Elogio del infortunio: La periferia central (Primera parte) - Razón Pública
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Elogio del infortunio: La periferia central (Primera parte)

Escrito por Mauricio Puello
mauricio puello

mauricio puelloLas culturas periféricas – como la latinoamericana – han recorrido un largo periplo hasta regresar a sí mismas, enriquecidas por la memoria de sus vínculos contradictorios con Occidente.

Mauricio Puello Bedoya*

Relatividad del centro

La pregunta acerca del largo y lento proceso en el que se decantan los hábitos que finalmente terminan por configurar una cultura, ha cambiado sustancialmente su tesitura en el mundo global.­ 

Con particulares repercusiones para culturas periféricas y con tendencia a la segregación como las nuestras (adjetivos a discutir, es lo que proponemos en la presente reflexión), que para entenderse a sí mismas están obligadas a recurrir permanentemente a la historia europea (tan extraña como cercana, pero en todo caso un centro del que participamos), y a las directrices del pensamiento que desde allí continuamente se produce. 

Conformándose así una relación de sumisión revestida de democracia intelectual global, proyecto en el que creemos, pero será tal cuando logremos desertar del oficio de febriles receptores periféricos, resueltos a establecer desde nuestras propias coordenadas históricas, un tipo de ‘centralidad' que nos permita ensayar ángulos inéditos de la realidad, de toda la realidad, principalmente de la nuestra, que hoy no sólo parece explicarse verazmente desde otras latitudes culturales, sino que desde allí también suele regentarse. Y si alguna duda teníamos al respecto, bástenos con leer los humillantes cables emitidos desde la Embajada norteamericana en Colombia, difundidos por WikiLeaks, donde ha quedado tristemente evidenciado el categórico arrodillamiento del país a los dictámenes extranjeros. 

La demanda de mayor ‘centralidad' (capacidad de influencia y atracción) que la multipolaridad global solicita a las culturas contemporáneas, ha desplazado la noción de ‘cultura' del tradicional campo de la modernidad ideológica, al fenomenológico y simbólico de la física y la hermenéutica, dimensiones que quizá encuentren su mejor interpretación en la teoría del campo o en el simbolismo del centro, antes de pasar a verificarse en los porcentajes del PIB. 

Del centro emana el poder gravitatorio que mantiene unido al electrón, la psiquis, la selva, la rosa, la galaxia, y también a la cultura, fenómenos que separados de la irradiación centrípeta, se desintegrarían. Función que en mundo social cumplen Londres, New York, Tokio, Paris, Berlín, Los Ángeles, centralidades que en un grano más fino de definición se diversifican a su vez en intrínsecos centros y periferias (autopoiesis, le llaman), y en cuyas órbitas las comunidades globales han instaurado mecanismos de peaje, y estaciones de expedición de salvoconductos y diplomas de suficiencia y legitimidad. 

Seguimos viviendo, pues, en un hábitat amurallado, sitiado por el mismo afuera medieval agreste, inculto, supersticioso y potencialmente subversivo, y que hoy bien puede ser México, Palestina, la manada de turcos en Berlín o de magrebíes en Barcelona. 

¿Se nos ha ido la mano? 

Lo dijo Roland Barthes: ‘el centro es el lugar del otro' [1]. Es decir, de aquel en quien anhelamos convertirnos porque, suponemos, algo esconde de nosotros; algo que nos han robado en algún momento de nuestra vida, y sin lo cual permanecemos incompletos. 

Ir al centro es un tipo de retorno a nosotros mismos. Completud que en todos los casos, y extrañamente, mientras nos va colmando parece dejarnos más incompletos y alejados de nosotros mismos. Hasta que en la figura de ese otro se nos vaya revelando un yo-mismo, cuya culpa, falta, vergüenza o herida personal, esperábamos silenciar con un simple desplazamiento (tan fácil como tirar una fastidiosa botella por la ventana de un autobús en movimiento, un gesto grosero, además de inoperante). 

Así nos educamos en la desilusión (cada día más cruda y nuestra) de un alivio. Mansamente acostumbrados a vivir con un hueco en el corazón, terminamos por llamarle a ese penoso desconcierto ‘realidad', lo que somos. Mientras nos resistimos a consentir que no hubo un otro (artificio con el que quisimos abandonar la batalla que nos toca), y tampoco un desplazamiento: nunca nos hemos movido de aquí. 

La energética del centro es la memoria, materia prima de un poderío que se concreta en la posesión monopólica de la historia de la psiquis (noogénesis), y, por tanto, de la máquina universal de asignar representatividad y nombres propios. Un tipo de Registraduría Planetaria cuya proteína esencial es la captura de memoria ajena, la nuestra, que después se nos devuelve ‘mejorada', ‘verdadera'. 

Opinión sin duda incompatible con las esgrimidas recientemente por Andrés Oppenheimer, que en los comentarios a su último libro, 'Basta de historias', ha señalado en la permanente disposición de los latinoamericanos a historizarlo todo, a buscar inútiles explicaciones en el pasado, la fuente principal de nuestras miserias y torpezas para conseguir una definitiva proyección al futuro (‘se nos ha ido la mano', dice). 

Un interesante enfoque de fundamento economicista, en el que el periodista ignora, sin embargo, la naturaleza propia de los fenómenos culturales, en los que la reclamación de pasado constituye, precisamente, la prueba fehaciente de una ambición colectiva por asegurar y dimensionar una plataforma temporal futurista, tal sentido de centralidad congregadora que nos autorice a empinarnos sobre el horizonte. Plataforma sin la cual estaríamos obligados a vivir en la horrorosa dictadura del futuro y el desarrollismo, en la que efectivamente hoy nos precipitamos, mientras concedemos nuestro poder nemónico. 

Una privación que en su condición hebraica Oppenheimer naturalmente no ha experimentado, considerando que aún sin territorio propio la diáspora israelita supo (y sabe) llevar siempre consigo su memoria, la fuerza de su centro, como el tótem de las tribus nómadas.

Ahora bien, en cambio de renegar del persistente y admirable intercambio de lenguas, técnicas y costumbres humanas, que jamás se ha detenido ni se detendrá en su camino hacia la síntesis global; o de prescindir de nuestra innegable impronta occidental (negarlo a estas horas no sería más que aislarnos y sumirnos en una animadversión autodestructiva), los latinoamericanos estamos obligados a comprender, como condición de futuro y centralidad, la génesis de occidente con más detalle, cobertura y pasión que lo haría un europeo. 

Es lo que hizo Atila para acceder a Roma: asimilar completamente la supremacía del imperio, estremecerse bajo el aire ligero de su sensualidad, imaginar la totalidad de su estructura, mentalizar su vigor, antes de poseer su corazón desde adentro. 

Complementario al futuro a ultranza que nos propone el columnista del Miami Herald, nuestra tarea centralizadora requiere un doble esfuerzo en dirección al pasado: primero arrebatarle al otro del centro lo que tiene de nosotros (una labor psíquica y simbólica, antes que invasiva o belicosa: la guerra de Atila hoy es informacional y simbólica), al mismo tiempo que nos ratificamos en la periferia que somos, memoria que el otro ambiciona supeditar a su monopolio identificatorio. 

Luego no es que ‘se nos vaya la mano' en historizar, sino que aún no hacemos lo suficiente para centralizar la servidumbre periférica, un ecosistema persistentemente inducido al retraimiento y el olvido. 

Las fronteras culturales, fuentes de creatividad  

Y sin embargo, ¡bendita seas tú, periferia!, donde la vida muestra su nervio, y la tragedia y la desventura han madurado lo nuevo de la filosofía, de la mística, de la música y el arte, de las transformaciones sociales y políticas. Apremio insurrecto y creativo que el centro está impedido para experimentar, esclavo de su profesión cortesana, en cuyos reglamentos se le exige completa identificación con la condecoración, y con la posesión de los dispositivos de control y escarmiento. 

El centro podrá consumir, capitalizar, hurtar, acuñar, certificar y direccionar la vitalidad periférica, pero jamás engendrarla. Así lo entendió el caído en desgracia John Galliano, diseñador acostumbrado a exponer en pasarela modelos enanos, viejos, obesos, travestis, enfundados en un arrume de texturas y colores venidos de las carencias marginales gitanas, indigentes: ‘¿por qué no dudamos de las tiranías de la belleza?', era su aspiración. Y también la del viejo Karl Buchholz, que a la extrañeza que causaba su insistencia en erigir un proyecto cultural en nuestro país, siempre respondía: ‘es que aquí están los problemas'. 

Y si problemas, entonces fricción, vehemencia, espíritu. Y el peligro inminente de quedar hipnotizados por el vértigo periférico, en cuya umbrosa fascinación (rostro inverso del perfil griego del centro), experimentamos un vicio superior a la heroína, que acaso sólo han podido transitar impunemente, seres invulnerables como Ulises, Alejo Durán, Fitzcarraldo, o el hombre fronterizo de Eugenio Trias. 

Peregrinaje del que existen evidencias: músicas y danzas como el mambo, el blues, el fado, el vallenato, el cante, el tango o la salsa, de los que gozamos hoy en elegantes y costosos bares y teatros, se han resuelto en míseros antros marineros, burdeles de penumbra urbana o áridos caminos sabaneros, convites de bandidos, chiqueros de negros, o suburbios de sátrapas hispanos en New York. Expresiones que han pagado con eternos años de desprecio y censura, la tardía llegada de una gratitud que en vida sus artífices nunca disfrutaron. 

La exuberancia periférica tendrá un lugar posterior en la historia, pero jamás un presente en los palacios. Mala señal, si así no fuera. 

Y mientras desde el centro (siempre con demora) se da comienzo a la recelosa labor de historizar y antropologizar los rastros que deja la vida, para asegurarlos herméticamente en registros de patentes o magníficos museos (factorías de la memoria hegemónica), en ese mismo transcurso los arrabales ya han mutado al rap, la champeta, el reggaetón, entre otros azarosos engendros, con los cuales, a falta de memoria, la periferia usurpa el futuro y acribilla a mordiscos su corteza. Pura barbarie y poder limítrofe, narrado bellamente por Nietzsche, ‘el iluminado', de la siguiente manera: 

"¿Qué le importan los contratos a quien puede dirigir, a quien es amo por naturaleza, violento en sus obras y sus actitudes? No se puede estudiar a tales seres; llegan como el destino, sin motivo, sin razón, sin ser esperados, sin pretexto; son como el rayo, demasiado terribles, demasiado repentinos, demasiado convincentes, demasiado diferentes como para poder odiarlos" [2]. 

Segunda parte: Elogio del infortunio (2) – Perspectiva periférica del narcotráfico y la guerra. 

* Arquitecto con estudios doctorales en urbanismo, énfasis en simbólica del habitar.

Blog:  www.mauronarval.blogspot.com

Notas de pie de página


[1] Ver Barthes, Roland. "La aventura semiológica". Edt. Paidos. Barcelona, 1993. 

[2] NIETZSCHE, Friedrich. "Genealogía de la moral". Alianza Editorial, Madrid, 1996.

 

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