Pocos autores son tan malinterpretados como Jorge Luis Borges. Es común verlo citado de modo que él mismo contradiría, pero esto pasa porque él solía caer en las contradicciones quizás inevitables de todo aquel que quiere decir la última palabra.
Santiago Andrés Gómez*
El espíritu universal
Tanto en algunos poemas y ensayos como en entrevistas televisadas que ahora ruedan en las redes, Borges afirmaba que el deber del poeta, e incluso del ser humano, era hacer de la experiencia una arcilla con la cual moldear bellezas imperecederas. Más que una nostalgia o una vanidad este sería el llamado y el sentido del artista: una conexión íntima con necesidades humanas muy profundas que se olvidan en los afanes diarios.
Los acentos de ese deber piden que el poeta salve su nombre, el apellido de sus antepasados, o se salve a él mismo. En su poema “El hacedor”, Borges escribe:
“Otra cosa no soy que esas imágenes
que baraja el azar y nombra el tedio.
Con ellas, aunque ciego y quebrantado,
he de labrar el verso incorruptible
y (es mi deber) salvarme”.
Qué fácil sería encontrar una definición de Borges y aun una respuesta a la vida en mortificaciones como “he de labrar” o “es mi deber”. Hacerlo es perfectamente legítimo. Si un esfuerzo de ese tipo nos satisface porque nos eleva, aunque no logremos el verso incorruptible, es del todo creíble que Borges puso en eso su empeño y escribía sintiendo sus palabras.
Sin embargo, otro parecer despunta en su propia obra, y es el de que ese verso incorruptible es obra no solo de un movimiento más relajado sino de algo distinto a la personalidad de quien lo escribe. En efecto, en textos como “La flor de Coleridge”, Borges descree de la originalidad y supone muy naturalmente que el autor de la literatura es uno solo, diseminado o extendido a lo largo del tiempo y el mundo, un espíritu universal al que hay que dejar hablar.
Allí Borges rememora a Valéry y a Emerson diciendo: “No era la primera vez que el Espíritu formulaba esa observación”. Así mismo, en su prólogo a Las tentaciones de San Antonio de Flaubert, Borges reprueba el perfeccionismo del francés, entendiendo que ese texto es superior al resto de su obra porque carece de “sus escrúpulos ulteriores”. Quien conozca al argentino recordará que es casi un lugar común en sus disertaciones el decir que la genialidad surge del desinterés y la negligencia.
Todo esto choca con aquella voluntad ineluctable de justificarse en el escrito. Borges decía que escribía diariamente para “sentirse justificado”, y ello nos confronta con dos tensiones que confluyen en el escritor argentino. Por un lado, se trata de oír la verdad, y por otro de expresar y exaltar la individualidad, que no es más que un vulgar rincón de la historia.
Quedarnos con una idea de Borges es quedarnos con muy poco, y tanto más debe decirse de una frase, aunque parezca ser el verso incorruptible.
Por lo general, Borges atenúa sus asertos más vehementes de una manera muy sutil. Al final de “La flor de Coleridge” disculpa el afán personalista de los lectores, el culto al autor, porque la literatura ya varias veces ha parecido revelarse toda ella en algún escritor. Eso mismo sentimos con la obra del porteño como con la de casi ningún otro literato, pero no le haríamos honor a él si no entendiéramos el sentido de su derrota, que es la de todos.
Borges infame
![]() Marcha en Washington durante el movimiento de derechos civiles afroamericano en 1963. Foto: Wikimedia Commons |
Los dislates de ese gran creador que fue Jorge Luis Borges llegan a equipararse a los de los más retrógrados especímenes que uno pudiera encontrar en un coctel de aristócratas. Y no eran propiamente algo que él dijera solo por provocar, o que no haya que tomar en serio, dada su influencia y su inteligencia.
En un diálogo con Eduardo Gudiño Kieffer, en 1972, Borges decía sin vacilación que la violencia racial se debía a que se había cometido el error de educar a los negros. Decía que los negros no tienen conciencia histórica, que son como unos niños, y llegaba a negar el prejuicio existente en la sociedad occidental contra ellos, añadiendo que el efecto de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos había sido un “nacionalismo negro extraordinario”, concluyendo lo siguiente: “convengamos que, de alguna manera, Alemania ha sido más importante para el mundo que el Congo”.
Quedarnos con una idea de Borges es quedarnos con muy poco.
Este es solo un ejemplo de las barbaridades que sostenía sin ninguna vergüenza quien, al fin y al cabo, para no cancelar un almuerzo suyo con el general Augusto Pinochet desafió de frente a la Academia Sueca, que le había solicitado negarse a asistir al evento, diciendo estas palabras en esa ocasión: “yo declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita”.
Era Alfred Nobel quien había inventado la “furtiva dinamita”, y por eso Borges perdió el Premio Nobel de Literatura que le estaba reservado con total justicia, aunque menos por esas palabras que por acceder a almorzar con un asesino de sus preferencias.
Con todo, ese Borges es quien redactó “Los conjurados”, al parecer su último “cuento”, en el cual manifiesta una íntima conmoción por la profesión de fe de Suiza en la razón:
“El hecho data de 1291.
Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan diversos idiomas.
Han tomado la extraña resolución de ser razonables.
Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades”.
Las palabras de Borges en “Los conjurados” son sensiblemente elocuentes y contagiosas, y permanecen incólumes, a su pesar, quizás. Pero tal vez sean palabras de alguien más que Borges, palabras de ese espíritu del que él hablaba. Y en ese sentido, tal vez sean palabras del auténtico Borges.
A fin de cuentas, las contradicciones insalvables entre el individuo apurado por la vida diaria y el alma que puede decir que “Al otro, a Borges, es al que le ocurren las cosas” son recurrentes en la obra del insuperable escritor que fue.
Pero nos vendría bien un baño en ese asombro para entender cuánto de vanidad hay en nuestras propias palabras y en nuestros propios afanes, y cómo es la verdad de ajena, o al menos de universal y, en últimas, inasible.
El rostro y la nada
Tumba de Jorge Luis Borges en Ginebra. |
Borges nos engaña con la idea de que captó lo esencial del cosmos en sus ficciones, o como dice Ricardo Piglia: el infinito. Y nos engaña con la evidencia de que es un simple indolente en sus declaraciones políticas, mediante el recurso de contradecir los hallazgos de aquel supuesto espíritu, las palabras mismas de su dote inventiva.
Con detalles muy puntuales, letales, Borges destruye el alcance conceptual de sus textos o anula la vocación idealista de su pensamiento para demostrar que todo es fruto de una vida indigna de tan altos vuelos. En cuanto a esto, la observación del crítico Enrique Anderson Imbert sobre el carácter eminentemente especulativo o juguetón de Borges, no adscrito a ninguna escuela o credo, es cierta, aunque con el matiz de un triunfo pragmático.
El final de “El Aleph” es un buen ejemplo de ello. También el final de “El milagro secreto”. En estos cuentos, las posibilidades racionales de un absoluto visible se desmoronan, luego de elevarse soberanamente en nuestra lectura, por la vía del fatalismo más simple y estremecedor.
En el primer caso, Borges confiesa ir perdiendo los rasgos de Beatriz, su difunta amada, luego del prodigioso relato de las visiones de su alterado primo en un sótano mágico desde donde puede verlo todo. La visión del cosmos ha deshumanizado a Daneri, mientras que Borges parece recordar con más cariño a Beatriz en tanto olvida su rostro.
Ese contraste es el verdadero punto máximo del cuento, mucho más que la enumeración, el famoso inventario del mundo que atestigua el propio Borges cuando accede a la invitación del infantil Daneri.
En “El milagro secreto”, el sueño de Jaromir Hladik de concluir una pieza literaria inacabada en el segundo mismo cuando lo están matando, gracias a un favor divino, es una gloria para él. Pero el tiempo corre, inexorable, y el plazo concedido (un año dentro de un segundo detenido), termina antes de él coronar el proyecto, que es su íntimo sentido, el que justificaría a todo poeta.
Valorar la contradicción
Así, Borges nos sorprende por la facilidad con la que nos hace comprender la ilusión de unas posibilidades inalcanzables, pero rompe esa ilusión con un rigor no menos sorprendente, aunque sí más taimado y al mismo tiempo contundente. La gracia de su ficción está más en la crueldad con que deshace sus fantasías que en la solvencia con que las construye.
La gracia de su ficción está en la crueldad con que deshace sus fantasías.
De tal modo, a Borges, más que a cualquier otro autor, hay que entenderlo como una contradicción constante. En ello estaba su grandeza literaria. Al considerarlo como pensador, conviene cotejar sus palabras con los pensamientos opuestos que él nunca deja de tener en cuenta, ya sea en las mismas páginas donde emite sus sentencias o en otras páginas suyas.
Solo como Federico Nietzsche, es el pensador más profundo que más se haya trivializado, y no solo en redes sociales, donde los extremos de frivolidad son inenarrables, sino en general, en la vida cotidiana, e incluso a veces en el trajín de la academia.
El mejor favor que podemos hacer a Borges, según él quisiera, es olvidarlo, y atender más a su obra, a los vaivenes y vacíos inagotables de su palabra traidora.
* Crítico de cine, realizador audiovisual y escritor, ha publicado varios libros de crítica de cine, novela y cuento. Premio Nacional de Video Documental – Colcultura 1996.
Magíster en Literatura de la Universidad de Antioquia (Medellín).