se encuentra en una sección denominada “Conflicto, Drogas y Paz”. Por cierto, el uso de la palabra “drogas” -término usual para las SPA- es de cuidado. Hay fármacos –drogas- que no son sustancias psicoactivas y aunque algunas son potencialmente dañinas no son prohibidas, como no lo son tampoco el alcohol o el café. Son las comunes medicinas que se adquieren en las droguerías.
Aclarar qué entiendo y por qué hablo de uso con cautela de éste y otros términos en el discurso referente a las SPA es el propósito de la presente nota.
|
Cargas positivas y cargas negativas
Las palabras con que tratamos los asuntos serios pueden estar “cargadas” como un revólver. La carga puede ser en negativo o, como una pila de una cámara fotográfica, en positivo. Hay que tratarlas con cuidado, como se hace con esos instrumentos de matar o de crear.
En el registro positivo, las palabras pueden hacer cosas. Es la implicación elemental -y discutida en detalle– del título clásico de John Austin How to do things with words y todo lo demás que se ha escrito sobre performatividad a partir de lo que hablamos.
Detrás de nuestras frases creadoras hay una trayectoria de milenios que en Occidente inició con el bíblico “Fiat lux” (hágase la luz). Ese fiat tiene en la tradición anglosajona, para no ir a otros paisajes culturales, instancias muy ponderadas por los críticos en el “Let there be” del poeta Wordsword, un romántico del siglo XIX. La frase vino a plasmarse, ya muy transformada, en el “Whisper words of wisdom, let it be” de los Beatles que aun hoy todos tarareamos.
En negativo, podemos matar con el revólver discursivo el proceso en ciernes que emprendemos respecto de las SPA. Lo podemos hacer, o bien porque con el discurso descuidado damos nuevo aire al paradigma prohibicionista y criminalizante que intentamos superar; o bien, porque, sin quererlo o queriéndolo como fariseos o políticos irresponsables, vaciamos de contenido las palabras y banalizamos la cuestión.
“Drogas”, “droga”, arriba mencionadas no tienen el sentido restringido policial tan preciso, pero se acercan mucho. Tienen además carga negativa, moralizante y, a veces, criminalizante.
No llenar (o vaciar de contenido) es una forma muy sutil de ejercicio del poder paralizador. Es el poder de banalizar, el que ejercen los “hombres huecos” (hollow men), aquellos a quienes Thomas S. Eliot dedicó un memorable poema.
En la prototípica propuesta de Hanna Arendt sobre la banalización del mal, recogida a su modo por Susan Sontag y Judith Butler (tres mujeres brillantes y muy diferentes que coincidieron en esto). Banalizar es vaciar de sensibilidad y sentido moral los hechos más horrendos. Banalizar, en nuestro caso de las SPA, es convertir las palabras claves de un discurso estratégico en comodines que significan cualquier cosa, y por tanto significan nada. Es un eficaz modo de asfixiar, sin que se note, un proyecto que podría cambiar el curso de las cosas.
Un ejemplo imaginado de inconsistencia banalizadora
Este ejemplo enhebra con propósitos expositivos hechos sueltos ocurridos en el reciente pasado.
Imagine el lector al presidente Juan Manuel Santos en la Sierra Nevada de Santa Martha sentado en medio de dos mamos y rodeado de la comunidad indígena. Los máximos líderes amerindios, que tratan al resto de los humanos (incluido el Presidente) como a sus hermanos menores, tienen en sus manos sendos calabacitos llamados poporos de los que sacan, con una varita babeada, el polvo de caliza que adoba su mascada de hoja de coca.
Esos calabacitos tienen como su representante icónico el poporo de oro precolombino que por estos días expone en Londres el Museo del Banco de la República. El poporo se ha convertido -como lo recuerda un apreciado colega arqueólogo– en el símbolo máximo mediático de la nacionalidad colombiana. Sí, ese poporo, que es instrumento sólo útil para mambear hoja de coca. La hoja de coca colombiana. “Porque la respuesta es Colombia, “co”. “Co” de Colombia y también de coca. Y de Colombia-cocacola, como diría Antonio Caro (ver fotografía).
Y viene la banalización. Imaginen en la escena descrita que alguien, por congratularse con el Presidente, repite apartes de la grabación del discurso con que Santos anunció en la ONU su disposición a negociar de modo eficaz y contundente con las FARC. Sus negociadores habían hablado antes de “una Colombia sin coca”. Y ahora el Presidente escucha su propia voz que repite la frase “una Colombia sin coca”, sentado como está entre los mamos que mambean hoja de coca. Quería en Nueva York referirse a la producción y comercialización de la cocaína que se extrae industrial e ilegalmente de la hoja de coca, ese vegetal que en su forma ancestral indígena, de uso doméstico y natural, es la hoja sagrada de los indígenas, “la palabra-hoja para cuidar el mundo”.
Imaginen que al notar la inconsistencia entre el hacer (sentarse el Presidente con ellos a hablar de fortalecer su cultura) y el decir de ese discurso que criminaliza su hoja sagrada, los mamos como “hermanos mayores” lo miran de soslayo y se dicen, en su lengua, para que el otro no entienda: pobrecito hermano menor, un hollow man, que confunde dos cosas muy distintas y muestra que es un politiquero que no dice en serio lo que dice.
Otros hermanos menores, también hollow men, entre ellos el jefe de delegación por el Gobierno Nacional en La Habana, Humberto de la Calle, también han repetido: “una Colombia sin coca”. Y seguirán repitiendo la frase otros y otros, sin cuidado.
Mentes rectas, hollow men, y palabras de cuidado
|
Francisco Thoumi escribió recientemente en Razón Pública dos textos sobre las “mentes rectas”, el primero para referirse a la intransigencia discursiva de los grupos indígenas organizados y el segundo al discurso de los prohibicionistas frente a la cuestión de las SPA. Conviene, en contraparte, ponderar nuestro descuido en el hablar con palabras que requieren cuidado. En seguida doy ejemplos que no pretenden ser exhaustivos, ni definitivos, pues están sujetos a los muy dinámicos juegos de la lengua viva.
Esas palabras pueden crear, si son las que deben ser; o matar (o al menos entrabar) el proceso en que estamos empeñados, si las repetimos con negligencia y liviandad. O si las banalizamos.
“Narcóticos” y “estupefacientes”, son términos de cuidado porque –siendo originalmente subcategorías técnicas de las SPA aplicadas a las que generan narcosis (sueño) o adormecimiento, fueron apropiadas por las instituciones de control policivo para referirse a todas las sustancias prohibidas por las convenciones internacionales, hoy supervisadas por la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, JIFE. Como en el caso de “mujeres públicas”, estas expresiones tienen cargas de sentido históricamente bien establecidas, en este caso propias del argot policial.
“Drogas”, “droga”, arriba mencionadas no tienen el sentido restringido policial tan preciso, pero se acercan mucho. Tienen además carga negativa, moralizante y, a veces, criminalizante. Ese sentido se hace obvio en la popular palabra “vicio”, como cuando la señora de la esquina dice “ese tipo fuma vicio”. Usarlas sin cuidado tiene, por tanto, consecuencias.
Los que trabajan el lado de la oferta de las SPA sin duda podrían justificar el uso de estos términos pero con el cuidado sumo de no trasladarlos al lado del consumo o uso.
El cambio sutil de palabras que antes eran neutras
“Uso” (o “consumo”) de SPA es por lo general de sentido neutro, que se modifica con el adjetivo “problemático” si se quiere indicar que hay daño consiguiente, sea biológico, psicológico o social. Entre los autores con sensibilidad psicosocial se evita hoy el término “abuso” por su implícita implicación de valoración moral o, incluso, delictiva. Por ello prefieren decir “uso problemático”.
En esta actitud constructiva y positiva, si no se especifica “uso” con el adjetivo problemático se supone que no lo es. Rara vez, aunque debería hacerse, se habla de “uso benéfico”, que lo hay sin duda. La tendencia general a pensar que las SPA (llamadas “vicio”, “droga”, y demás términos de connotación negativa) son siempre problemáticas, ha impedido tener en cuenta esa franja del espectro del uso. En rigor el uso se mueve desde lo muy benéfico hasta lo muy problemático.
Algo habrá que escribir sobre los efectos benéficos de las SPA de los que pocos hablan. Si no hubiera estos efectos estaríamos ante una aberración milenaria de la humanidad, que siempre ha utilizado las SPA, a pesar de los riesgos de daño que algunas conllevan.
Igual cuidado tienen los autores finos con términos como “adicción” y “enfermedad”
· En cuanto a adicción, hay que evitar generalizar a las SPA como conjunto respecto a la potencialidad de generar dependencia física o psicológica, pues hay muchas que no la tienen y hoy se están reconsiderando las teorías o los criterios al respecto. Además, hay polémica entre los autores de avanzada sobre la naturaleza misma de la dependencia, que para algunos no es cuestión resuelta al punto de que siguen hablando de opción o propósito no de compulsión, sobre todo atendiendo a que con la edad “la adicción crónica” tiende a desaparecer.
· En cuanto a enfermedad, la Ley 1556 del 2012 tiene esta perla en su primer artículo: “Por lo tanto, el abuso y la adicción deben ser tratados como una enfermedad”. Hay en la frontera de la discusión mundial muchas dudas sobre la relación causal entre el uso problemático de algunas SPA y la enfermedad. Comenzando porque “enfermedad” (que en inglés tiene tres términos con significados no coincidentes, disease, sickness, illness) es un síndrome de semántica nebulosa del cual el uso de una o varias SPA puede ser apenas un componente menor o una consecuencia.
Si se entiende por enfermedad algo susceptible de ser tratado y curado por la medicina o por medicamentos, hasta ahora –como bien lo indica Augusto Pérez en un artículo reciente en esta misma revista- esa cura no se ha encontrado para el uso problemático de las SPA. Y lo más grave, sobre lo que con razón insiste el autor, se medicaliza y psiquiatriza un complejo síndrome fisiológico, psicológico o social que requiere de enfoques multidisplinarios.
Seamos, pues, muy rigurosos al escoger los términos con que manejamos la cuestión de las SPA, no sea que borremos con el codo lo que escribimos con la mano, o, lo que sería igual, banalicemos el discurso de tal modo que se vuelve palabra de politiquero o hollow man.
*Antropólogo, Ph.D. por Northwestern University y profesor Titular jubilado de la Universidad del Valle, Cali.
Email: eliasevilla@gmail.com