De cómo una lectura antropológica y socio–lingüística despeja dudas sobre la construcción artificial de un mito moderno y perverso, pero también suministra herramientas para de-construir el mito y abre puertas para un nuevo paradigma.
Elías Sevilla Casas
¿Marca–país? El grupo Chocquibtown termina su canción estrella Somos Pacífico con la frase “Colombia es más que coca, marihuana y café”. Hasta los muchachos caen en la confusión que llevó a Francisco Thoumi a insistir hace poco en la distinción entre cocaína y coca, y a pedir que al pan le digamos pan y al vino, vino.
Tituló su ensayo con el viejo eslogan cocalero de Bolivia: “Coca no es cocaína”. Dejando de lado la confusión (y la mariguana), anoto que el grupo musical hace una conexión importantísima que intento analizar en la presente nota: caracteriza a Colombia como el país del café y de la coca(ína). Café y cocaína son dos auténticas “marcas–país” de Colombia, a mucho honor y a mucho baldón, respectivamente. La conexión es de extremos y ocurre en una misma banda ancha: la de los psicoactivos comercializados. Sustancias psicoactivas (SPA) son aquellas que tienen efectos comprobados sobre el sistema nervioso central y producen cambios en la percepción, el estado de ánimo, la consciencia, la cognición o el comportamiento. El café, un psicoactivo legal, distribuido en forma de grano entero o molido para uso en infusión, no sólo ha sido un pilar importantísimo de la economía, sino que ha llegado a ser un ícono del país en su integralidad originaria de producto vegetal. En algunos medios – como los comentaristas de fútbol – nos llaman “los cafeteros”. Además, tomar una taza de café puede ser la condensación simbólica del diálogo amistoso, como bien lo indica el comercial “tomémonos un tinto” (en vez de echarnos tiros). El clorhidrato de cocaína es también una SPA, no natural, sino “de diseño”. Es resultado de complicados procesos químicos de concentración y depuración a partir de ingentes cantidades de hoja de coca, porque la proporción de esta sustancia en el vegetal es muy reducida, casi imperceptible (pero efectiva, aun en su estado original). Ha sido producida y distribuida a escala global como fármaco en forma ilegal y criminal por colombianos y por sus indispensables aliados. En contraste con el café, pero en la misma banda ancha de las SPA, la cocaína bien puede ser, para los colombianos, una trágica condensación simbólica, metonímica para ser precisos, de matarnos en la guerra, de extraditar compatriotas, o de llenar las cárceles. El análisis del tema es, por tanto, muy pertinente en este tiempo de diálogos de paz. No me detengo hoy en los detalles de café/cafeína (“tomémonos un tinto”), pues prefiero concentrarme en los de (mama)coca/cocaína. Cómo se construye un mito Por ahora me propongo mirar tan sólo — en sí mismo y para diseccionarlo en la mesa analítica —el proceso lingüístico y semiótico de la construcción siniestra de este mito moderno que nos caracteriza y hiere. “Colombia: coca(ína) y café”. El café nos tenderá al final una mano oportuna. Celebramos cada día paz con el café. También, como alguien ya escribió en forma pertinente, buscamos que haya “paz con la (mama)coca”. Una analista de Washington Office on Latin America (WOLA) — el grupo de intelectuales que en Washington estudia el panorama latinoamericano — comentó que, contra el escepticismo de muchos, en la pasada Cumbre de las Américas “El genio de la botella de la legalización de las drogas fue liberado”. Efectivamente, la propuesta de los ex presidentes e intelectuales de la Iniciativa Latinoamericana de Drogas y Democracia parece haber alzado vuelo. Tanto en Bogotá como en Uruguay se levantan las miradas buscando concretar un “cambio paradigmático”, como dice la frase síntesis de la propuesta de la Comisión. Paradigma es, según Thomas Kuhn, un acuerdo para acentuar en el lenguaje, conceptualización y prácticas, ciertas cosas y olvidar otras. Se trata, por tanto, de un nuevo marco de referencia donde se barajan las cartas conceptuales y lingüísticas para jugar de nuevo. Aquí opera la metonimia, concretamente en su modalidad llamada sinécdoque (que toma la parte por el todo) adicionada de otra forma retórica llamada antonomasia. Colombia es “por antonomasia” cafetero y “cocainero”, como la coca “por antonomasia” es la responsable de los crímenes y el terrorismo. El extremo de esta operación — no sabría decir si fruto de la estupidez, de la ignorancia, de la irresponsabilidad o de la ligereza — ocurrió en Colombia con la publicidad que condenó la Corte Suprema de Justicia a petición de la valiente indígena nasa Fabiola Piñacué: “La mata que mata”. Se descargó la culpabilidad de los productores, comercializadores, y consumidores de la cocaína en un vegetal domesticado, muy noble y sagrado para algunas comunidades andinas: el género Erythroxylum, llamado en los Andes “Mamacoca”. Es como si alguien le echara la culpa al también americano vegetal domesticado Zea mays, de las indigestiones o borracheras causadas por la chicha. A estos extremos absurdos nos lleva el dominio hegemónico del paradigma vigente frente a las SPA. Ese paradigma, protegido de modo inexpugnable por tres convenciones internacionales vinculantes, ha dado vueltas de tuerca al parecer irreversibles (si se mantiene el paradigma) como la de “coca es cocaína”. El autor del libro Mamacoca, Anthony Henman, sabe de qué habla cuando dice que esta reducción conceptual y práctica de coca a cocaína es un mito producto de la “falta de honradez” y de la “mala conducta profesional” del Comité de Expertos en Farmacodependencia de la Organización Mundial de la Salud (OMS),así como del juego de intereses geopolíticos que domina a la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE) y que se refleja en las acciones e informes de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD). La misión oficial de esta oficina, según su portal (9), es “dar asistencia a los Estados Miembros en su lucha contra las drogas ilícitas, el crimen y el terrorismo.” Obsérvese de entrada la vinculación conceptual, paradigmática, entre “drogas ilícitas”, “delito” y “terrorismo”. Si se lee con cuidado su Informe de 2011 se encuentra aquí y allá un proceso sistemático de reducción semántica y política: drogas ilícitas se convierten en “drogas” y, lo más grave, uso y abuso se reducen a uso, asociado éste como se acaba de mostrar, a ilegalidad, crimen y terrorismo. El ruso Yury Fedotov, Director de la Oficina, inicia así el prefacio: “Hay reconocimiento generalizado entre los Estados Miembros y entidades de la ONU de que las drogas, en asocio con el crimen organizado, ponen en riesgo la consecución de las Metas de Desarrollo del Milenio”. Al precisar el sentido de su terminología, más adelante, el Informe cae en esta perla de abuso reduccionista: “Como hay alguna ambigüedad científica y legal sobre la distinción entre ‘uso’ de drogas, ‘mal uso’ y ‘abuso’, este informe usa los términos neutrales de ‘uso’ y ‘consumo’”. No son tan neutrales, porque el contexto — que es indispensable para cualquier sentido —indica que uso y consumo en el Informe es “abuso” y es “ilícito”, “criminal” y “terrorista”. Al describir el contexto histórico boliviano de la década de 1990 donde surgió el eslogan “Coca no es cocaína”, Pablo Stefanoni habla de “operación hegemónico–discursiva” contra la cual se levantaron los cocaleros apelando a una suerte de “memoria larga” que reivindicaba a la coca como planta “sagrada” de los pueblos originarios centro–andinos. En América esa planta moderadamente psicoactiva, consumida en el modo tradicional de mambeo, ha acompañado a la humanidad por milenios, al punto de que ya no puede sobrevivir si se rompe la simbiosis. Cómo se de-construye un mito Hay que luchar de frente contra los reduccionismos abusivos efectuados desde los centros consolidados de poder institucional, pero con inteligencia, si de veras queremos consolidar un nuevo paradigma.
Hace ya años, Roland Barthes en sus Mitologías proveyó las herramientas analíticas para alumbrar estas artimañas de la ideología y la forma como se construyen sus mitos. Al releerlo, recordamos cómo desbarata el montaje de la bondad del imperio que se esconde detrás de un inocente niño negro vestido de militar que saluda a la bandera. “Falta estrategia y sobra ingenuidad” escribió hace un tiempo Hernando Gómez Buendía en Razón Pública al analizar el confuso panorama de la “legalización de las drogas”, ya que un inadecuado planteamiento puede generar efectos contraproducentes. Para no ir más lejos miremos hoy el eslogan “Coca no es cocaína”. Según Anthony Henman, esconde uno de los componentes extremos de los cinco “mitos de la coca” que debemos desmontar. El dicho popular de “ni tanto que queme al santo ni tanto que no lo alumbre” resume bien la necesidad de un punto medio en el trato razonable con las SPA, como lo plantea también la interesante propuesta de la Salud Pública canadiense. Esta debe ser estudiada, hoy cuando la tendencia es a pasar del dominio de la policía al de la Salud Pública. En el caso del eslogan, Henman hace ver que “coca no es cocaína” por una parte minimiza hasta hacer desaparecer el componente alcaloide que contiene la hoja y que permite no sólo el procesamiento industrial y masivo de la cocaína, sino el efecto suave y culturalmente aceptable en los medios indígenas suramericanos. Por la otra, el mito exagera sus beneficios (por ejemplo alimentarios) volviendo a la planta una inigualable panacea. Estos excesos minan la credibilidad de la postura y abre flancos inesperados a los ataques de los sustentadores del antiguo paradigma. Una simple inversión de los sustantivos en la frase permitiría, para quien tiene gusto por las minucias gramaticales y semánticas, hacer notar los efectos potencialmente contraproducentes del eslogan. En cambio: “Cocaína no es (mama)coca” va directo al grano: no niega el componente alcaloide y sí señala la sinécdoque abusiva. Uso razonable de substancias psicoactivas Dije más arriba que el café — el otro producto emblemático de Colombia — nos puede dar una mano oportuna. Aunque menos riesgoso que la energizante cocaína, la cafeína como fármaco “de diseño”, podría tener efectos dañinos para la salud y eventualmente convertirse en una sustancia ilícita. El uso normal e integral del café es un modelo analógico para pensar cómo usamos bien ciertos psicoactivos, sin sonrojarnos ni temer a los agentes de la DEA. La hoja de coca, como sustancia integral también de origen vegetal, espera su turno para acceder al uso razonable de las SPA –bajo la forma de tés, de galletas y de vinos que nos ofrecen los indígenas nasa liderados por Fabiola Piñacué. La cocaína como fármaco tiene otra historia y destino. También lo tendría la cafeína si alguien quisiera apuntarse al mercado (ilegal) de esa sustancia y hubiera clientes que prefirieran ingerir esa concentración química, negra y amarga, en vez de saborear un rico tinto en las tiendas de Juan Valdez con sus amigos. * Ph.D. en antropología de Northwestern University, trabajó con indígenas en Tierradentro y es profesor titular jubilado de de la Facultad de Ciencias Sociales y Económicas de la Universidad del Valle, Cali (eliasevilla@gmail.com). Esta dirección electrónica esta protegida contra spam bots. Necesita activar JavaScript para visualizarla
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