Un análisis perceptivo de lo que está pasando en La Habana, de por qué el nerviosismo del gobierno, de cuál es el impasse del momento y de los riesgos que se están corriendo.
Carlo Nasi*
Foto: Mijotoba – Humberto de la Calle.
El descontento de Uribe
Despertar entusiasmo entre los colombianos sobre el proceso de paz con las FARC parece ser tan difícil como convencer a un niño de que la ensalada de remolacha con zanahoria es “realmente deliciosa.”
Las negociaciones se han desarrollado en medio de la incredulidad y la indiferencia de la mayoría de los ciudadanos, además de sufrir toda suerte de ataques por parte de columnistas y políticos de oposición.
Entiendo (aunque no justifico) las andanadas por parte de los uribistas: ellos lo hacen por sustracción de materia, porque en efecto no tienen de dónde más agarrarse para las elecciones que se avecinan. No pueden criticar a Santos por el modelo económico (dado que lo comparten), ni por el desempeño de la economía (que ha crecido), ni por el desempleo (que ha disminuido), ni por la firma de los TLC (que han apoyado). Tampoco tienen ideas particularmente distintas o novedosas en materia de salud, vivienda, educación, transporte, empleo o pobreza.
¿Qué les queda para diferenciarse? No mucho, fuera de revivir la estrategia que utilizó Uribe para su primera elección es decir, la de asumir una actitud pendenciera contra el proceso de paz con las FARC. Aunque hoy las condiciones son muy distintas de las de los tiempos de Andrés Pastrana (la seguridad se ha mantenido y Santos no ha repetido los errores del Caguán), los uribistas se apresuraron a descalificar las negociaciones como si fuesen una abdicación inaceptable de este gobierno.
La demora no es la crisis
Foto: Delegación de Paz Farc EP |
Lo extraño entonces es la falta de respuesta a aquellas críticas por parte del gobierno y de muchos columnistas independientes. Con el bajón en las encuestas y con la reelección en ciernes, Santos ha hecho varios llamados a acelerar las negociaciones, lo cual ha ocasionado nerviosismo y una sensación de crisis. Por su parte, varios periodistas ajenos al uribismo han tomado el proceso como una tula de boxeo, sin medir las consecuencias de otro proceso de paz fallido.
Por el contrario yo creo que el proceso de paz es defendible y que muchas de las críticas son injustas o miopes. Se ha formado una tormenta en un vaso con agua, especialmente con la cuestión de los tiempos de la negociación.
Nadie niega que haya transcurrido un año sin concretar el acuerdo de paz, ni niega que, según parece, los avances en el segundo punto de la agenda han sido escasos. Pero de aquí no se puede inferir que la guerrilla engaña al país o que la negociación se encamine al fracaso. Antes de prender alarmas, conviene tomar en cuenta las experiencias de otros procesos de paz.
· En Colombia, las negociaciones que llevaron a la desmovilización del M-19 (de tan sólo 800 combatientes) duraron casi dos años.
· En El Salvador, las negociaciones para finalizar una guerra de 12 años también tomaron más de dos años.
· En Guatemala, que padeció un conflicto armado de 36 años y con una guerrilla bastante más débil que la colombiana, transcurrieron cerca de cinco años para llegar a los acuerdos.
Pues el conflicto con las FARC ya lleva cinco décadas, y nunca antes se había avanzado tanto en una negociación con esa guerrilla. ¿Por qué impacientarse tanto al cabo de un año de conversaciones?
Además, la lentitud en las negociaciones no es algo inusual. Si uno estudia distintos procesos en el mundo, lo extraño es encontrar casos que avancen a una velocidad constante y sin sobresaltos. Hay temas fáciles de negociar, otros bastante complicados, y eso es lo que determina la velocidad del proceso. No toda demora es sinónimo de crisis, e incluso no toda crisis es negativa: en ocasiones ella permite encauzar mejor el proceso.
Seriedad de las FARC
Foto: SIG |
Más importante aún: si uno distingue entre tipos de estancamiento, hay razones para calmar la ansiedad. El estancamiento actual es muy distinto de los que hubo en el Caguán. Con Pastrana la guerrilla congeló las negociaciones en tres oportunidades (y cada vez las negociaciones quedaron paralizadas durante meses), aduciendo excusas y formulando exigencias al gobierno para reanudar los diálogos. Eran tácticas dilatorias que, sumadas a los actos bravucones de las FARC, demostraban el desinterés de la guerrilla en la paz negociada.
En las actuales negociaciones, en cambio, las FARC no se han levantado de la mesa ni una sola vez. Han concurrido puntualmente a todas a las rondas de negociación (vamos en quince) y han trabajado con constancia (no necesariamente con eficiencia) sobre los temas de la agenda. Quizás esto no despierte mucho entusiasmo entre los colombianos, pero da indicios de que ésta vez las FARC están pensando seriamente en la salida negociada.
El enredo: la participación política
¿A qué se deben las demoras recientes? Difícil saberlo para los que no tenemos acceso directo a las discusiones de La Habana. Aún así, me atrevo a aventurar algunas hipótesis distintas a las de que la lentitud se debe apenas a un juego sucio de la guerrilla.
Sospecho que en el segundo punto de la agenda, la participación política, las FARC en realidad no saben qué pedir. El primer punto – la cuestión agraria- se prestaba para peticiones obvias, como repartir la tierra o adoptar programas de apoyo al campesinado. Nuestro historial de fallidas reformas agrarias facilitó las propuestas y algunas convergencias entre gobierno y guerrilla; más aún: las reformas no implicaban beneficios directos para las FARC.
Pero el asunto de la participación política es más difícil de abordar. Esto se debe en parte a que – a diferencia del problema de la tierra- la participación es un derecho democrático garantizado por la Constitución. Si eso es así, ¿qué se puede (o debe) mejorar mediante un acuerdo de paz? La respuesta es bastante menos clara.
El primer subtema a discutir -los derechos y garantías de la oposición- remite a la difícil transformación de las FARC en un partido político:
· De un lado, si queremos que la guerrilla se desmovilice y se transforme en una fuerza política legal, hay que garantizarle que no se repetirá la historia de exterminio de la Unión Patriótica (UP). Esto supone reconocer que a mediados de la década de 1980 la UP fue víctima de actos atroces (con responsabilidad de sectores del Estado y la sociedad), encarar ese legado y tomar medidas al respecto.
· De otro lado, por cuenta de su largo prontuario de crímenes de guerra y violaciones al Derecho Internacional Humanitario, las FARC también son victimarias. No se puede aceptar la participación de sus jefes en la política sin antes definir cómo se aplicarán los mecanismos de justicia transicional a los delitos cometidos. Menos aun si se recuerdan los avances recientes en la legislación nacional e internacional que cierran el paso a la amnistías.
La solución de compromiso entre estas dos consideraciones es factible pero no es sencilla. En efecto, la victimización de la UP no justifica los crímenes cometidos por las FARC, y la impunidad para los que cometieron la masacre de la UP no justifica la impunidad para los líderes de las FARC. Con todo y las dificultades, éste es el único tópico con contornos definidos del punto dos de la agenda.
De ahí en adelante todo es gaseoso. Por ejemplo, abordar los derechos de la oposición en un sentido más amplio llevaría a expedir (¡ahora sí!) un Estatuto de la Oposición. El tema sin duda es importante, pero no puede negociarse con las FARC: al fin y al cabo son un grupo ilegal y bastante marginal dentro del espectro de la oposición en Colombia. Y puesto que las FARC no pueden tomar la vocería de (o decidir por) otros sectores, la solución consistiría en involucrar a la oposición legal en las negociaciones de paz. Pero ni siquiera eso acabaría con los enredos. Incluso, si se logra un acuerdo con la oposición legal sobre el estatuto, ¿qué pasaría si lo acordado no resulta satisfactorio para las FARC?
Los otros dos subtemas del punto dos de la agenda son todavía más etéreos. Se trata de estimular la participación ciudadana, de las minorías y de los sectores vulnerables en la política, lo cual es tan loable como difícil de precisar o de lograr:
· Si la idea es remplazar la democracia representativa por la directa, la propuesta es simplemente inviable porque no podemos recrear las ciudades-Estado de la antigua Grecia.
· Si la idea es combinar democracia directa y representativa, sería difícil delimitar las esferas y diseñar normas para evitar las contradicciones.
· No es cierto que todos los problemas de la democracia se resuelvan con mecanismos participativos, o que a más instancias formales de participación, más se involucre la gente en la política. Eso no funciona así.
· Los mecanismos de participación tampoco implican que el campesinado, los pueblos indígenas y las comunidades afro-descendientes dejen de ser minorías: ¿Cómo remediar su marginalidad sin violar la regla básica en toda democracia de que la voluntad de las mayorías prevalece?
En síntesis, las demoras en el segundo punto de la agenda pueden ser producto de la dificultad misma de los temas. Probablemente las FARC esperan lograr cambios sustanciales, pero no encuentran fórmulas viables.
Sensación de crisis
Más que una verdadera crisis, lo que hay hoy es una sensación de crisis propiciada por tres factores:
1. El afán del gobierno por mostrar resultados (y sus expectativas desmedidas sobre la velocidad de las negociaciones)
2. La falta de ideas de las FARC sobre el segundo punto de la agenda, y
3. El oportunismo político del uribismo y de algunos periodistas que buscan ganar votos y/o reconocimiento atacando el proceso de paz.
Si el gobierno se calma un poco y las FARC deciden ser más eficientes en la mesa de negociaciones, se resuelve una parte del problema. Lo complicado, y que no va a desaparecer por cuenta del inicio de las campañas electorales, son los ataques oportunistas al proceso.
Por eso quiero concluir con esta reflexión: es fácil ganar aplausos jugando a la intransigencia, como si se pudiera negociar sin ceder en nada; o vender la ilusión de que podemos llegar a la paz sin pagar un precio; o posar de “paladines de la justicia” radicalmente opuestos a cualquier asomo de impunidad; o revivir el argumento de que si se rompen las negociaciones no pasa nada, porque “ahora sí” podremos ganar una guerra que no hemos podido ganar en cinco décadas. Pero si todo eso sólo sirve para desandar lo andado, para torpedear un proceso que todavía parece viable y avanza (lentamente, pero lo hace), esta tormenta en un vaso de agua puede condenarnos a otros cincuenta años de desangre nacional.
No es el momento de descartar la vía negociada.
* Profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes.