En estos días se abrió un debate paradójico: para reducir el embarazo adolescente y la violencia familiar, una congresista propuso sanciones draconianas. Sería un remedio peor que la enfermedad. La autora recomienda la conciliación entre el mundo laboral y el familiar, junto con cambios desde el sistema educativo.
Yolanda Puyana Villamizar*
A punta de rejo
Un alto índice de embarazo adolescente, los trágicos asesinatos de niños o niñas y los constantes hechos de violencia intrafamiliar, llevaron en días pasados a la senadora por el Partido Verde Gilma Jiménez a proponer un nuevo código de paternidad y maternidad, iniciativa que incluye medidas como las siguientes:
- “Los hombres y mujeres que no reconozcan y no respondan por sus hijos serían sancionados social, moral, económica y penalmente con la pérdida del empleo y la custodia…”
- “Hay que tomar decisiones que, por duras que parezcan, nos van ayudar a prevenir asesinatos de niños y niñas, hijos no deseados, abandonados, explotados, abusados o maltratados” [1].
Si bien la senadora se dice partidaria de la prevención frente a estos problemas, sus argumentos se centran en la coacción para obligar a los grupos familiares y, en especial, a las y los adolescentes a proteger su descendencia.
Tanta insistencia punitiva, amenazas de cárcel y eliminación de subsidios ante el incumplimiento de padres o madres, me llevan a examinar en este artículo la relación entre equidad social y la llamada fecundidad adolescente. Temas a los que habría que agregar la crisis del cuidado y la necesidad de adoptar políticas que no responsabilicen solo a las mujeres de la necesaria atención de la familia. Por último, los factores culturales cuyo entendimiento permitiría encontrar caminos de respuesta alternativa a estos graves problemas de familia.
Embarazo adolescente e inequidad social
Según el Plan Nacional de Desarrollo, Colombia es uno de los países más inequitativos de América Latina y del mundo. El 20 por ciento de la población con menores ingresos tiene una participación del 2,3 en el ingreso nacional mientras que el 20 por ciento con más altos ingresos concentra el 61,6 por ciento del mismo.
Ahora bien: la más reciente encuesta de Profamilia [2] muestra que persiste una estrecha asociación entre los bajos ingresos familiares y el embarazo adolescente. Veamos los datos: del conjunto de menores de 19 años que alguna vez han estado embarazadas el 56,5 por ciento pertenece a los quintiles de más bajo nivel de riqueza, y apenas el 7,4 por ciento pertenece al más alto.
Las cifras muestran además que la mortalidad infantil se duplica entre las mujeres más pobres y que existe una relación inversa entre fecundidad, nivel educativo o grado de riqueza, de suerte que los hogares de más bajos ingresos son quienes tienen mayor número promedio de hijos.
Déficit de cuidado, conciliación necesaria
Los ingresos insuficientes obligan a todos los integrantes del grupo familiar a buscar actividades productivas puesto que un solo salario mínimo no es suficiente para sostener a toda la familia.
Durante siglos las mujeres estuvieron relegadas al hogar sin reconocimiento alguno de sus labores. Con su ingreso al mercado laboral entró en crisis la función del cuidado, y hoy por hoy -pese al esfuerzo de otras redes sociales parentales- es más difícil compartir con los hijos e hijas, pues a las largas jornadas de trabajo se añaden las reducidas jornadas escolares.
También queda poco tiempo para cuidar de los ancianos y para el resto de las tareas hogareñas. Esta situación pone de presente la necesidad de adoptar políticas o medidas de conciliación entre el sector productivo y las demandas del cuidado familiar. Según Irma Arraigada, el Estado ha de inducir esta conciliación como una forma de reducir las desigualdades de género y las etarias, sin afectar los cuidados necesarios para el bienestar de todos los miembros del hogar [3].
Un cambio necesario y difícil
El contexto donde se desenvuelven la paternidad y la maternidad está signado por una tradición de violencia, no solo en el espacio público sino en el seno del grupo familiar, al cual se suman el abandono de niños y niñas y el madre-solterismo.
Esta situación fue siendo transmitida de generación en generación desde la época de la Colonia, y hace apenas treinta años comenzó a haber conciencia del perjuicio que acarrean semejantes tradiciones. La mayoría de nosotros fuimos educados con violencia física, porque tanto los padres y madres como los maestros profesaban una visión patriarcal y excluyente sobre las relaciones de género y de edad. El pensamiento dominante estaba guiado por metáforas alusivas a una educación drástica: “la letra con sangre entra”, o “árbol que crece torcido, su tronco nunca endereza”.
Una tradición cultural como ésta no se cambia fácilmente. Entre los sectores populares es común que las medidas contra la violencia intra-familiar simplemente no se aceptan y los mandatos legales simplemente no se entienden.
El cambio en la familia o en la escuela implica adoptar nuevas creencias acerca de la infancia y un proceso de formación permanente e impulsado por todos los agentes culturales. Así lo constatamos en una investigación sobre los cambios en la paternidad y la maternidad realizada en cinco ciudades colombianas hace unos pocos años [4].
Para concluir me pregunto si será justo establecer medidas coactivas contra jóvenes a quienes el país sólo les ofrece pistolas o a quienes se les cierran los caminos del ascenso social.
Definitivamente es necesario buscar salidas distintas del aumento de las penas, de la confiscación de niños por parte del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) o de la “despótica” intervención en la vida de hombres y mujeres que no ejerzan la paternidad o la maternidad responsables, como sostiene Salomón Kalmanovitz en un artículo reciente.
* Profesora de la Universidad Nacional de Colombia.
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