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¿Es realmente laico el Estado colombiano?

Escrito por Elías Sevilla

Si se analiza con rigor el problema, resulta que la Constitución de 1991 no consagró el Estado “laico”, pero sí fue un avance en la construcción del Estado secular. Es una precisión que tiene consecuencias.

Elías Sevilla Casas*

La persistencia de “una ilusión”

Acaba de publicarse el libro The future of an illusion: Political theology and early modern texts (2014) de la profesora de Berkeley, Victoria Kahn, sobre los antecedentes de las teologías políticas – las viejas y las nuevas – que se amparan bajo el mismo nombre. Este libro me servirá de punto de partida. 

Como se sabe, el escrito clásico de Freud, El futuro de una ilusión, tenía parte del título del libro mencionado. Freud sostiene que las creencias religiosas corresponden al fenómeno de cumplimiento del deseo, es decir, son “cumplimiento de los más antiguos, fuertes y urgentes deseos de la humanidad”. Kahn comenta, con Freud, que la ilusión no es simple asunto de error, es constitutiva de lo que somos, y que así nos construimos.

Kahn recuerda, también con Freud, que hay algunas ilusiones mejores que otras. Agrego yo que quien decide es quien tiene tales ilusiones (individuales y colectivas); y que las hay de varios tipos y jerarquía, y no necesariamente se excluyen en un mismo sujeto, aunque sean contradictorias.

Algunos resentirán que sus creencias religiosas sean tratadas como “ilusiones”. No tienen por qué preocuparse si sus “opciones axiológicas”, es decir, fundantes de su mundo, son tratadas así por algunos intelectuales. Las opiniones de estos también se basan en creencias, en este caso llamados modelos tentativos de explicación del mundo.  

¿Hay alguien, por ejemplo, que se sienta mal por decir que es copernicano en materia de cosmología física y que al mismo tiempo diga, también en materia física, “por el oriente sale el sol”, o que aprecie tanto el Génesis como El origen de las especies?

Algunos resentirán que sus creencias religiosas sean tratadas como “ilusiones”. No tienen por qué preocuparse si sus “opciones axiológicas”, es decir, fundantes de su mundo, son tratadas así por algunos intelectuales. Las opiniones de estos también se basan en creencias, en este caso llamados modelos tentativos de explicación del mundo. 

Esos modelos valen tanto como los argumentos que los soportan. Precisamente, de eso se trata en esta nota: de respetar las diversas convicciones, en particular las axiológicas, y aplicarles el decir común “que nadie arrempuje a nadie” en estas materias.

Personas practicantes de reiki.
Foto: lcosta2508

Religión, sociedad y Estado en Colombia

En nuestra vida práctica las opciones religiosas se entretejen con modelos y metáforas, mágicas, científicas o de cualquier tipo y jerarquía. Algunos colombianos a los pocos días de haber rezado mecánicamente la novena de Navidad, se ponen cucos amarillos al despuntar el Año Nuevo, se atragantan con 12 uvas y toman una maleta para darle una vuelta a la manzana.

Luego, con toda calma y tiempo, usan una brújula para resolver los problemas técnicos del arreglo espacial impuestos por el feng-shui a la vez que contratan a un diseñador para dar sentido estético a la distribución. Otros combinan las teorías energéticas del reiky con la angelología.

Igualmente, las vírgenes católicas, como espíritus o dioses menores, que tienen representaciones materiales estereotipadas, y adeptos según estamentos excluyentes (conservadores, liberales, choferes, antioqueños, nariñenses, etc.), pueblan el mundo religioso católico, como también lo hacen los ángeles de todo tipo, los buenos y los malos.

Los espíritus buenos no están solo en la capilla de Sopó sino en las prácticas nueva era de la angelología curativa. Los malos, encarnados en el “El Diablo”, no solo están representados y celebrados en el Carnaval de Riosucio sino en las víctimas de las prédicas condenatorias de la hermana Piraquive.

Los espíritus angélicos compiten con los duendes de toda clase en la religiosidad popular, para no hablar de cosmovisiones indígenas o negras y todo lo que ellas implican. El sincretismo, producto de siglos de cristianización, ha llevado a que los neochamanes nasa del Cauca, convocados por el CRIC para fortalecer la lucha (una forma más de teología política), tengan que preguntarse, primero, por qué el dios del trueno, Lliban, lleva un nombre de santo y, segundo, por qué escogieron a Santo Tomás y no a Santa Bárbara.

Nadie duda de que la nación colombiana ha tenido creencias religiosas de combinada estirpe: indoamericana, mediterránea y africana. Y pocos dudan, aunque hay  interpretaciones y valoraciones divergentes, de que a partir de la Conquista española se trató de imponer una forma muy particular de religión cristiana, y que se hizo de modo muy particular.

Las concepciones teológicas, por ejemplo las del tomista Francisco de Vitoria, quien trazó la pauta sobre la relación entre la religión ibérico-católica y las indoamericanas, todavía tienen efectos sobre el ordenamiento estatal e interestatal contemporáneo (imperialismo).

vale la pena mencionar la posición de la Procuraduría General de la Nación (página 12) según la cual del mandato constitucional y de la ley “no se colige ni que el Estado colombiano sea laico, ni tampoco que exista un mandato de protección del pluralismo religioso.

Este paralelismo entre las dos esferas, hace que Jürgen Habermas piense que el razonamiento teológico-político pueda, en determinadas circunstancias, tener plena vigencia. Sugiere de paso a los postseculares maduros (aquellos que honran de veras el pluralismo de convicciones) que estudien estos razonamientos para entenderse mejor, como conviene, con visiones del mundo de estirpe teológica.

Los historiadores narran y analizan, desde diversos ángulos, esta lucha que adquirió visos notables a mediados del siglo XIX, con antecedentes  sueltos  en tiempos anteriores. Esta lucha se perdió con la Constitución de 1886, cuyo preámbulo declara que el Estado colombiano es católico, apostólico y romano; y que protege la libertad de cultos que no sean contrarios a la moral cristiana ni a las leyes. 

Hay interpretaciones duras que sostienen que esto implica que era un Estado confesional mientras otros dicen, con benignidad, que se trataba de un Estado tolerante. A partir de la República Liberal de 1930 se reasumió la lucha que terminó, en 1991, con la nueva Constitución que invoca a Dios en el preámbulo y dispone que el juramento del presidente sea “Juro a Dios…”.

¿Será que esto excluye a un eventual presidente agnóstico o ateo? Claro que el realismo político de pronto le aconsejaría jugar con las apariencias y decir, como el calvinista Enrique IV de la Francia de 1593,”París bien vale una misa”.

El Artículo 2º de la Ley 133 de 1994, que desarrolla el derecho constitucional (artículo 19) de la libertad religiosa y de cultos, dice textualmente: “Ninguna Iglesia o confesión religiosa es ni será oficial o estatal. Sin embargo, el Estado no es ateo, agnóstico, o indiferente ante los sentimientos religiosos de los colombianos. El Poder Público protegerá a las personas en sus creencias, así como a las Iglesias y confesiones religiosas y facilitará la participación de éstas y aquéllas en la consecución del bien común. De igual manera, mantendrá relaciones armónicas y de común entendimiento con las Iglesias y confesiones religiosas existentes en la sociedad colombiana”.

Nadie mejor llamado a responder la pregunta, desde el punto de vista jurídico, que la Corte Constitucional. La Sentencia C-817-11 sobre la demanda respecto de una ley de honores a una diócesis revisa de manera detallada la jurisprudencia al respecto. En la página 33 concluye así: “Encuentra la Corte que concurren reglas jurisprudenciales consolidadas, que interpretan las normas constitucionales sobre pluralismo democrático, derecho a la igualdad y libertad religiosa, las cuales validan el carácter laico del Estado colombiano”.

En la página 22 había dicho que “Para efectos de esta sentencia, esta categoría será definida como de estados laicos o seculares”. Sin embargo, la misma Sentencia reconoce (página  34) los desacuerdos sobre su dictamen e invita a presentar las “diversas posturas, entre ellas las que se oponen a las conclusiones que presenta el precedente judicial existente en cada materia”.

Aparte de varios salvamentos de voto que expresan desacuerdo, vale la pena mencionar la posición de la Procuraduría General de la Nación (página 12) según la cual del mandato constitucional y de la ley “no se colige ni que el Estado colombiano sea laico, ni tampoco que exista un mandato de protección del pluralismo religioso. A lo sumo, lo que existe es una previsión constitucional que reconoce el derecho de las personas a predicar cualquier credo”.

Quien conozca el perfil religioso católico integrista del procurador Ordóñez y los antecedentes de la lucha pro-laicidad estatal entiende el sentido de ese “A lo sumo”: se trata de una penosa concesión.


Constitución Política de 1886.
Foto: Wikimedia Commons

¿Somos o no laicos?

Como el concepto político “laicidad” tiene genuino ancestro francés, consultemos a un especialista, Jean Baubérot. Su última propuesta habla de un concepto en crisis. Para salvar algo de la larga historia en el mundo francófono y europeo, apela a la conjunción de tres condiciones, dentro del orden público democrático:

(1) El respeto a la libertad de conciencia y de convicción;

(2) La autonomía de las instituciones del Estado frente a las de la religión, y viceversa; y

(3) La igualdad de las religiones y de las convicciones individuales y colectivas.

Esta noción de laicidad no se aplicaría al Estado colombiano si nos atenemos a la Constitución, a la ley y a la jurisprudencia (aunque esta última en el fondo reconoce también la crisis del concepto).

Es obvio que tanto la Constitución como la Ley 133 toman partido en contra de las convicciones axiológicas agnósticas y ateas, que al fin y al cabo son convicciones que deberían ser protegidas, en términos de “igualdad real y efectiva”, por la Constitución (artículos 13 y 18) y por la ley.

Además, la ley confunde estas convicciones con la indiferencia frente a los sentimientos religiosos de las otras personas. Esto es prejuzgar, pues no necesariamente un agnóstico o ateo, en la sana contienda política o social de las ideas, es indiferente a los sentimientos de sus conciudadanos.

Por el contrario, la buena civilidad que se promueve en la época postsecular, supone el respeto y la deferencia.

¿Será que ante la crisis del concepto laicidad es preferible en nuestro caso hablar, en positivo, de secularismo del Estado en construcción, dejando de lado el adjetivo “laico”, cuyo sentido primario es estamental negativo?

En efecto, el Diccionario de la Real Academia dice que laico es el “Que no tiene órdenes clericales”. Amén.

 

*Ph. D. en antropología, profesor titular jubilado de la Universidad del Valle, Cali. eliasevilla@gmail.com

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