La ocupación de predios en el Cauca es un nuevo capítulo en la historia de conflictos por falta de claridad en la titulación de las tierras. ¿Será que Petro las resuelve, o será que la historia se repite?
Juan Felipe García Arboleda*
Problema complejo y grande
Según el primer diagnóstico de la situación actual realizado por el Defensor del Pueblo, se han producido 108 casos de ocupaciones de predios en los últimos meses, distribuidos entre 26 municipios, de los cuales el 36 % se han presentado en el departamento del Cauca. Este inventario temprano es clave para comprender el problema de los conflictos territoriales en Colombia.
Dichos conflictos, recorren hoy un espectro amplio, que va desde la vieja consigna de “la tierra para quien la trabaja” a temas de mayor calado como la participación democrática en la definición de los usos del suelo y demás recursos naturales. También abarca los terrenos del derecho constitucional y las autonomías de los pueblos plurinacionales y las competencias sobre el ordenamiento territorial.
Además, los conflictos han tomado caminos azarosos debido a la inserción del narcotráfico como agente acaparador de tierras para el lavado de activos y el testaferrato. La Sociedad de Activos Especiales tiene predios que ha recuperado, pero que no necesariamente se ponen a disposición de la reforma agraria.
Este problema es uno de los grandes retos del gobierno de Petro, que no es el primero en proponer una reforma agraria para resolverlo.
Historia que se repite
En 1972, el senador conservador del departamento del Magdalena, Hugo Escobar Sierra, escribía en su libro Las invasiones en Colombia: “es que siempre hay un concierto de individuos en el campo y en la ciudad, que se reúnen y discuten las posibilidades de una invasión; localizan el sector que han de ocupar y bajo la dirección de personas interesadas, de un gran sentimiento «humanitario» motivadas por intereses políticos o subversivos en algunos casos, crean esta peligrosa situación de intranquilidad social”.
Como se deduce de esta cita, las llamadas “invasiones de tierra” no son nuevas. Tampoco son nuevos los escritos que suponen claridad absoluta sobre la propiedad privada en el campo y desconocen cualquier reclamo legítimo de quienes ocupan los predios, a quienes señalan como personas peligrosas para la seguridad de la ciudadanía.
Lo cierto es que todavía hoy muchas áreas rurales en Colombia carecen de una herramienta que brinde plena claridad acerca de los títulos de propiedad sobre la tierra.
Este problema se hizo evidente desde los años 1930, en el contexto de la bonanza cafetera. Campesinos sin títulos de propiedad colonizaban montañas para convertirse en pequeños productores cafeteros y sacar adelante sus familias. Inmediatamente apareció una oposición que manifestaba tener unos papeles registrados en oficinas de las ciudades capitales, que decía probar la propiedad sobre predios que nunca había visitado o puesto a producir.
Tantos años de postergar lo impostergable, de asegurar la igualdad de derechos de los pueblos indígenas, afrocolombianos y campesinos, han hecho que la vieja pretensión de acceso a la propiedad haya pasado a ser una demanda política más profunda.
La reforma constitucional de 1936 consagró la función social de la propiedad y el gobierno liberal de López Pumarejo diseñó una fórmula jurídica que, en teoría, daba garantías a las dos partes en conflicto, y a su vez, incentivaba la productividad agraria: se estableció una presunción de propiedad privada según la cual aquella persona que realice actos de explotación económica sobre un predio sería considerada propietaria para efectos legales.
En ausencia de catastros municipales con información que distinguiera fehacientemente la propiedad privada de la estatal, esta fórmula en la práctica estimuló una feroz lucha a machete y escopetazos para asentar las explotaciones económicas y defender la cerca que se levantaba en los nuevos emprendimientos.
Al final, propios y extraños, ricos y pobres, pensaban que se trataba de esperar el favor del gobierno de turno para que visitara el predio, formalizara la propiedad de la tierra y les entregara los títulos legítimos de la misma.
Desde entonces, la sociedad colombiana ha vivido en un círculo vicioso del que no ha podido salir. Cada vez que un gobierno liberal anuncia que va a poner en marcha la reforma agraria, ciudadanos con expectativas de acceder a la propiedad rural irrumpen intempestivamente sobre predios sin explotación económica o con problemas de titularidad.
A su vez, quienes se ven afectados por estas ocupaciones, acuden a la estigmatización de dichos ciudadanos. Esta situación desemboca en ocasiones en acciones de autodefensa para respetar lo que ellos consideran propio. Estas tensiones han desatado históricamente la violencia en el campo colombiano.
Así les sucedió a los gobiernos liberales de López Pumarejo, Carlos Lleras Restrepo y Virgilio Barco, sobre los cuales se volcaron resistencias que a su vez desembocaron en las olas de violencia de los años cincuenta, los años setenta y los años noventa, respectivamente.

Romper el ciclo de violencia
Cabe la posibilidad de que lo mismo le suceda a Gustavo Petro, quien tiene como prioridad de gobierno desarrollar el punto 1 del acuerdo de La Habana sobre reforma rural integral. Por eso es urgente romper la cadena trágica, antes que se reproduzca un nuevo ciclo de violencia.
Ese es el gran reto del gobierno Petro: persuadir a la sociedad colombiana y al legislativo en el Plan Nacional de Desarrollo de la necesidad de abrigar con presupuestos robustos a las autoridades administrativas con competencia en el sector rural. Solo con músculo institucional podrán atenderse eficazmente los conflictos sociales en Colombia.
Es urgente hacer cumplir la función social y ecológica de la propiedad, extinguiendo el dominio de aquellos titulares de predios que no explotan sus bienes adecuadamente.
Por supuesto, sigue existiendo la vieja necesidad de clarificar la propiedad para identificar los predios baldíos de la Nación y pasar a adjudicarlos a ciudadanos que carecen de unidades agrícolas familiares.
Por su parte, los procesos de restitución sobre tierras despojadas durante el conflicto armado no avanzan al ritmo de las necesidades de las víctimas. En muchos casos, hay territorios en manos de grupos armados ilegales que no se han desmovilizado y han consolidado proyectos económicos con inversiones que tienen como pretensión legalizar capitales espurios.
Tantos años de postergar lo impostergable, de asegurar la igualdad de derechos de los pueblos indígenas, afrocolombianos y campesinos, han hecho que la vieja pretensión de acceso a la propiedad haya pasado a ser una demanda política más profunda.
Estos pueblos hoy aspiran a la consagración de figuras jurídicas que reconozcan derechos territoriales sobre espacios que han habitado ancestralmente, en los que puedan desarrollar autónomamente sus proyectos de vida con visiones diversas sobre el significado del desarrollo.
Entre tanta diversidad de conflictos apresados una cosa es clara: las soluciones de fuerza han sido un rotundo fracaso y han dejado sembradas desesperanza y muerte en el campo colombiano.
Una nueva jurisdicción
Sin embargo, una administración robusta para la ruralidad tampoco es suficiente. Otra cara del problema es que el poder ejecutivo ha concentrado los mecanismos de resolución de los conflictos territoriales. En ese sentido, se ha privado a la sociedad de una jurisdicción expedita que garantice independencia del ejecutivo a la hora de definir con claridad los derechos de las partes en disputa.
La congestionada jurisdicción contencioso administrativa ha quedado rezagada frente a esta tarea histórica. Hoy se requiere una innovadora jurisdicción que tenga competencia sobre un amplio espectro de conflictos territoriales como los señalados anteriormente, incluyendo los agrarios de formalización de la propiedad y los de uso que surgen por afectaciones en materia ambiental.
Debe ser una jurisdicción con una acción y un proceso simple, de fácil comprensión para la población campesina, afrocolombiana e indígena, quienes han habitado históricamente en el campo y son sujetos de especial protección constitucional.
Los famélicos presupuestos de las autoridades encargadas de atender los procesos administrativos en la ruralidad y el bloqueo histórico a la ejecución de una férrea jurisdicción para dirimir los conflictos territoriales en Colombia han permitido que estos se tramiten bajo la ley del más fuerte. Así, se crea un caldo de cultivo adecuado para los grupos armados al margen de la ley.
El gobierno de Gustavo Petro tiene hoy una inigualable oportunidad de cambiar el curso de esta trágica historia. El éxito será medido en su capacidad de construir un consenso nacional sobre la transformación de las instituciones rurales, administrativas y judiciales, en el gran imán que atraiga a la civilidad los conflictos que hoy se resuelven con la implacable lógica de la fuerza.