Hay razones para pensar que una cosa es la no injerencia de la Iglesia Católica y las iglesias cristianas en el manejo del Estado y otra la exclusión de la religión de la vida política del país.
La religión como parte de la política
Aunque estoy por la transparente y efectiva separación de las iglesias y el Estado, como lo señalé en un artículo anterior, no comparto la segunda parte de una afirmación de Antonio Caballero en una reciente columna: “No solo la Iglesia [católica], las iglesias, deben estar separadas del Estado. Deben estar además separadas y ausentes de la vida política”.
Un ejemplo que conozco de cerca me sirve de punto de partida para rebatir este argumento. En el Cauca, el pueblo indígena nasa estuvo sometido a intensa colonización misionera desde 1613. Los españoles cambiaron en ese año la estrategia de la guerra de exterminio, que comandaba Juan de Borja, por la presencia misionera católica. Durante siglos se ablandó así la resistencia indígena hasta que lograron doblegarla parcialmente.
En el siglo XIX, los nasa participaron en política y en la guerra civil al lado del líder anticlerical Tomás Cipriano de Mosquera. Luego, a partir del 1905, sufrieron de nuevo intenso adoctrinamiento clerical y político (conservador) por avanzadas misioneras que lograron poco en cambiar su ideario liberal. La excepción fue un resguardo, el de Calderas, hoy muy conocido por ser cuna de los políticos independientes de apellido Piñacué Achicué.
Los que conocen a los indígenas saben que sus cosmovisiones, y los rituales colectivos que la expresan juegan un papel central en su movilización política, no solo caucana sino de otras etnias, y no solo de Colombia sino de Suramérica.
Calderas fue un fortín conservador laureanista de pura cepa hasta cuando el renacer de la política indígena autónoma se hizo gradualmente realidad, con la apertura que propició la Constitución del 91 y la consolidación del movimiento indígena caucano que venía trabajando desde 1971.
Desde entonces hasta el presente el ideario religioso, y la consiguiente organización en comunidades de creencia y ritual (“iglesias”), han jugado un papel central en la organización política de los indígenas nasa de todo el Cauca, no solo de Calderas.
Algunas comunidades se sacudieron de la tutela clerical católica tradicional y adhirieron a iglesias protestantes o a movimientos católicos renovados por el espíritu del Concilio Vaticano II y la Teología de la Liberación. En este contexto fue notable el asesinado sacerdote nasa Álvaro Ulcué Chocué, quien es hoy una de las figuras emblemáticas del movimiento indígena caucano.
Otras comunidades atendieron el llamado de neochamanes que, con el patrocinio directo de las organizaciones políticas indígenas, buscan reconstruir, del sincretismo propiciado por la colonización misionera católica y protestante, la llamada cosmovisión aborigen.
Los que conocen a los indígenas saben que sus cosmovisiones, y los rituales colectivos que la expresan juegan un papel central en su movilización política, no solo caucana sino de otras etnias, y no solo de Colombia sino de Suramérica. También juegan su papel en ellas las versiones religiosas católicas y protestantes renovadas.
Es imposible en estos casos desligar la religión (o cosmovisión) de la vida política, como pretende Caballero, a no ser que se niegue a los indígenas su derecho a organizarse como quieran para participar, incluso como autoridades constitucionales, en el Estado colombiano.
![]() Max Weber. Foto: Wikimedia Commons |
La religión es componente de la cultura nacional
Lo interesante del caso es que esta lógica social en que la religión juega en la vida política se repite, con variaciones ajustadas a cada trayectoria histórica local y regional, en todas y cada una de las comunidades de Colombia, así sea por inercia ideológica. Se repite también, con los ajustes que implica la vida urbana, en los individuos y unidades domésticas de barrios y ciudades.
Esto valdría incluso para instancias colombianas, individuales o colectivas, que se declaran ateas o agnósticas en materia de “convicciones axiológicas”. Este es el término que una sentencia de la Corte Constitucional sobre libertad de cultos utiliza para referirse a los principios básicos de la organización del mundo simbólico que todo ser humano (incluso Caballero) necesita para orientarse en el mundo.
La religión es uno de esos sistemas axiológicos y no puede ser excluido sin excluir también a los no religiosos. Todos ellos están defendidos por la Constitución expresamente, no solo por derecho a la igualdad sino porque no puede haber un sistema político estable, es decir un Estado, sin esta base axiológica de legitimación, sea ella religiosa o no.
El mencionado don Juan de Borja no era ingenuo y sabía que para consolidar un estado de cosas ganado por la guerra debía apelar a la evangelización, es decir, a cambiar el sustrato axiológico que otorgara la legitimidad y asegurara su pervivencia. Por ello envió desde Popayán misioneros jesuitas que cristianizaran a los nasa.
Religión, política y Estado
Max Weber, el sociólogo que mejor ha trabajado la cuestión que nos ocupa, define al Estado como una forma concreta y legitimada de monopolio del uso de la violencia física. Todo lo que tenga que ver con la concreta organización estatal en sus aspectos normativos, operacionales y burocráticos, hace parte de su noción de política en sentido restringido.
La legitimación del Estado en la conciencia de la gente supone una noción no ordinaria de política, es decir, extraordinaria o ampliada, que también Weber estudió con detalle. La religión como una versión – no la única- de las convicciones axiológicas hace parte la cultura y de la vida política en ese sentido ampliado.
La discusión en Weber sobre esta forma de política se centró en una noción que llamó metanoia (movimiento interior, cognitivo emocional), que tiene como eje el poder del carisma. Se trata de un poder extraordinario de ciertas personas para mover a la gente. No se basa en la tradición, la burocracia o el cálculo racional de quienes ejercen funciones, es decir, no es el poder de funcionarios.
Gusten o no, las “iglesias”, como correlato de la religiosidad individual seguirán dándose como se dan y se darán otras expresiones colectivas no religiosas del sustrato simbólico que legitima al Estado.
El liderazgo carismático, ejemplificado por Weber en el mundo religioso por el profeta, se distingue del liderazgo institucional ya establecido del sacerdote o pastor que cumple funciones.
Desde luego, también hay poder carismático fuera del campo religioso: por ejemplo en ciertos intelectuales y líderes seculares, que mantienen viva la política con su vigilancia sobre la legitimidad del Estado sin que sean sus funcionarios. Al contrario, conviene que no lo sean.
Weber, que inició el estudio a fondo del fenómeno del carisma en sus formas religiosas, acabó observándolo y condenándolo en manifestaciones nada religiosas, como el bolchevismo y el anarco-sindicalismo de comienzos del siglo XX. Sin embargo, también eran para él manifestaciones carismáticas de fuerte raigambre colectiva, condición necesaria para la pervivencia del Estado por vía diferente a la de la violencia de las armas.
Si, yendo más allá del “porque me tocó”, preguntáramos ¿por qué se acoge a la Constitución?, la respuesta de un creyente, como creyente religioso, sería “porque lo manda Dios”. La de un agnóstico o ateo “por algo en lo que yo creo”. Es decir, porque cree, porque tiene, como diría Charles Taylor, una brújula que le marca un norte. Ningún ser humano, sostiene el filósofo, puede prescindir de un sentido de orientación, como también ocurre en el mundo físico.
Lo menos importante en la presente discusión es cuál, en concreto, sea la brújula. La convicción religiosa puede serlo, pero también lo puede una versión alterna de convicción axiológica. Lo importante e imprescindible en materia de justificación colectiva de un Estado es que haya brújulas para que su estabilidad no dependa de la aplicación sostenida de la violencia física, lo que resultaría imposible o, mejor, suicida.
La discusión, con miras al mutuo entendimiento, de estas versiones alternas, incluida la religiosa, es un tema que preocupa a filósofos de la vida pública como Jürgen Habermas. Este autor sugiere a sus lectores que superen la posición restringida y fundamentalista del secularismo que considera que otras versiones del sustrato axiológico, en particular la religiosa, son reliquias arcaicas destinadas a desaparecer. La importancia creciente de las creencias religiosas en relación con la política (por ejemplo en el caso de la Primavera Árabe) obliga a repensar y superar la versión restrictiva del secularismo.
![]() Indígenas Nasa en el Cauca. Foto: Jorge Pinzón Cadena |
Iglesias sí, delitos no
En materia religiosa, el pensamiento liberal (y no hablo del Partido Liberal colombiano) ha llevado a que se crea y diga que la religión, y las otras convicciones axiológicas, son solo materia privada e individual. Como la política es cuestión pública la consecuencia sería clara: ausencia de las manifestaciones de esas convicciones en la vida política, que es pública y social.
En Colombia, después de una ardua lucha, se logró que la Iglesia católica dejara de usar el púlpito para orientar el ejercicio electoral y tuviera, de hecho, su partido político, llamado Conservador. Es decir, se hizo la separación de Iglesia y política en sentido restringido. Esta separación se debe mantener.
Pero paradójicamente, a la sombra de la libertad de cultos, aparecen hoy otras iglesias que tienen sus partidos e intervienen de este modo en política en su sentido restringido, es decir en la organización y funcionamiento del Estado. Como la separación entre iglesias y Estado debe aplicarse a una y a otras iglesias por igual, Caballero tiene toda la razón en la primera parte de su afirmación.
Estas iglesias son la inevitable expresión en la vida colectiva de una de las formas de convicciones axiológicas que protege la Constitución. Gusten o no, las “iglesias”, como correlato de la religiosidad individual seguirán dándose como se dan y se darán otras expresiones colectivas no religiosas del sustrato simbólico que legitima al Estado.
El que haya habido excesos de ciertas iglesias, como lo recuenta Caballero en su columna, no debe llevarnos a condenar la institución colectiva como tal.
Hay iglesias que tienen partidos, con líderes que cometen excesos, delitos y hasta crímenes. Nadie mejor que los intelectuales críticos e independientes para señalarlos. ¿Qué haríamos si a estos les decimos que como se trata de asuntos privados e individuales, equiparables en su función a religiones, no ejerzan su carisma, es decir, dejen de hablar y de escribir?
Esas manifestaciones colectivas son parte de la vida de cualquier pueblo. El que haya habido excesos de ciertas iglesias, como lo recuenta Caballero en su columna, no debe llevarnos a condenar la institución colectiva como tal.
Condénense los excesos, los históricamente registrados y los que ahora exponen los medios e investiga la Fiscalía. Lo necesitamos, pero que no se bote el niño con el agua de la bañera.
*Antropólogo Ph.D., profesor titular jubilado de la Universidad del Valle, Cali.