Un perceptivo y balanceado análisis sobre los motivos y fuerzas políticas que llevarían a los votantes colombianos a aprobar o improbar lo que el gobierno y las FARC han convenido y podrían convenir sobre los puntos espinosos que faltan.
Carlo Nasi*
Decisión en marcha
Tanto el gobierno Santos como las FARC están empeñados en someter el texto de lo que se pacte en La Habana a la aprobación de la opinión pública.
En un sentido estricto -y como lo planteó el Fiscal Montealegre – Santos no tendría por qué acudir a la refrendación de los acuerdos. En el plano internacional no es común refrendar este tipo de acuerdos, y tampoco en Colombia se acudió a la ciudadanía para ratificar los acuerdos en los años noventa.
Santos cuenta con un mandato para firmar acuerdos de paz sin necesidad de ratificación de nadie.
Además, si las elecciones sirven de aval a un candidato y a su programa de gobierno, las últimas despejaron las dudas. Desde mediados de 2012 era de dominio público que Santos estaba adelantando negociaciones con las FARC. En las elecciones de 2014 los ciudadanos podían re-elegir a Santos, y así darle un espaldarazo al proceso, o darle el triunfo a Oscar Iván Zuluaga, quien afirmó claramente que suspendería (o rompería) las negociaciones. Por el hecho de haber sido re-elegido, .
Y sin embargo, aunque todavía no hay acuerdo sobre cuál mecanismo de refrendación sería adoptado, todo parece indicar que el gobierno y las FARC no darán marcha atrás en su decisión de someter el texto del Acuerdo final a la refrendación por parte de dos colombianos.
Este artículo se refiere al sentido, al contexto y a los riesgos de someter los acuerdos al constituyente primario ¿Qué razones justifican buscar una refrendación de los acuerdos y a qué reveses nos exponemos?
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Por qué refrendar el acuerdo
Las peculiaridades de Colombia justifican buscar una refrendación de los acuerdos. Antes de re-elegir a Santos, y en tres oportunidades sucesivas -las elecciones de Uribe en 2002 y 2006, y la de Santos en 2010- los colombianos votaron a favor de políticas de “mano dura” frente a las guerrillas. La opción de la paz negociada había sido prácticamente descartada por el electorado al ser considerada como inviable e indeseable (especialmente a raíz del Caguán).
Más aún: desde que Santos inició negociaciones con las FARC, sectores uribistas no han cesado en sus ataques, como si el gobierno estuviese empeñado en “entregar el país a las FARC” o en llevar a Colombia “rumbo al castrochavismo.” Por absurdas que sean dichas acusaciones, han calado en el inconsciente colectivo, como sugiere el hecho de que Zuluaga superara a Santos en la primera vuelta de 2014.
Dadas las contradicciones entre los colombianos con respecto al modo para alcanzar la paz y al precio que hay que pagar por ella, uno entiende que el presidente quiera acudir al constituyente primario.
Además una refrendación traería varias ganancias. Para empezar, los acuerdos ganarían legitimidad y no podrían ser descalificados como “pactos entre élites” (o sea entre el alto gobierno y los comandantes de las FARC). Los acuerdos, por así decirlo, se nacionalizarían y se democratizarían. Los acuerdos también saldrían fortalecidos: sería más difícil torpedearlos y más fácil ejecutarlos.
Justicia transicional
Lo anterior tendría implicaciones importantes para el tema espinoso de la justicia transicional. Si al refrendar los acuerdos los colombianos aceptamos que la paz tiene un precio, y que este incluye reducir al mínimo (¿o eliminar?) el castigo a las FARC, probablemente pocos estarían dispuestos a emprender una cruzada contra un pacto que refleja la autodeterminación de los colombianos.
Aunque la pretensión de las FARC de “blindarse” para no ser procesados por los tribunales es un tanto ilusoria (no hay blindaje perfecto y todas las víctimas están en su derecho de buscar justicia), hay condiciones políticas que reducen el riesgo de ser procesados judicialmente. La refrendación popular de los acuerdos es una de estas condiciones.
Algunos objetarán que no deberían refrendarse acuerdos en contravía de los tratados internacionales sobre verdad, justicia y reparación, pero me permito discrepar. Un texto de Leebaw critica la creciente inflexibilidad de las normas internacionales porque puede entorpecer las transiciones de la dictadura a la democracia y de la guerra a la paz. No es realista creer que se puede ganar por todo lado. ¿Acaso Pinochet habría dejado el poder si no se le hubiesen dado garantías de impunidad? O ¿qué ejemplos hay de guerrillas que nunca fueron derrotadas militarmente, negociaron la paz y acabaron en la cárcel por los crímenes cometidos?
Anteriormente la justicia era más sensible frente a los contextos políticos de transición. Planteaba la necesidad de obtener verdad y reparación cuando no era posible hacer justicia. Hoy en cambio la verdad y la reparación no se presentan como posibles sustitutos (claro, parciales e imperfectos) de la justicia: pretendemos avanzar en todos los frentes. Pero insistir demasiado en la justicia, especialmente en el corto plazo, puede hacer imposible el tránsito de la guerra a la paz.
Las normas son las que deben servir a los ciudadanos, no al revés. Si en su interpretación de hoy, las normas sobre verdad, justicia y reparación son un obstáculo infranqueable para la paz en Colombia, nos condenarían a seguir en guerra. ¿Acaso eso da alguna garantía de que en un futuro, tras la prolongación indefinida de este ciclo sangriento, “ahí sí” lograríamos verdad, justicia y reparación? Lo dudo. Las víctimas seguirían acumulándose y nada borraría de la ecuación ese factor incómodo o sea que hay un precio por pagar en el paso de la guerra a la paz.
![]() Los delegados de paz de las Farc en La Habana. Foto: FARC-EPaz |
Los riesgos
En Colombia serían estos dos: El de la desidia que nace de la sensación de que “poco está en juego”, y el que lo pactado quede a merced de la opinión pública cambiante y manipulable.
1. Si uno piensa que la paz de Colombia depende de ratificar los acuerdos de La Habana, es mucho lo que está en juego. No obstante:
- Si todos creyeran que seguir en guerra sería una hecatombe, los votantes acudirían en masa a refrendar los acuerdos de paz. Pero los gobiernos desde 2002 han logrado avances importantes de seguridad.
- Para el país urbano, que es mayoritario, la guerra es un fenómeno relativamente marginal, de zonas rurales y apartadas. Por supuesto, las atrocidades indignan a muchos, pero en tanto no “toquen directamente” a los votantes urbanos, estos pueden tener la percepción de que poco está en juego. Dado que los logros en seguridad han generado “suficiente paz,” para muchos refrendar los acuerdos puede parecer secundario.
Y es que además los temas en la agenda de negociación son pocos y no necesariamente buenos para entusiasmar a la ciudadanía:
- La reforma rural es algo que interesa fundamentalmente a los campesinos y es ajeno a las sensibilidades del electorado urbano.
- Tampoco creo que la ciudadanía perciba que hay “mucho en juego” en el tema de la participación política y los derechos de la oposición. Se puede estimular la participación política y elaborar un Estatuto de la Oposición que brinde mayores garantías, pero se trata de mejorar algo que existe (y no pasar de una ausencia total de participación y garantías, a introducirlas por primera vez).
- En cuanto a la droga, probablemente ni el gobierno, ni las FARC, ni el electorado honestamente creen que lo pactado equivale a la “bala de plata” para acabar con la producción y el tráfico de estupefacientes en Colombia.
- Y la reparación a las víctimas es un tema que concierne a quienes han padecido más directamente las consecuencias de la guerra. Incluso tomando el acumulado aproximado de siete millones de víctimas, no se puede suponer que todos votarían y que lo harían a favor de los acuerdos.
Quiero aclarar que considero que las reformas pactadas (incluso con sus ambigüedades y las que falta por decidir), pueden ser importantes para mejorar la calidad de la democracia, reducir la ilegalidad y avanzar en la equidad. Me preocupa aquí que estos no sean temas que muchos interpreten como prioritarios. Y la apatía constituye un gran riesgo: si pocos participan en la refrendación de los acuerdos, prevalecería la voz de minorías militantes, que serían los sectores más guerreristas o con más resentimiento frente a las FARC y el gobierno Santos.
Las normas son las que deben servir a los ciudadanos, no al revés.
2. Por otra parte está el riesgo de manipulación de la opinión pública.
Si quienes se oponen a los acuerdos logran convencer al electorado de que estos, más que servirle al país, favorecen a las FARC (al darles prebendas injustificadas en materia de impunidad y participación política), se magnifica el riesgo de que el gobierno y la guerrilla lleguen a un acuerdo, pero que este sea rechazado en un refrendación popular.
En síntesis, la refrendación popular de los acuerdos entraña riesgos. Si la idea es que sirva como instrumento para crear unidad nacional en torno al proceso de paz, el gobierno debe realizar esfuerzos ingentes para convencer a la opinión sobre la importancia de votar afirmativamente. Pero mientras no se definan los temas aún pendientes de la negociación, no es posible avanzar tanto.
¿Qué pasaría si en Colombia las mayorías rechazaran los acuerdos de paz? El antecedente de Guatemala es atípico: allí se llevó a cabo un referendo en 1999 que fracasó y no siguió la guerra. Eso ocurrió únicamente porque la Unión Revolucionaria Nacional no condicionó su desarme y desmovilización a que se refrendaran los acuerdos de paz. A menos que se repita el improbable escenario guatemalteco, aquí seguiríamos en guerra.
* Profesor asociado del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes. Las opiniones aquí expresadas son a título personal y no comprometen la posición institucional de la Universidad de los Andes.