Reflexión tejida en torno a la experiencia personal y social de la drogadicción: una metáfora que explora el consumo –todos los consumos–, entendido como una intoxicación colectiva que manipula nuestra voluntad, orientándola hacia el éxtasis de un arquetipo juvenil puramente ideal y deshumanizado.
Mauricio Puello Bedoya*
El nudo humano
Me quiero referir aquí a un tema que parecía central –pero que no lo fue– en el desarrollo de la VI Cumbre de las Américas: las drogas sicoactivas. Un ámbito en el que adquirí alguna experiencia práctica, durante la infinita década en que mi circunstancia de músico me otorgaba licencia para ejercer de soberano peregrino de la noche. Itinerario por el que no siento hoy el más mínimo orgullo, admitiendo eso sí, que los caminos transitados terminan configurando nuestro ser.
De manera que las siguientes declaraciones me involucran personalmente, atribuciones que también parece tener el presidente Juan Manuel Santos, entre otros millones de feligreses en el mundo, quedándonos por precisar la cuantía y periodicidad de las ingestas a las que se refería el mandatario, cuando nos confesaba –a lo Clinton, y en medio de la campaña electoral– que en su juventud él también había ‘probado’ la marihuana (sic).
Al margen de ojeras y trabas varias, la hipótesis que intentaré desarrollar en el presente análisis es que en las variantes prohibicionistas, regulatorias o legalizadoras que hoy se barajan para el manejo del fenómeno de las drogas en el mundo, se sigue apuntando a soluciones burocráticas y mercantiles que resultan no sólo paliativas, sino francamente impostoras, al dejar de lado las justas dimensiones humanas del problema. Y al decir humanidad decimos poder, control, un fenómeno mucho más exigente en su dibujo que los híspidos diagramas del plusvalor.
Variaciones alrededor de una cárcel
En vista del fracaso del prohibicionismo, defunción que los expertos deducen de cifras como las consignadas en el Informe Mundial de la ONU sobre Drogas (2011), se nos ha ofrecido la regulación como una alternativa tutelar y misericordiosa de última generación, de comprobados éxitos en Holanda mediante la aplicación de la reconocida política de ‘reducción del daño’.
Opción clínica y terapéutica que ha persuadido a Estados Unidos de formular la versión último modelo de su Estrategia Nacional para el Control de Drogas (2012), en la que se subraya el tratamiento de los adictos como enfermos, y no como delincuentes. Trasladando así el imaginario punitivo de las drogas, de un ciudadano fugitivo y criminalizado, a otro moribundo y perforado por las hipodérmicas.
En su esfuerzo por arbitrar entre la salud pública y la seguridad nacional, Estados Unidos ha decidido transferir el problema, del sistema penal y carcelario al sistema hospitalario; aunque los forajidos sigan produciendo y distribuyendo, las multinacionales farmacéuticas y de armamentos aprovisionando, los bancos lavando, y los ciudadanos consumiendo. Con la fundamental diferencia de que la prisión final del adicto no consistirá esta vez en el habitual calabozo, sino en una antiséptica habitación de hospital.
Iniciativa que inmediatamente el Senado de Colombia —ese mismo país que confrontó valientemente al mundo con su invitación a discutir la legalización final de las drogas— ha decidido remedar dócilmente, aprobando con diligencia el proyecto de ley que reglamenta la dosis mínima y la hospitalización de los adictos.
¡Cómo me gustaría escuchar a Noam Chomsky!, que aún pelea por nosotros y desde 1993 ya le decía al mundo: “el adicto en un barrio marginal de Boston no consume por vicio, sino porque carece de opciones” [1].
Sin embargo, la variante regulatoria que nos ofrecen no difiere en nada de la tradicional estigmatización del último eslabón de la cadena de intereses narcóticos: el ciudadano. Disposición en la que se revela un doble rasero del poder:
- Por un lado, se está perpetuando la cortina de humo de la satanización y de la moralización del problema, discurso que tantos rendimientos electorales ha traído a los políticos.
- Fumarola prohibicionista que se complementa con la promesa de salvar al adicto de sí mismo, advirtiéndonos, en todo caso, que es él, y sólo él, el culpable de su autodestrucción. ‘Esto es una democracia, somos libres’, nos esputan a cinco centímetros del rostro.
Torrentes orgásmicos
Empero, la verdad verdadera es muy otra. En principio habría que decir que la problemática de la droga está enquistada en la naturaleza misma del capitalismo post–industrial y su necesidad de masificar el consumo.
La estimulación sicoactiva no recae, pues, sobre el estricto rango químico del objeto pastilla, hierba o polvo que nos coquetea al frente, como repetidamente se nos manifiesta, sino en los términos de funcionamiento del fenómeno del mercado, que para estimular el consumo deberá recurrir a la manipulación de las energías humanas más básicas, aquellas capaces de suscitar entre nosotros desinhibición y euforia.
Habitamos en una sociedad sobrexcitada. Las drogas son apenas un porcentaje mínimo del desmayo general y endémico.
Foto: radiomacondofm.blogspot.com
Un tipo de obligatoria servidumbre narcótica, antes de sumergirnos, incautos y desamparados, en las promesas lumínicas de los casinos, lenocinios y subastas que conforman la verbena del capital.
Habitamos en una sociedad sobrexcitada donde las drogas son apenas un porcentaje mínimo del desmayo general y endémico, al que nos somete un poder que opera en la dimensión de la economía sexual (tema suficientemente explorado por la Escuela de Frankfurt); desde donde se ejerce control sobre nuestras pulsiones erótico–tanáticas, y, en consecuencia, sobre las industrias más jugosas del mundo: el sexo, las armas, los espectáculos y los estupefacientes. La consigna es: “si logras que se ría o se masturbe, ya estás en su billetera”.
Y claro que será fácil culpar a ese individuo animalizado y genitalizado como el indiscutible culpable, de experimentar pública y descontroladamente con sus más recónditos y oscuros instintos. Un torrente irracional y orgásmico previamente promovido, computado y dirigido desde las refinadas estrategias del neuromarketing corporativo [2], a cuyo influjo un sujeto desintegrado y vulnerado no tiene ninguna posibilidad de resistirse.
Reducido a un manojo de emociones delirantes, después de gozar y ser gozado sin clemencia vegetará por unos segundos, antes de volver a la irrefrenable y lujuriosa montaña rusa.
Trabajen, bailen, peleen…
Y en medio de la intoxicación general, se nos ofrecen tres simpáticas soluciones: la primera es producir al máximo, ojalá fijos los ojos en la pantalla del computador y del iPhone; la segunda es divertirnos, experimentar intensamente la chispa de la vida, náufragos de los carnavales de Baal o de la opacidad de las discotecas. Y si definitivamente usted no logra afiliarse a ningún eslabón del mencionado circuito, ciertamente pertenece a la exclusiva tercera opción psiquiátrica, porque, no lo dude: usted, sépalo o no, está espantosamente enfermo, urgido de una sincronía psicosomática que le permita deponer –como el rayo de luz amnésica que usaban los ‘Hombres de Negro’–, cualquier rastro de dolencia o de confusión mental que le impida afrontar con optimismo el nuevo día laboral. Y sin hacer preguntas, zámpese su antidepresivo genérico. Y quítese esa cara de atolondre, que lo estamos filmando.
Pendulando sin descanso entre el arrebato y la postración, entre el agotamiento laboral y Disney World, nuestro ambiente es cada día más bipolar. Perseverante trabajo de tensión creciente de la personalidad, al cual los emporios se han consagrado con convicción, acostumbrados a no consentir comportamientos grises, y resueltos a sostener su promesa de mantenernos en el límite de la desintegración narcótica.
No obstante, no se conseguirían los niveles de competencia y exigencia que nos impulsan al éxito en la era global, si no se adicionaran a las altas dosis de hipnosis y de anestesia generalizada, sentimientos colectivos de mutua desconfianza y animadversión. Como en las peleas de gallos o perros, donde los gladiadores expuestos a severos estímulos adrenalínicos deberán enajenarse completamente del entorno, enfrascándose en el único objetivo de odiar al contrincante, hasta abatirlo. Aunque nunca sepan por qué, ni conozcan el premio final por autodestruirse.
Una maquina hormonal
El fundamento extático del mercado depende necesariamente de la carga hormonal que su matriz financiera pueda asimilar y administrar; razón por la que ha escogido con acierto el arquetipo juvenil como ideal de existencia humana. A lo que deberemos sumar un natural desprecio por la vejez, y la total desestimación de la experiencia como un capital invaluable de la sociedad.
Estacionados en la frivolidad de un permanente aquí-y-ahora sin volumen histórico (una facultad inmediatista, propia de las rutinas drogadictas), desde el siglo XX los jóvenes han logrado sustituir a la figura paterna como protagonista público, tal como lo anuncia Octavio Paz en Tiempo Nublado [3].
Y en efecto: sin arraigo y empapados en secreciones, desde mayo del 68 los jóvenes han emprendido en firme su novel reinado, empujados cada vez más tempranamente a los abismos del rendimiento laboral y el posicionamiento social, posando con soberbia la corona de Woodstock y el estandarte de Donald Trump que reza: “Miss Consumo”.
En el ambiente embriagador y electrizante en el que nos incrimina a todos la era jovial, entre el botox, la silicona, y la exhibición pública del blanquísimo trasero de Antanas Mockus (siempre más fidedigno que la farandulera cola granulada de Jessica Cediel), nuestras vidas yacen expuestas a los fogonazos visuales, a la enfermiza afición por el escandalo y la espectacularidad.
Y mientras la vergonzosa vejez prefiere el sentido del oído, la suave reverberación de la vanidad del mundo sobre las aguas vividas, la comunidad hormonal progresa en cacofonías y mugidos mántricos y pulsionales, sonidos tan groseros y anodinos en sus estructuras y letras, como lo requiere una humanidad encaminada a la involución genital.
La alternativa sagrada
En Escritos Corsarios, Pier Paolo Pasolini anota que a partir de la Revolución Francesa la sobrevivencia del Vaticano dependerá exclusivamente de su capacidad de funcionar como una empresa cualquiera [4]. Transición que Lutero, precursor de la democracia moderna, prefigura con la Reforma cristiana.
La irreversible impronta comercial vaticana, junto a la mundialización progresiva del mercado, facilitarán la gestación de nuestra actual confusión entre el éxtasis místico y la experiencia afrodisiaca de los supermercados: aposentos tan amados por Gilles Lipovetsky, y que nosotros frecuentamos semanalmente (que ojalá fuese a diario) con la obscena expectativa de estar accediendo al desenfreno de una orgía.
![]() Desde mayo del 68 los jóvenes han emprendido en firme su novel reinado, empujados cada vez más tempranamente a los abismos del rendimiento laboral y el posicionamiento social. Foto: helenasubirats.blogspot.com |
Pero la cofradía del consumo supo asumir muy pronto su papel clerical, dedicándonos desde sus templos comerciales numerosas y diversas opciones ritualísticas y orativas, ante los pródigos altares de Superman y McDonald’s, entre otras idolatrías y fetiches.
La solución, si la hubiere (y tengo algunas inconfesables ideas al respecto), pasa por el empoderamiento del individuo frente a sí mismo, tal que quede habilitado para participar directamente en los combates que se libran por el control de sus propias emociones, escenario donde ha sido precisamente el gran ausente.
Y sin embargo, desde la deseable consciencia y autonomía que pueda alcanzar el ciudadano dignificado, se podrá comprender que en la diligencia del mercado por custodiar y canalizar la frustración colectiva, se esconde el intento de dilatar un proyecto humano poderoso, lejanamente divisable desde nuestra jungla lujuriosa y somnífera: el ensueño de ser dioses.
Así la batalla se ha trasladado, de la calle del Bronx —donde la noticia es una trifulca esquinera entre cadavéricos toxicómanos y jíbaros con puñaleta—, al satinado y hermético domicilio donde el Señor de los Anillos, sin micrófonos, ni ley, ni un disparo, pervierte y profana metódicamente nuestros órganos, con el manifiesto propósito de robarnos finalmente el alma.
* Arquitecto, con estudios doctorales en urbanismo.
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