Como muestra el ejemplo de Chile, las medidas que afectan el transporte pueden ser causa de estallidos sociales. ¿Cuáles podrían ser las consecuencias del último decreto del alcalde sobre el transporte en Bogotá?
Daniel Páez*
El decreto de Peñalosa
El pasado 30 de octubre, el alcalde de Bogotá Enrique Peñalosa firmó un decreto que permite a los dueños de vehículos particulares eximirse del pico y placa pagando cuatro millones de pesos anuales o 2’066.000 pesos semestrales. La alcaldesa electa de Bogotá, Claudia López, apoyó la decisión y aseguró que los recursos recaudados serán para mejorar el servicio público de transporte.
Esta medida, que empezará a regir en enero de 2020, estaba incluida en el plan de desarrollo de la ciudad desde el comienzo de la administración Peñalosa en 2016, pero no se había podido aplicar debido a obstáculos legales. Sin embargo, ahora es posible debido a algunas reformas incluidas en el Plan Nacional de Desarrollo del gobierno Duque.
Desde un punto de vista técnico, lo deseable hubiese sido adoptar una política integral de reducción de emisiones, que mejorara la calidad de vida de los bogotanos y, a partir de un análisis estratégico, entender cómo este pago por no tener pico y placa contribuiría a aquellos objetivos.
Pero la administración hizo todo lo contrario y basó su decisión en una simple encuesta de preferencias de pago, que desde ningún punto de vista cumple con las mínimas condiciones técnicas para determinar el valor apropiado a pagar.
Pagar por pico y placa, ¿equidad o segregación económica?
Es claro que la posibilidad de evadir el pico y placa sólo estará disponible para las personas de altos ingresos. Solo cobijará a aquellos que tienen carro —que ya es un privilegio— y que además pueden agregar a sus gastos el equivalente a casi medio salario mínimo al mes. Recordemos que el salario promedio mensual de una familia en Colombia es de 2,2 salarios mínimos.
Los defensores de la medida tienen a su favor los números de beneficio financiero y argumentan la oportunidad de fomentar la equidad. Ellos ven claramente una forma justa para que las herramientas del mercado generen nuevos recursos para los más necesitados —que en este caso son los usuarios del SITP, como lo ha prometido Claudia López—.
La administración basó su decisión en una simple encuesta de preferencias de pago.
Pero los contradictores, que han sido muy vocales en las redes sociales, consideran que la medida beneficia a unos pocos, que agrava la segregación económica y que su éxito depende de la adopción de controles apropiados y sistemas para evitar el fraude.
Para ellos, la medida beneficia directa e inmediatamente a los más ricos, mientras que el resto de la ciudad sólo obtendrá algún provecho de forma indirecta, en el largo plazo y siempre y cuando los recursos se ejecuten bien.
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Sistemas de transporte: termómetro social de todos los países
Una razón más profunda para pensar mejor esta y cualquier decisión que tenga alto impacto en el transporte de una ciudad son las posibles consecuencias sociales en países como Colombia o Chile, donde la desigualdad y la falta de movilidad social son las peores del mundo.
No es una buena idea adoptar medidas de ese tipo a partir de cifras frías (y dudosas): esta fue la lección que nos dejó la destrucción de cincuenta estaciones del metro en Santiago —es decir casi un tercio de ellas— y el saqueo y quema de más de cien supermercados y tiendas privadas.
En Santiago todo comenzó por un aumento del tres por ciento en el pasaje del metro. Los estudiantes de secundaria se negaron a pagarlo, saltaron los torniquetes y la reacción enérgica de la policía causó un descontento general en el país.
Veinticuatro horas antes el presidente Piñera había dicho que “Chile es el oasis económico y social de Latinoamérica”. Hoy ese país vive una crisis de gobernabilidad con marchas que han logrado convocar alrededor de 1,2 millones de personas sólo en Santiago. Según cálculos oficiales, la propiedad pública y privada destruida cuesta 1.500 millones de dólares, y las pérdidas se estiman en 8.300 millones de dólares, algo así como el costo de dos metros de Bogotá.
Aunque ya el presidente Piñera retiró el aumento del pasaje, cambió a ocho de sus ministros, aumentó las pensiones y hasta pidió disculpas, no se ve una solución definitiva. Hoy los manifestantes piden un cambio de gobierno y una nueva constitución. Además, Chile ha cancelado dos grandes cumbres internacionales y existe una gran incertidumbre en los mercados financieros.
Pero el caso de Chile no es el primero ni será el último donde una medida de transporte viene a detonar la bomba social. Basta recordar las protestas que comenzaron en Francia en octubre de 2018 cuando el gobierno de Macron decidió subir los precios de la gasolina y el Diesel.
En ambos casos, el descontento social no ha sido resuelto, aunque ya los gobernantes han retirado la medida que causó la explosión y han extendió muchas concesiones, incluidas las mencionadas anteriormente para Chile y la reducción de impuestos a la electricidad en Francia.
Estas dos situaciones muestran que la medida de transporte resulta ser la gota que rebasa el vaso, porque estos sistemas de movilidad interactúan con toda la población, independientemente de su situación económica o social.
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Soluciones de transporte, ¿primero las finanzas o el desarrollo social?
Aunque Chile es el país con el ingreso per cápita más alto de Centro y Sur América y considerado por el Banco Mundial como desarrollado por sus altos ingresos, de acuerdo con su Instituto Nacional de Estadística casi un tercio de su fuerza laboral trabaja en la informalidad o en labores como el servicio doméstico, donde no tienen prestaciones sociales.
Por otro lado, los pocos que tienen trabajo formal tienen contratos a corto plazo con sistemas parecidos a las cooperativas de trabajo que pululan en Colombia. El empleo de las mujeres y los jóvenes es de los peores entre los países desarrollados y se percibe una marcada discriminación laboral para las mujeres cabeza de familia.
La medida de transporte resulta ser la gota que rebasa el vaso.
Colombia ha seguido un camino de desarrollo económico muy similar al de Chile, particularmente en el sistema de transporte. Al igual que Transantiago, en Colombia MIO y Transmilenio son operados por empresas privadas. Nuestras carreteras principales —en Chile además las urbanas— son concesiones.
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Además, la determinación de las tarifas por uso de la infraestructura —como peajes y pasajes de bus— son afectadas por contratos y modelos económicos con alta dependencia de compromisos adquiridos con el sector privado. Bogotá ha ido más lejos que Santiago, y la construcción y operación del metro serán por concesión en manos de entidades privadas internacionales.
Es innegable que, desde un punto de vista financiero, el desarrollo de los servicios y la infraestructura con participación privada tienen beneficios significativos. Si no fuera así, Chile no estaría hoy en un nivel de desarrollo tan alto. ¿Pero, a qué costo social se ha llegado a este punto? Desafortunadamente para Chile y Colombia, los dos están entre los países más desiguales del mundo y su desarrollo económico no ha cambiado esta situación.
Lecciones de Chile: los números a la mano, y los indicadores sociales al corazón
Es claro que los que apoyan la reciente decisión del alcalde Peñalosa son aquellos que tienen con qué pagarla, que son una minoría. Según la misma Secretaría de Movilidad, es menos del cinco por ciento de los bogotanos.
Entonces, ¿se justifica la consecución de recursos usando estrategias que sólo en el largo plazo van a beneficiar parcialmente a los más pobres? ¿Han considerado Peñalosa o López que un estallido como el de Chile en Bogotá podría destruir la poca infraestructura y vehículos de transporte publico que con tanto sacrificio ha logrado desarrollar la ciudad?
Yo me atrevería a decir que, aunque los números cuadran para este cobro por pico y placa, hoy todas las medidas en el sistema de transporte de un país se deben tomar mirando los modelos financieros a la par con los indicadores sociales.
Ya sabemos que en febrero suele haber protestas y descontento social —y mucho más con nueva alcaldesa— debido al retorno laboral de cada año y la congestión que produce en un sistema de transporte ya de por sí al límite de su capacidad.
De pronto es mejor que la nueva administración reconozca la complejidad social de Colombia antes de saltar a aplicar esta y otras medidas. Es un hecho que sobran las razones para protestar y demostrar el descontento social, materializado en segundos por las redes sociales que aglutinan miles de personas, como en Chile, con consecuencias por sopesar durante décadas.
*Ph.D. en ingeniería e investigador asociado de la Universidad de Melbourne, Australia. Consultor internacional. @danielpa