Columna escrita a propósito del “III Simposio sobre el Trastorno Bipolar”, a realizarse en el mes de octubre en la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá.
Mauricio Puello Bedoya
Me ha conmovido el reencuentro con una amiga de juventud de la que estuve – como es deber de todo púber – profunda y secretamente enamorado. Tan dulce como antes, el rostro de mi amada ostenta, sin embargo, una desolación: ha sido recluida varias veces en clínicas psiquiátricas, después de diagnosticársele ‘Trastorno Bipolar' (TB), un tipo de afección de la personalidad que alterna períodos de depresión con otros de euforia o manía, "enfermedad" para la cual no hay cura definitiva, excepto el equilibrio parcial que pueden ofrecer las dosis permanentes de carbonato de litio.
Sorprendido e interesado por la singular y dolorosa historia de mi amiga, después de escucharla atentamente por largas horas, puedo decir que soportar la anomalía no le aflige tanto como el estigma de una sociedad donde la salud mental aún no participa del concepto de bienestar integral de las personas; adjudicándosele, incluso, el demoledor apelativo de "loco" a todo aquel que decide consultar a un psiquiatra o un psicoanalista.
A propósito de la difícil situación de mi compañera de adolescencia, he elaborado un texto escrito en primera persona, con las imágenes que ella me ha confiado con fervor (escrito que complementa uno que ya le entregué, con la tardía confesión de mi clandestino amor).
Yo bipolar
"Saber que padecía una alteración mental llamada ‘Trastorno Bipolar', no sólo me permitió descubrir que había estado gravemente enferma sin percatarme, sino que lo estaría hasta mis últimos días, irremediablemente.
Mi afección no tiene cura ni conduce, como sí el cáncer, a un estado terminal de deterioro físico. El mío es un padecimiento distinto y peor, una mágica desdicha que un día me corona de eternidad y otro de agonía. Como una minúscula espina enquistada en mi cerebro, su péndulo me acechará siempre en los recuerdos más remotos o en la ociosa contemplación de algún crepúsculo, preparando el asalto sobre mi última gota de sosiego y lucidez.
Sin duda ha sido un descanso entender que mis comportamientos, endilgados por el entorno familiar y social a un temperamento conflictivo y caprichoso, en realidad pertenecían a una patología conductual perfectamente prevista y delineada por la ciencia. Sin embargo, hay aflicción en mi alivio.
Me ha horrorizado descifrar, por ejemplo, la arbitraria frontera normativa que separa entre nosotros la cordura de la perturbación, y el peligro cotidiano que todos corremos como obligados transeúntes de la omnipotente burocracia de la mente.
He descubierto que en la potestad institucional de imputar demencia, prevalece una suerte de monopolio sobre la noción de persona, poderío que supera en infamia el dictamen de una pena de muerte, pues a cambio de no ultimar al inculpado, se le anula en vida, al arrebatarle su más íntima humanidad.
Para cada una de las personas en su momento diagnosticadas como TB, o enfermos mentales en cualquiera de sus acepciones, la sola eventualidad de padecer un trastorno mental constituye una acción de terrorismo psíquico tal, que comenzamos a sospechar de nuestros propios pensamientos, a desconocernos en lo que deseamos.
Degradada progresivamente nuestra capacidad de autonomía, sólo nos queda la postración frente a la dificultad de identificarnos con nosotros mismos; y la espera del desvarío, antesala del amarre o el enclaustramiento.
Inimaginable la determinación y fuerza de voluntad que se requieren para superar el estigma y disponernos a restaurar el malogrado sentido de la propia utilidad. Allí donde a ustedes las motivaciones más sencillas y vitales se les presentan espontáneamente, nosotros estamos obligados a perseguirlas y conquistarlas; allí donde ustedes atesoran un sueño seguro y profundo, nosotros estamos luchando contra el desvelo y la extrañeza.
Largo es el listado de personalidades que han aplicado a un patrón de comportamiento TB, todos ellos con un historial de intentos, consumados o fallidos, de suicidio.
Entre otros, pertenecen a esa inverosímil categoría de ser humano, comúnmente asociada a la minusvalía y al descrédito, Winston Churchill, Goethe, Virginia Wolff, Van Gogh, Hemingway, Graham Greene, Hermann Hesse, Swedenborg, Hölderlin, Henri James, Robert Louis Stevenson, Tolstoi, Berlioz, Handel, Mahler, Mussorgsky, Tchaikovsky, Charly Parker, Antonin Artaud, Baudelaire, Lord Byron, Emily Dickinson, T.S. Eliot, Edward FitzGerald, Victor Hugo, Cesare Pavese, Edgar Allan Poe, Pound Ezra, Dylan Thomas, Walt Whitman, Paul Gauguin, Jackson Pollock y, más recientemente, Peter Gabriel, Kurt Cobain, Axel Rose y hasta Ted Turner, confeso bipolar.
Reconocer en todos ellos a mis hermanos de naufragio, ha desatado en mí un rabioso potencial creador, y la decisión de consentirme una irrevocable irresponsabilidad: convertir el hallazgo de mi padecimiento en una ruta de fascinación poética y plástica; delirio que de otro modo no abrigaría.
En mi trayecto veo los raptos de Swedenborg, enfundado en el cometido profético que le impuso un irresistible Ángel, rostro luminoso al que una tarde de amena conversación le declaró: "…oí un ruido debajo de mi cabeza, era el tentador que se daba a la fuga".
Veo a Gaudí el asceta, recluido en su fastuosa plegaria de piedra, una catedral que no ha existido nunca, la interminable Sagrada Familia cuya belleza es mantenerse en ruinas. Veo a Marcel Proust por semanas quieto y en ayuno sobre su cama, desesperado por sentir en sus huesos la extinción, hasta que demacrado y radiante pudo volver a relatarnos, ahora sí, la auténtica estampa de la sombra. Veo la voluntad de dolor de Dalí, apretando con violencia y sangre los cordones de sus zapatos, atento a la flamante imagen levítica que emergería del desmayo. Veo el éxtasis de chamanes y escultores, al Cristo pregonero del amor, visionando un fraterno paraíso venidero…
Y todos ellos soy yo. Dementes y malditos, hemos rehusado la reverencia o el cómodo horror de ser admitidos por los otros, para abrigar la esperanza de un celeste espasmo que nos haga sentir, el ardor de una gloriosa luz sobre esta carne.
Firme en la posesión de lo que soy y seré, garantizo ahora a mis congéneres que no hay temor en la destrucción del nombre propio, ni en la amenaza de arrebato que nos declaran las tormentosas voces interiores. En nuestro pecho aguarda una intemporal semilla cuyo fruto es el sol, un Dios que los filósofos mataron hace más de un siglo, y en nosotros se resiste".
* Arquitecto con estudios doctorales en urbanismo, énfasis en simbólica del habitar. Blog: mauronarval.blogspot.com