Este libro vuelve a abordar una pregunta vieja y sin embargo apremiante para la vida social: ¿se trata de ser feliz o de ceñirse a la ética? Más aún: ¿será que una cosa no es posible sin la otra?
Diana Beatriz González*
Virtud, felicidad y religión en la filosofía moral de Kant
Faviola Rivera Castro
Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM
328 pp
Primera edición, México 2014
¿Morales y tristes?
Mentir, en ciertas circunstancias, es una conducta moralmente correcta. Esta afirmación puede ser ilustrada con un ejemplo muy conocido en el ámbito de la filosofía: una persona, un amigo digamos, es perseguido por un asesino. El amigo perseguido le pide que lo deje esconder en su casa por un tiempo, a lo cual usted accede.
El asesino finalmente llega a su casa y le pregunta si su amigo está escondido ahí (lo está). En ese caso, ¿tiene usted derecho a mentir para proteger la vida de alguien que es perseguido de manera injusta? O, en otros términos, ¿el posible asesinato de su amigo suspende el deber general de no mentir y convierte en obligación hacerlo, dadas las características de la situación?
Aunque se suele aceptar que mentir en estos casos es admisible, uno de los sistemas de filosofía práctica más importantes de los tres últimos siglos niega que esto sea cierto. Me refiero a la obra del filósofo alemán Immanuel Kant, según el cual los deberes morales deben ser respetados de manera categórica, es decir, sin excepciones y en cualquier circunstancia.
De hecho, alguien le planteó el ejemplo del amigo perseguido al autor y este respondió que no existe tal derecho a mentir para beneficiar a otros, y que el deber general de ser veraz no se suspende a pesar de la adversidad. Dicho sucintamente, todas las personas puestas en estas circunstancias deben, si quieren seguir siendo morales, admitir que el perseguido está escondido en su casa.
Kant era consciente de lo terriblemente chocante que resultan este tipo de respuestas, así como muchas otras de las acciones ordenadas por la moralidad. Sostenía que todos los seres humanos, en tanto seres sensibles, tenemos como fin la obtención de la felicidad y la persecución de los medios adecuados para conseguirla.
Y uno de los problemas más agudos, que sigue siendo ampliamente discutido, es por qué debemos obedecer lo que manda la moralidad si ordena de manera absoluta realizar acciones que, en muchos casos, impiden la obtención de uno de los fines naturales de las personas: la felicidad.
En otras palabras, ¿por qué deberíamos actuar moralmente si hacerlo puede volvernos infelices, afectar nuestro bienestar y dañar a otras personas?
Si no puede mostrarse que los seres humanos tienen razones concretas para actuar de acuerdo con los mandatos de la moralidad, es decir, que esta tiene una fuerza motivacional, se da lo que Kant llamó una fantasmagoría de altos vuelos, es decir, una acción sin implicación práctica alguna en la vida de las personas.
![]() Pintura del s. XVIII del filósofo Immanuel Kant. Foto: Wikimedia Commons |
La mirada kantiana
El propósito del libro de la profesora Faviola Rivera Castro, Virtud, felicidad y religión en la filosofía moral de Kant es, precisamente, explorar este vínculo disputado entre la moral y la felicidad en la obra del autor.
Según la autora la posibilidad de una moral universal que motive a las personas a actuar depende de que esta sea congruente con el interés humano de alcanzar la felicidad (o en términos más amplios, en la satisfacción del deseo, el amor a sí mismo o el bienestar).
Es decir, para Rivera Castro el proyecto práctico kantiano de fundamentación de la moral no solo no descarta las inclinaciones sensibles de las personas, sino que tiene que incorporar a la inclinación sensible más importante, el afán de ser feliz, para que pueda servir como estímulo del actuar humano.
Una de las tesis centrales del libro es que la congruencia entre moral y felicidad es explícita en la doctrina kantiana cuando habla de la relación de merecimiento. Rivera sostiene que la satisfacción para el filósofo alemán no solo es el conjunto de tentaciones que nos impulsan a dejar de lado lo que ordena la moralidad, sino que puede ser entendida como la recompensa por el actuar moral; en ese sentido, la moralidad es, también, la dignidad de ser feliz.
El papel de la religión
Volvamos sobre el caso del amigo perseguido para ilustrar el punto: en la lectura que propone la profesora Rivera, la moralidad nos lleva a responder con sinceridad a la pregunta del verdugo, es decir: “sí, la persona a quien usted persigue está en mi casa”.
Aunque sabemos que las consecuencias del respeto del deber moral de no mentir serán catastróficas, que preferiríamos proteger al amigo en la situación difícil (e injusta) y que muy probablemente la pena que sintamos altere nuestro bienestar (entendido en términos de felicidad), ser veraz es un deber universal y cualquier acto que lo desconozca es por ello incorrecto.
En todo caso, como la aspiración a la felicidad es un interés irrenunciable, quienes respeten los deberes morales aun en los momentos más difíciles y sean, por así decirlo, la virtud moral en dos piernas, merecen ser felices.
El principio de congruencia explica, entonces, el vínculo entre la moralidad categórica y el interés en la felicidad. Eso significa que quienes son morales en su actuar no renuncian por eso a la felicidad, en tanto saben que el respeto de los mandatos los hace merecedores de la misma.
Ahora bien, dado que es el mérito el que determina la distribución de felicidad, y ya sabemos que la merece quien actúa moralmente, algunas preguntas que pueden formularse son: ¿quién está habilitado para juzgar y distribuir felicidades?, ¿es cuestión de todo o nada, o admite matices?, y, además de felicidades, ¿puede repartir sufrimientos?
La respuesta defendida por la profesora Rivera, sobre la base de los textos kantianos, es que esta promesa de felicidad por merecimiento, futura y motivadora, solo es operativa a través de la fe religiosa racional. En otras palabras, actuar moralmente inmuniza a las personas sobre las consecuencias derivadas de sus acciones.
Pese a que el hecho de comportarse sistemáticamente de esta manera es un tiquete seguro a la infelicidad, y todos queremos ser felices, la promesa de una vida satisfactoria no está en las recompensas materiales, sino en la certeza de que, ante los ojos de un “ser supremo” seremos dignos aspirantes a obtener la felicidad.
Sin duda, la tesis de la fe religiosa racional es muy polémica. Algunos de los intérpretes de la obra de Kant dejan de lado el argumento de la religión por lo que implica para un modelo cuyo atractivo principal es, precisamente, que funda la autonomía de la razón con independencia de supuestos religiosos.
Rivera Castro, por el contrario, busca explorar en este libro las implicaciones de comprometerse con una moral kantiana. En el texto quedan abiertas preguntas como si puede haber personas morales que a su vez sean ateas o los efectos que tendría para sociedades cooperativas el hecho que la gente se comportara así o si una doctrina que defienda la irresponsabilidad personal en relación con las consecuencias de las acciones o relegue a un segundo plano consideraciones de bienestar puede autodenominarse moral.
En todo caso, y para retomar una frase de Kant, estas cuestiones prácticas pueden ser discutidas mediante el uso público de la razón o, en términos más contemporáneos, como un asunto de razón pública.
El libro de la profesora Rivera presenta estas y otras discusiones de manera clara y estimulante, pero sin trivializar problemas que son complejos y que no admiten respuestas simples. Integra en su razonamiento la obra práctica de Kant, presenta múltiples evidencias textuales para sustentar sus argumentos y discute con diversos teóricos, fundamentales en la discusión de estos temas.
Virtud, felicidad y religión es un texto necesario para quienes están interesados en el programa práctico kantiano y también para quienes quieren acercarse a la obra del filósofo alemán o están vinculados en los debates que aún hoy se dan en torno a estos temas, en muchas ocasiones empleando una terminología muy similar a la que usó Kant.