Somos menos egoístas de lo que pensamos – y de lo que piensan las ciencias sociales-. ¿Cómo nos cambiarían la vida -y la muerte- si supiéramos que al morir nosotros moriría también el resto de la humanidad?
Diana González C.*
Samuel Scheffler
Oxford University Press, 2013.
201 pp.
La vida sigue
Hay una epidemia de infertilidad en la tierra y por eso no han nacido niños durante los últimos 25 años. Esto significa que, en principio, los vivos no vamos a morir de manera prematura pero, en un período no mayor de un siglo y medio, habremos desaparecido como especie.
A grandes rasgos esta es la premisa de Los niños del hombre, novela escrita por P. D. James, llevada al cine por Alfonso Cuarón, y que sirve al filósofo Samuel Scheffler como punto de partida para explorar el tema de nuestra supervivencia como especie y la importancia que este hecho tiene respecto del sentido de la vida humana.
Al igual que en la película, la cuestión para Scheffler es explorar cuáles serían los efectos de esta cuasi-certeza de desaparición total y, sobre esta base, demostrar que la vida después de la muerte en términos colectivos, tiene una función central en la configuración de lo que nos importa como humanos.
Hay ciertamente vida después de la muerte, pero no en el sentido biológico de la misma. Scheffler aclara rápidamente que él mismo considera que la muerte biológica constituye el fin irrevocable de los seres vivos y que, en ese sentido, la que él ve como relevante es la supervivencia de otros humanos, de la humanidad como especie.
Este es el tema explorado con distintas variaciones a lo largo del libro: damos por descontado que la vida en el planeta va a seguir por un período indefinido. Cuando nosotros mismos hayamos muerto, habrá un más allá en condiciones similares a las que conocemos hasta ahora, constituido por las vidas de otros, así como nosotros somos el más allá de las generaciones que nos antecedieron.
Cuestiones diferentes de nuestra propia experiencia son importantes para nosotros.
Scheffler sostiene que esta creencia tiene un papel central, pero poco estudiado, respecto de nuestro modo de valorar el mundo, porque es condición necesaria para que muchas de las cosas que nos importan sigan siéndolo.
La idea es que nuestra actitud respecto de la continuidad de la especie humana, el hecho mismo de que la demos por descontada, ilustra lo que supone que algo nos importe o que lo valoremos, y también ayuda a iluminar qué significa el hecho de estar temporalmente condicionados y las estrategias que empleamos para reconciliarnos con ese hecho.
![]() Exposición de la Urna Centenaria, cápsula del tiempo creada en 1911 para conmemorar el centenario de la independencia de Colombia. Foto: Bogotá Positiva |
¿Y si no hubiera vida después de nuestra muerte?
Uno de los recursos más persuasivos del texto es el de los experimentos mentales. Scheffler nos invita a imaginar varios escenarios y, a partir de allí, seguir el curso de las consecuencias derivadas de aceptar sus premisas.
Quisiera mencionar uno de ellos: la hipótesis del día del juicio final. Supongan que, aunque ustedes van a vivir vidas tan largas como su voluntad, la biología y el azar lo permitan, 30 días después de su muerte un asteroide va a impactar la tierra y todo lo que existe va a perecer.
¿Cómo afectaría este dato el curso normal de sus vidas? Scheffler afirma que lo menos probable es que la reacción generalizada sea la indiferencia y que, por el contrario, nuestras vidas cambiarían radicalmente, y no en un buen sentido.
A su juicio, esto prueba que a los seres humanos nos interesa lo que no va a pasarnos en primera persona, es decir, que cuestiones diferentes de nuestra propia experiencia son importantes para nosotros.
En segundo lugar, es común que queramos el bienestar de las personas y el progreso en las cosas que nos importan, de manera que su destrucción no nos es indiferente. Esta preocupación prueba que hay una conexión entre el que valoremos algo y el deseo de conservarlo.
En resumen, los seres humanos esperamos que las cosas y personas que nos interesan sean preservadas, y “el efecto del día del juicio final” nace, precisamente, de que desaparecen esas esperanzas de continuidad.
Otra consecuencia de este escenario se relaciona con las elecciones y proyectos que emprendemos: el escenario del fin de la especie humana hace que las motivaciones asociadas con muchas actividades desaparezcan o que nos estimulen mucho menos.
Por ejemplo, los proyectos cuyos resultados son esperados en un futuro no cercano o aquellos cuyos beneficios se extienden a muchísimas personas durante un período extendido, perderían su razón de ser. Este sería el caso, digamos, de las investigaciones orientadas a curar el cáncer, pues su sentido estaría amenazado por la falta de beneficiarios potenciales.
Aparentemente es menos claro lo que pasaría en situaciones cotidianas donde buscamos comodidad o placer. Digo “aparentemente” porque no por cotidianas se salvan de la falta de sentido asociada con la certeza de que va a desparecer la especie humana.
![]() Día del Juicio Final (1435 d.C.), panel central de la Iglesia de St. Laurentz en Colonia, del pintor alemán Stefan Lochner. Foto: Wikimedia Commons |
La vida de los otros es valiosa
Para Scheffler es cierto que la confianza en la continuidad de la vida humana tiene valor intrínseco para nosotros, y que por eso su desaparición inminente sería razón para que otras cosas dejen de importarnos.
Quisiera destacar una de las muchas consideraciones que apoyan esta tesis: el hecho de que busquemos mecanismos para conservar aquello que valoramos, y que trasciendan nuestra propia desaparición, tiene todo que ver con la manera como nos relacionamos con nuestra propia temporalidad.
El fenómeno de la valoración humana es en parte resultado del afán de personalizar el futuro en términos de una fiesta de la que tenemos que irnos temprano, y no de una reunión con extraños.
Scheffler insiste en que el hecho de que nos importe lo que no vamos a vivir en carne propia prueba que, como especie, somos menos egoístas de lo que creemos.
Por eso, pese a que la importancia del más allá en términos de supervivencia colectiva ha estado desatendida por mucho tiempo, un análisis más cuidadoso ilumina el hecho de que deberíamos estar mucho más motivados para procurar la continuidad de la especie humana.
Esto permitiría conceptualizar nuestra relación con las generaciones futuras en términos diferentes de los de las obligaciones de justicia y de responsabilidad, las cuales, según Scheffler, refuerzan nuestra tendencia a creer que los únicos rasgos importantes del vínculo son nuestro poder sobre ellas y, en el mismo sentido, su dependencia de nosotros.
Los argumentos presentados en el libro muestran que hay razones de un tipo muy diferente para atender los intereses de las generaciones futuras. Entre otras, que su existencia es extremadamente importante en este momento para nosotros y que, de alguna manera, dependemos de ellas.
Este es un escenario muy prometedor en tanto hay acciones que están bajo nuestro control y que podemos empezar ya para procurar la supervivencia y el florecimiento de la humanidad. En suma, si reconocemos la extensión de nuestra dependencia respecto de las generaciones futuras, es posible fortalecer nuestra determinación para actuar en su beneficio y hacernos menos egoístas.
Las cápsulas de tiempo
Esta práctica consiste en que un grupo de personas guarde objetos valiosos en un recipiente para que la “gente del futuro”, cuando lo abra, conozca algunas de las cosas que actualmente valoramos.
Los seres humanos esperamos que las cosas y personas que nos interesan sean preservadas.
Los libros son, en este sentido, “cápsulas del tiempo” y quienes los escriben intentan personalizar su relación con gente completamente desconocida y ajena, que está en la fiesta de la que nosotros ya nos fuimos.
Es posible que, en la línea de razonamiento de Scheffler, no solo proyectos enormes y enormemente importantes como encontrar la cura del cáncer, o idear los mecanismos apropiados para detener el cambio climático o la proliferación de armas de destrucción masiva, pierdan sentido ante la posibilidad de aniquilación cercana de la humanidad.
La labor más modesta de escribir textos bajo el supuesto de que alguien en algún momento los va a leer y de que vamos a seguir así una conversación “poco ortodoxa” con gente que no conocemos y que todavía no existe requiere ese futuro no individualizado como interlocutor presunto y necesario.