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Uso y desperdicio del sistema penal

Escrito por Farid Benavides

Farid Samir Benavides VanegasLos políticos han convertido el sistema penal en un elemento más del juego electoral. ¿Cómo enfrentar el crimen, la pena, el miedo y la seguridad? Aquí hay algunas respuestas.

Farid Samir Benavides*

Hace pocos días la Corte Constitucional de Colombia encontró inexequible la ley que se aprobó mediante referendo para permitir la prisión de por vida para las personas responsables de graves crímenes contra menores de edad. Este referendo fue la culminación de una serie de iniciativas promovidas desde el Concejo de Bogotá, en particular por la ex concejal Gilma Jiménez, entre ellas la exposición pública de los responsables de delitos sexuales (muros de la vergüenza), en las que se usaba, en el fondo, al sistema penal como método para hacerle frente a un determinado tipo de problemas sociales.

La Corte sostuvo que la reforma propuesta era inexequible por razones de forma, pues no se aportó a tiempo la información relativa a la financiación del referendo que reformaba la Constitución, y porque se modificó el contenido aprobado por la ciudadanía.

En el debate se dieron dos posiciones claramente identificables: aquellos que sostenían que el sistema penal y la pena tienen una función resocializadora que no se cumple si acudimos a la prisión perpetua o a la pena de muerte; y aquellos para quienes este tipo de delincuentes no son resocializables y, por tanto, no tiene sentido alguno aplicar una pena que de antemano se sabe que no cumplirá función alguna. Curiosamente, uno y otro bando asumían que el foco de atención para la solución de problemas sociales es el sistema penal.

Ciudadanos contra ciudadanos

Es llamativo que en Colombia se acuda con mayor frecuencia a los ciudadanos para limitar los derechos de los mismos ciudadanos. En este caso, la fórmula utilizada fue la del miedo a los delincuentes sexuales y su necesaria separación de la parte "buena" de la sociedad. Este proceso pasa por el desconocimiento como personas de quienes violan la ley y la negación de sus derechos. Al igual que la categoría de "terrorista" para el tratamiento del delincuente político, en este caso se crea una nueva categoría de enemigo, la del monstruo asesino de niños que no parará hasta destruir nuestros hogares y llevarse a nuestros hijos. Frente a enemigos como Luis Alfredo Garavito se impone la necesidad de defender a la sociedad, la necesidad de un uso máximo del derecho penal. Pero esta vez se trata de un derecho sin derechos, un derecho penal de enemigo.

La reforma y su inexequibilidad suscitan una serie de interrogantes. Uno de ellos tiene que ver con la referencia que se hace al uso de la prisión perpetua en el marco de la Corte Penal Internacional, CPI, como si los crímenes de competencia de la CPI fueran de la misma naturaleza y tuvieran el mismo significado para el Estado que los crímenes cometidos por individuos en contra de menores de edad. Del hecho de que la CPI admita la prisión perpetua para graves crímenes internacionales, no se sigue la validez de la medida para crímenes comunes. Esto no significa negar la importancia de los crímenes en contra de menores. Simplemente se trata de señalar que el derecho penal tiene una jerarquía de bienes jurídicos protegidos, y que sobre esa base se señala la proporcionalidad de las penas.

Pero llama la atención que la reforma se haga sobre la base de argumentos ya utilizados en los Estados Unidos, y proponiendo medidas similares a las utilizadas a las que allá se emplearon, con resultados dispares. En esa especie de argumento de autoridad no se puede afirmar, sin más, la efectividad de las medidas que buscan un uso máximo del derecho y del sistema penal. Analizaré entonces el origen de las políticas de mano dura y de tolerancia cero, y veré cómo son cada vez más frecuentes en el tratamiento del delito. Estas políticas lo son de huída frente al derecho penal y de populismo punitivo, y evitan referirse a los verdaderos problemas de la ciudadanía y aportar verdaderas soluciones. Su paradoja radica en que, como el sistema penal y la prisión no funcionan, la única solución posible es que cada vez haya más prisión y más sistema penal.

¿Cómo comerse una naranja mecánica?

La criminología y la política criminal en los años 50's en los Estados Unidos fueron el resultado de un período de expansión de la economía, que permitió establecer un estado de bienestar, con garantías para la protección de los derechos ciudadanos. En este contexto, el delito era visto como el resultado de ciertas carencias materiales que debían ser proporcionadas por el Estado. Dicho en otras palabras, el crimen resultaba de un proceso de socialización primaria deficiente. Por ello, el Estado, a través del sistema penal, era señalado como la institución responsable de dotar a la ciudadanía de la socialización necesaria para una vida en sociedad. Dentro del espacio de la prisión se comenzaron a desarrollar técnicas de reeducación y entrenamiento de los delincuentes. En fin, nuevas formas de socialización para evitar la recaída en el delito.

Sin embargo, en las décadas de los sesenta y setenta, se observó que la prisión no cumplía ninguna función de resocialización y, en general, se impuso un discurso del nada sirve. Los funcionarios de la prisión, las personas sometidas al sistema penal, sus defensores y el público en general, se dieron cuenta de la inutilidad del sistema penal para resolver sus problemas. Los disturbios en las prisiones se generalizaron, creció el descontento con los tratamientos penitenciarios, inclusive la cultura popular reflejó esta situación de descontento con películas como La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971), en donde el tratamiento del protagonista conduce a mayores fracasos y a violaciones de sus derechos. Desde un sector de izquierda en los Estados Unidos y en Europa, se propone la abolición del sistema penal, con medidas alternativas al uso de la prisión. Esta posición es consecuente, dado que si el sistema penal no sirve, lo correcto es dejar de usarlo y buscar nuevos mecanismos que hagan posible la resocialización del delincuente y una vida funcional en sociedad. Pero las alternativas propuestas fueron claramente ingenuas y sólo lograron destacar los buenos deseos de quienes habían defendido por mucho tiempo a la prisión.

Pero al lado del discurso de la izquierda se impuso uno de derecha, que se valía de las cada vez más crecientes críticas a la prisión. Tanto unos como otros partían de la base de que esta última no era útil, pero en el caso de la derecha se proponía renunciar a toda función preventiva de la pena y en su reemplazo se afirmaba la necesidad de darle a la prisión una función meramente retributiva. Esto es, la prisión dejaba de ser un lugar de resocialización y de rehabilitación, para convertirse en un simple lugar de castigo. Esto llevó a que se aplicaran políticas de incapacitación de los delincuentes. En esa época renació la pena de muerte, que poco antes había sido encontrada inconstitucional por imponer un trato cruel e inusual a las personas (se abolió con Furman vs. Georgia en 1972, y se restableció con Gregg vs. Georgia en 1976); se aprobaron leyes estatales que permitieron la incapacitación de por vida para los reincidentes; se impusieron mínimos obligatorios para evitar interpretaciones generosas del derecho penal por parte de los jueces; y, en general, se impuso un uso máximo del sistema penal para hacer frente a las críticas acerca de su inutilidad.

Historia e histeria de la inseguridad

Este endurecimiento del sistema penal se complementó luego con un endurecimiento del control de la ciudad. Autores como James Wilson afirman que el principal problema de las ciudades no es el crimen como tal, sino la creciente sensación de inseguridad que resulta de su desorden. La política de ventanas rotas -que básicamente tradujo la percepción de la época acerca del delito- indicó que la población de clase media temía más a los desórdenes sociales que al delito. Los jóvenes en las esquinas, las pandillas juveniles, el desconocido en el barrio, el deterioro social, las prácticas de colectivos raciales diferentes, todo ello apuntó a que el ciudadano blanco de clase media no se sintiera seguro en su ciudad y, por tanto, a la necesidad de un mayor orden citadino. De nuevo la cultura popular reflejó este deseo de orden. En películas como Vengador Anónimo (1974, 1980, 1985, 1987 y 1994), con Charles Bronson, se presentó al metro como un lugar de violencia e inseguridad, en el que los ciudadanos sólo podían estar seguros a través de mecanismos de justicia privada. Dada la incapacidad de la policía para hacer frente al delito, surgieron formas de vigilancia que buscaron recuperar el control de la ciudad.

Como consecuencia de este estado de cosas, surgieron en Nueva York y en otras ciudades de los Estados Unidos una serie de políticas destinadas a fortalecer el control policial, a dotar a la policía de poderes especiales para que recuperara ese control y para que garantizara el orden social. Esas políticas, denominadas de "tolerancia cero", fueron acompañadas de prisión obligatoria para delitos leves -que se consideraron graves por ser la puerta de entrada al delito-, de reformas barriales con el fin de eliminar sujetos y clases consideradas peligrosas, de prohibición de comportamientos que afectaban el orden social -como la bebida en la calle-, en fin, políticas que asociaron el delito al control de la ciudad.

Estas políticas tuvieron mucho éxito en los Estados Unidos y fueron exportadas a Europa y a América Latina, convirtiéndose en el modelo aplicable en situaciones de desorden social. Sin embargo, en ellas se cayó en un uso populista del miedo. Se invitó a las personas a tener miedo del otro, se impuso un uso no democrático de la ciudad y se avanzó hacia una creciente privatización del espacio público. Los jóvenes fueron objeto de este tipo de medidas, porque se consideraron como la principal causa del desorden social, a pesar de que está comprobado que no son la principal fuente de delitos.

Y luego, la víctima

Al lado de estas medidas surgió el discurso de la víctima como sujeto de protección del sistema penal. La vieja victimología buscaba entender las condiciones sociales por las cuales una persona era victimizada con la comisión de un delito. La nueva victimología abrió el proceso penal para las víctimas. Con el fin de dotarlas de posibilidades de superación del pasado, se les abrió el espacio del proceso penal para que su relato fuera oído por el sistema y para que se tuviera en cuenta al momento de imposición de la pena. Desde este punto de vista se entendió que la víctima sólo descansará si se aplican penas máximas de prisión, que su misión es lograr la máxima pena para el delincuente, y que cede la venganza privada a cambio de la justicia máxima que impone el sistema penal. El movimiento de víctimas de Estados Unidos surgió como consecuencia del asesinato a manos de Charles Manson y de su grupo de la actriz Sharon Tate en 1969. El movimiento fue el resultado del miedo generado por los actos de Manson. Luego, frente a nuevos acontecimientos graves, surgieron nuevas leyes -como la ley Megan de 1994- que buscaron reducir los derechos de los procesados y de aumentar su estigmatización. Dentro de este marco se creó el registro de culpables de delitos sexuales que sirvió de base para el muro de la vergüenza que se quiso implantar en Bogotá.

Cabe preguntarse sobre la efectividad de unas medidas que no han reducido el delito; que han aumentado de manera alarmante el número de personas en prisión -más de dos millones- y el número de personas controladas por el sistema penal -más de cinco millones-, que no han hecho a las ciudades más seguras, pues el número de quejas por abuso policial creció y la marginalización de ciertos colectivos se hizo más evidente; y que llevaron a actos como la detención por motivos de raza -que se denomina racial profiling y que coloquialmente se llama DWB, Driving while Black- que aumentaron la sensación de inseguridad entre los colectivos más vulnerables.

Sabemos que las políticas de mano dura y de tolerancia cero no han sido eficaces en la reducción del delito, y no conducen a un aumento de la seguridad ciudadana, por lo menos no más que otras políticas menos restrictivas. Si sabemos todo eso, ¿para qué se buscan mecanismos e instrumentos cuya ineficacia está comprobada?

Mano dura y huída hacia el derecho penal

La cuestión de la seguridad ciudadana se ha convertido en un tema central en los últimos años en América Latina. Como consecuencia de las reformas neoliberales que se impusieron en la región en los años 90s, se criticó la efectividad del sistema penal y se plantearon reformas que tenían como objetivo final la reducción del Estado. Mientras en la década del 60 se señaló la necesidad de un sistema de justicia eficiente para garantizar la cohesión social rota con "la violencia", en la del 90 se habló de un sistema de justicia eficaz y eficiente para hacer al país más competitivo a nivel internacional y garantizar así la inversión extranjera.

Dentro de este contexto se enmarca la necesidad de hacer más eficiente al sistema de justicia penal en el control del delito. Por una parte se promueven reformas que apuntan a que la justicia haga de manera más rápida su trabajo y a que la sanción penal sea más expedita. La reforma al proceso va acompañada de la centralización de la negociación de la pena, lo que hace que el proceso proporcione una simple sensación de eficiencia, pues en casos difíciles la duración es más o menos similar a la del modelo anterior.

Pero al lado de estas reformas llegan otras que apuntan a un mejor control de la ciudad y a una mayor criminalización de los delitos leves. El delito callejero es atacado con dureza y se produce un incremento exagerado de la presencia de personas en la cárcel, con el consecuente colapso del sistema y la imposibilidad de hacer frente de verdad a la criminalidad. Al igual que en Europa y en los Estados Unidos, los políticos encontraron que el delito y el delito callejero son susceptibles de manipulación para generar miedo en la ciudadanía, y por ello, para lograr su apoyo, proponen políticas de mano dura y mano súper dura frente al crimen.

Las políticas de incapacitación y de tolerancia cero son importadas de manera acrítica a la región. Ellas generan una sensación de seguridad en la medida en que se crea una sensación de inseguridad. Los medios de comunicación desarrollan una tarea constante de producción de miedo, mostrando un supuesto aumento del delito, creando un temor constante en la ciudad y, a la vez, señalando la ineficacia de las medidas existentes para enfrentarlo. Y, al lado, se habla de la víctima como la gran abandonada del derecho penal, y se conversa acerca de la necesidad de aplicar medidas similares a las de Europa y los Estados Unidos con el fin de hacer frente al delito y a los delincuentes.

El resultado de estas estrategias de control es un mayor uso del sistema penal, mayor uso de la prisión y un creciente descontento con las políticas de control del delito como el que actualmente existe. Dentro de este marco de politización populista del sistema y del derecho penal surgen ideas como las del muro de la vergüenza y la de la cadena perpetua para los violadores y asesinos de menores. Los promotores de estas iniciativas deben saber que tales medidas son ineficientes, que no previenen el delito y que sólo producen mayor violación de los derechos. Si sabiendo eso las siguen proponiendo es porque su fin no es el control del delito sino el del uso populista del derecho penal. Dicho de otra forma, su fin es el de valerse del populismo del miedo para fines meramente electorales.

La decisión de la Corte Constitucional debe ser el pretexto para una reflexión sobre la política criminal en Colombia. Al contrario de lo que afirmaba el candidato a Fiscal General de la Nación, Jorge Aníbal Gómez, en Colombia sí hay una política criminal. El problema es que no es lo suficientemente democrática y que está basada en el miedo de la ciudadanía. Se trata de una paradoja que produce miedo para reducir el miedo, para mitigar la sensación de inseguridad. Quiero decir, esa política crea el temor al delito para adoptar políticas que apuntan a ese temor pero sin tocar la materialidad o las causas del delito mismo.

* Investigador Campus per la Pau, Universitat Oberta de Catalunya; Grupo COPAL, Universidad Nacional de Colombia. faridbenavides@gmail.com

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