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País–víctima

Escrito por Mauricio Puello
mauricio puello

Mauricio PuelloLa figura de "la víctima" en Colombia forma parte del paisaje nacional. Hay víctimas que sirven intereses, otras que permiten lavarse la conciencia y otras que no son víctimas pero viven de hacerse. 

Mauricio Puello Bedoya*

 

Los recientes desastres naturales que a lo largo del territorio nacional han afligido durante  meses a cientos de miles de ciudadanos colombianos, todos ellos previamente sumergidos en todo tipo de pobreza, han potenciado entre nosotros, de un modo insospechado, la familiar figura de la víctima.

Esa es una categoría ciudadana (casi un género, una subespecie, o acaso un estado mental orgullosamente colombiano) a la que ya querría pertenecer, en algún momento de su vida, el cincuenta por ciento de la población aún no incluida en los beneficios de afiliarse a tan exclusivo círculo.

En efecto, más allá de la indiscutible reverencia y solidaridad que merece en su infinito sufrimiento y desconsuelo la población colombiana afectada hace poco por  inundaciones y derrumbes, es claro que hay personas que han advertido con oportunismo la llegada del desastre, fomentando con ello un proyecto cultural iconoclasta y abusador, ya centenario, en torno a la figura de la víctima. De lo primero ya se ha escrito mucho, de lo segundo, más bien poco.

Juiciosamente cuantificadas por numerosos estudios históricos, precolombinos y posmodernos; convenientemente identificadas (hasta la borrachera) por los medios de comunicación y nuestras leyes, de leyes, de leyes de la Republica; y suficientemente capitalizadas por políticos, empresarios y agencias de cooperación internacional, sin embargo la sobreabundancia de víctimas que por estos días atesora el país (una verdadera subienda), aún constituye una ocasión de oro para aproximarnos, con una óptica mucho más alentadora que la cultivada por la Cruz Roja y la Dirección Nacional de Prevención y Atención de Desastres, a valorar un potencial social de incalculable provecho para la identidad nacional.

De tal importancia es la contribución que difícilmente podrían el café, la cocaína o René Higuita (figuras no necesariamente relacionadas entre sí, que yo sepa) superar a la víctima como la celebridad que actualmente es, en el repertorio del patrimonio tangible e intangible de la nación colombiana.

Según la Real Academia Española (RAE), la palabra víctima tendría por lo menos cuatro acepciones, a saber:persona o animal sacrificado o destinado al sacrificio; persona que se expone u ofrece a un grave riesgo en obsequio de otra; persona que padece daño por culpa ajena o por causa fortuita; persona que muere por culpa ajena o por accidente fortuito.

Sin embargo, excepto por aquello de ‘persona o animal', ninguna de las definiciones parece ajustarse a la amplitud significacional y a los múltiples usos prácticos que suelen tener las victimas en Colombia; especímenes cuya capacidad de mimesis y adaptación, sorprende.

Sobra decir que para un colombiano disponer de una víctima constituye una auténtica señal de ventura, trátese de un desplazado, de un quemado con cocinol o, en el peor de los casos, una persona con una pública limitación física; mucho, muchísimo mejor, si viene acompañada con alguna deformidad, ojalá de aquellas que producen de inmediato en la concurrencia urbana, un ceño fruncido y un nudo en el estómago, hasta que finalmente (y manteniendo el retiro de la mirada apabullada) se ejecute la esperada ofrenda:un billete de grueso calibre, o monedas varias. Momento para el cual el escalofrío y la culpa habrán consumado el atraco.

Y víctima que victimiza, tiene cien años de perdón (si es que algún día hace falta).

Y en el caso extremo de que la providencia nos niegue el disfrute de la cercanía de una víctima (una contingencia bastante improbable por estos días) la sugerencia es no desesperar, y más bien considerar el rutinario plan "B" colombiano: recurrir al arrendamiento, a muy bajo costo, por cierto.

Trueque callejero entre engendros humanos, muy popular en nuestras ciudades; práctica que, si bien por lo pronto se efectúa en las fronteras del mercado negro, habría que seguir luchando por legalizar, pues, en el marco de una posible bolsa de valores es previsible que las numerosas transacciones generadas por la demanda de víctimas sean tan o más significativas que las desencadenadas por el comercio de esmeraldas, un negocio que tampoco pasa por el sistema tributario.

Pocos fenómenos sociales hay sobre la tierra con la suficiencia para congregar y emocionar como la que tienen las víctimas. Y tan claramente tenemos identificado en Colombia ese plus, que no sólo hemos logrado constituir en torno a la víctima toda una estrategia de desarrollo nacional, sino la perfecta marca para nuestro coro preferido: "la humanidad entera, que entre cadenas gime, comprende las palabras del que murió (…)", que si en una cruz, una fosa común o una inundación, es lo de menos.

Sólo las víctimas han podido disponer de la magia para lograr, por primera vez en la historia, que un Presidente se comprometa a realizar en el Caribe colombiano las inversiones que Juan Manuel Santos ha dispuesto recientemente para la región; con el mismo consabido argumento: la debacle y sus víctimas son (cómo no) ‘una oportunidad', un regalo del Dios.

Un ejemplo paradigmático del exitoso, y ya imparable ascenso de nuestra gestión pública hacia la reivindicación de la figura de la víctima, como parte fundamental de nuestro proyecto de nación, fue aquel inolvidable momento en que el ilustre Ernesto Samper asumió el reto de crear en Colombia el primer Ministerio de Medio Ambiente del continente. Esfuerzo que no hizo con el propósito de concretar (ni que fuéramos bobos) un modelo de prosperidad colectiva, cimentado en las riquezas ofrecidas por nuestra condición de quinta potencia mundial en biodiversidad, sino con la astuta ambición de extorsionar a las grandes potencias por el saqueo de nuestros recursos. Que paguen, aunque se los sigan llevando, era (y es) la avispada consigna.

Algo no muy distinto a la pierna gangrenada que un ya inmortal sujeto, cómodamente aposentado en su desgracia como si estuviese en las playas de la Côte d'Azur, nos muestra con desparpajo desde un andén de la carrera séptima, mientras le llueven limosnas, no importa la buena o mala voluntad del abastecedor.

Pero perdonen mi inconsciencia e indebido escrúpulo, al denominar ‘desgracia' al miembro infecto del ciudadano en mención, cuya verdadera desgracia sería contar con una buena salud. Fatalidad que ha logrado capotear, velando y humedeciendo con dedicación cada mañana, el pus de su epidermis. Toda una obra de arte, digna de un performance (¿no lo has pensado, Liliana? Te sugiero formular un proyecto en torno al tema, ahora que comienzas a gozar de tu flamante y merecidísima beca Fulbright. Y ojo con los créditos).

Pero estarán de acuerdo conmigo en que, para personificar con la profundidad y convicción que requiere una víctima, nada mejor que la inigualable ‘viveza' e inquebrantable ‘verraquera' colombiana.Y si en algún momento del proceso nos sorprendiera un ataque de conciencia o dignidad, mi consejo es doble: en principio resistir y luchar contra ese infame demonio, bellacamente empeñado en hundirnos en la pobreza; para inmediatamente, y como un resorte, preguntarnos: ¿se vive de la dignidad?

Preciso momento en el que nos envolverá un profundo y liberador suspiro, y sin ningún sonrojo, recurriendo a nuestros más nobles ancestros, responderemos la brutal pregunta: no, definitivamente no, la dignidad no nos sirve de nada.

 

Arquitecto con estudios doctorales en urbanismo, énfasis en simbólica del habitar. Blog: www.mauronarval.blogspot.com

 

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