El narcotráfico está vivo y el gobierno está a punto de reiniciar su guerra contra los cocaleros. Por eso urge reconstruir el campo y asumir la bandera de la legalización,
Fernando Guerra Rincón*
Una guerra fracasada
Los sucesivos gobiernos de Colombia han diseñado y ejecutado sus políticas contra el narcotráfico y las drogas ilícitas obedeciendo a Washington y a las instituciones multilaterales, entre las cuales ha imperado el criterio del prohibicionismo.
El Plan Colombia obedeció a esa filosofía. Pero sin éxito. En 2017, Colombia es el mayor productor de cocaína del mundo, con 188.000 hectáreas de hojas de coca sembradas y el cuarto consumidor en América Latina de sustancias como cocaína, marihuana y bazuco.
Y esto a pesar de haber matado a los grandes jefes del narcotráfico, de extraditarlos o enjaularlos en las cárceles colombianas, del terror en campos y ciudades, de tanta sangre vista, de la devastación ambiental, de los 17.000 millones de dólares gastados desde el 2000 en actividades punitivas y de haber asperjado con glifosato 1.800.000 hectáreas.
Hoy la actividad del narcotráfico sigue siendo una formidable fuente de ingresos para los carteles y para los sectores olvidados de la población solo hay migajas salpicadas de violencia, ya que la economía ilegal es, prácticamente, su única fuente de ingresos.
- El narcomenudeo representa el 0,75 por ciento del PIB, es decir, 6 billones de pesos que arrojan ganancias del 346,2 por ciento y que se traducen en violencia en las calles y barrios de nuestras principales ciudades y campos, donde consumen 1.480.000 adictos.
- Para el resto del entramado ilegal las ganancias son del 260 por ciento. Un negocio que se estima en 3,8 por ciento del PIB (20,5 billones de pesos anuales) y del cual se obtienen tan extraordinarios márgenes tendrá siempre a alguien dispuesto a satisfacer las necesidades de los consumidores del mercado interno y externo, al costo que sea.
En contravía de la paz
![]() Firma Acuerdos de Paz. Foto: Presidencia de la República |
La ilegalidad del narcotráfico es la amenaza más grave para el desarrollo del Acuerdo de La Habana y la consolidación de la paz en Colombia. El hecho más preocupante consiste en que los espacios dejados por la FARC, que en varias regiones del país coinciden con el mapa de la siembra de coca, de la minería ilegal y de la violencia, están siendo copados por los ejércitos irregulares, por el ELN y por las disidencias del mismo grupo guerrillero.
Desde el 2016 van 156 líderes sociales asesinados en esas zonas. Para el gobierno nacional este no es un plan sistemático. Pero esta es una explicación insuficiente que llena de inseguridad el proceso, pues en Colombia la eliminación de los disidentes ha sido una constante.
En lo que tiene que ver con la política antidrogas, el presidente Santos parece montado en una bicicleta estática. El gobierno nacional no se atreve a concitar una discusión nacional seria sobre su legalización, única forma de acabar con este perturbador y costoso flagelo.
Por el contrario, Colombia persiste en soluciones que han fracasado a lo largo de tres décadas. Estamos en mora de encabezar una cruzada internacional a favor de la legalización de las drogas, incluida la cocaína. Para ello se puede aprovechar lo consignado en el punto 4 del Acuerdo de paz, donde se invita a realizar una conferencia internacional para “reflexionar, hacer una evaluación objetiva de la política de lucha contra las drogas”.
La sustitución de cultivos ilícitos y el desarrollo de economías alternativas es la principal estrategia del gobierno y las FARC, pero este propósito choca contra la dura realidad económica y social del campo. El actual modelo económico va en abierta contravía de los propósitos de lograr una transformación estructural del campo y una agricultura próspera y sostenible, con equidad, igualdad y democracia.
El narcotráfico se alimenta fundamentalmente del atraso y de la ilegalidad. No necesita carreteras, sus autopistas son la selva tupida y el mar abierto. Por eso las vías terciarias son clave para la paz. Así haya cultivos rentables para la sustitución, la falta de infraestructura vial hace inviable su comercialización y sostenibilidad.
Además, la importación masiva de alimentos les quita el trabajo a nuestros campesinos y los empuja hacia los cultivos ilícitos. Entre 2000 y 2015 las importaciones del sector aumentaron en un 107 por ciento.
Debido a la “austeridad inteligente” el Ministerio de Hacienda recortó drásticamente el presupuesto del sector rural: de 4,2 billones de pesos en el 2014 a 2,1 billones en el 2016 (algo que está lejos de la inversión anual recomendada por la Misión Rural de 13,2 billones de pesos anuales). Y la implementación de las zonas veredales transitorias mostró la realidad del atraso rural y ha hecho que el gobierno nacional incumpla lo pactado en La Habana.
Para alcanzar las metas planteadas en el Acuerdo de paz, el gobierno debe modificar radicalmente su política económica y su concepción del desarrollo. Las obligaciones son de tal magnitud que no se pueden cumplir si se mantienen los actuales lineamientos de la política, centrada en la austeridad inteligente y en la regla fiscal, que le impiden al gobierno hacer las inversiones millonarias que se requieren para transformar el campo.
El petróleo, nuestro principal ingreso, vive horas aciagas, víctima de una larga temporada de bajos precios, producto de la ineficiencia en la extracción del crudo y de una persistente recesión de las principales economías del mundo. Las reservas internacionales, que pudieran dar una mano, son intocables para el gobierno dado el alto nivel de endeudamiento del país. Sin embargo, utilizar una porción pequeña de estas podría ayudar mucho en la actual coyuntura, sin comprometer la estabilidad macroeconómica.
De persistir por este camino, el país seguiría su tránsito hacia escenarios sin FARC, pero con narcotráfico y con una violencia persistente. La respuesta del Ejército nacional para copar esos territorios es insuficiente y solo llegan con el garrote porque los recursos para la sustitución no están garantizados.
El problema de las drogas
![]() Los cultivos legales de marihuana pueden ser un buen ejemplo de cómo llevar a cabo la legalización con otro tipo de drogas. Foto: Wikimedia Commons |
La paz se esfumaría por la falta de entereza del gobierno nacional para encarar el desafío que imponen la hora y las circunstancias. Hay sectores y actores que insisten en la fumigación con glifosato, como el fiscal Néstor Humberto Martínez y el Centro Democrático encabezado por el expresidente Uribe. Además, este último parece empeñado en hacer fracasar el proceso de paz, como lo demuestra su insólita carta al Congreso de Estados Unidos, con el propósito de concitar una intervención contra el país.
Si no funciona la estrategia de erradicar este año 100.000 hectáreas de coca- como es lo más probable- Colombia volvería a la práctica de la fumigación que vendría desde Washington. En esa circunstancia, es probable que muchos de los combatientes de las FARC abandonen el proceso de dejación de armas y los campesinos cocaleros defiendan con uñas y dientes una de sus escasas fuentes de ingresos.
Además, esto desestimularía al ELN para entrar al redil de la paz. La guerra contra las drogas, como ha sido hasta hoy, se convertiría en una guerra contra la gente, como de hecho está sucediendo en varias regiones cocaleras.
Pero la experiencia en Estados Unidos con el cultivo legal de la marihuana para usos médicos y recreativos puede indicarnos el camino correcto. En ese país, con la progresiva legalización de la marihuana para usos médicos (26 estados) y para uso lúdico (8 estados) la cannabis se convirtió en el mejor negocio agrícola, por encima del maíz. En Colorado, por ejemplo, sus productores y consumidores pagan impuestos que pueden ser más grandes que los ingresos por turismo.
Aquí nos quedamos con los muertos y con la tierra yerma. Allá con el negocio. La producción de cocaína colombiana es exportada en un 55-60 por ciento al mercado norteamericano, mientras el 40-45 por ciento va a los mercados europeos.
En Colombia, a partir del nuevo ordenamiento legal que permite el uso de la marihuana para propósitos médicos y científicos hay experiencias que podríamos tener en cuenta para la hoja de coca y la cocaína. En Rionegro y en Bogotá, las empresas PharmaCielo y Ganja Farm están produciendo medicamentos sobre la base de la cannabis. Y los cultivadores de marihuana del norte del Cauca formaron la cooperativa Caucannabis. Con la hoja de coca, Coca Nasa, un proyecto de los indígenas Nasa, ofrece prácticas medicinales e industriales.
Incluso, el Acuerdo de La Habana plantea que “la política debe mantener el reconocimiento de los usos ancestrales y tradicionales de la hoja de coca como parte de la identidad cultural de la comunidad indígena y la posibilidad de la utilización de cultivos de uso ilícito para fines médicos y científicos y otros usos que se establezcan”.
El pago de impuestos por una actividad legalizada podría ayudar a financiar el desarrollo de los acuerdos y aclimatar la paz territorial.
*Profesor universitario, economista, magíster en Estudios Políticos y Económicos de la Universidad del Norte de Barranquilla, autor del libro La geopolítica del petróleo y el cambio climático, Universidad de Antioquia, 2010