Esta cinta documental que muestra la vida de un grupo de mujeres en un pequeño municipio de Antioquia es a la vez un homenaje que acaba por decir más de lo que quería y una obra ubicada entre la realidad documental y la ficción.
Santiago Andrés Gómez*
La imagen fértil
Jericó, el infinito vuelo de los días es una película que comienza y acaba en el silencio. Una película que está poblada por ruidos y murmullos, y también por músicas, por palabras, por cosas que son, como la vida, un reino de este mundo ya en el otro. Jericó es una película que nos separa de ese ruido y nos hunde y enfrenta con su sentido invisible, con su armonía sutil e imperceptible.
Esta obra de Catalina Mesa no solo está dedicada a la bella faz de las mujeres sabias que habitan el municipio de Jericó, Antioquia, sino que sabe fundar su esencial himno a la vida en esas labores, en esas memorias, en esas canciones que se recuerdan y se cantan casi sin esfuerzo, aunque con encendida devoción.
Por eso también la película se esmera en ser un producto primoroso, como las cometas de los niños, con todo lo que implica tal producción. La cinta quiere ser algo amable e incluso seductor. La película no ostenta ninguna trasgresión, por el contrario, acude a formas y aun a estratagemas casi elementales para establecer el contacto entre su universo y el espectador.
Con todo, lo elemental esconde aquí una argucia. Por ejemplo el primer testimonio de “la Chila” en la película, técnicamente un seudo-diálogo con el muchacho que lleva un encargo de buñuelos del padre, parece alternativamente una burda recreación actuada, impropia en un pretendido documental contemplativo, y un sagaz y vital acceso a la chispa de la Chila. La escena es ambas cosas, bajo la bendición de la efectividad y la soltura.
La película se esmera en ser un producto primoroso.
Sin entrar a discutir si todo documental es contemplativo o si la faceta contemplativa de todo documental implica un poco o un mucho de puesta en escena, lo mejor es asumirlo, integrarlo y aprovecharlo. En este caso, es brillante el detalle de que el muchacho no se vea jamás. Esos son los detalles (como los silencios inicial y final de la película) que hacen a la cinta mucho más que su empaque. Así se plantea que la voz y la presencia de la cinta serán del todo femeninas, y se elude la propia convención que se utiliza con delicada sabiduría.
Ficción y documental
![]() Teresita Gómez, pianista y docente musical, partícipe del documental. Foto: Wikimedia Commons |
En Jericó todos los testimonios son falseados o logrados, como usted quiera, con mañas similares, como la visita de Fabiola a su amiga, o la que recibe Celina de una funcionaria de salud en una vereda apartada.
Todas estas son ficciones que suscitan lo documental, que empiezan con artificios como un exceso de cortesía en el trato y cierta sobreactuación, o con emplazamientos de cámara que todo espectador consciente debería saber que son pensados, elaborados o “no documentales” por decirlo simplemente.
Sin embargo, estos dan pie de inmediato a una expresión profundizada por el protocolo, a diálogos que ya no son seudo-diálogos, e incluso a digresiones asombrosas de los personajes desde varios tiros de cámara. Esto demuestra los largos tiempos que se debieron invertir en la producción y la mucha confianza compartida entre realizadora y protagonistas, así como una pericia notable en la edición final.
El resultado es una película cuya esencia invisible trasciende todos los recursos visuales, sonoros y dramáticos con que tuvo que ser hecha. De ahí se arranca, civilizadamente, para llegar a la almendra, al corazón, al alma.
Las estrategias narrativas
¿Cómo lo hace Catalina? ¿Cómo la forma llega a ser todo menos forma? El secreto es, supongo, seguir con cariño “el infinito vuelo de los días”. Esto implica haber pensado de una manera especial el cine, haberse relacionado límpidamente con su entorno y haber trabajado con amor el material conseguido.
En ese sentido, los interludios musicales son bastante más que una convención. Por un lado, haber escogido a la maestra Teresita Gómez como la intérprete de todas las músicas incidentales y haber escogido determinadas canciones no es gratuito: son cosas emparentadas con el espíritu profundo de la cinta, un espíritu campesino y femenino, como la tierra.
Por otro lado, uno pensaría que las imágenes requerirían más tiempo o que el empalme entre imagen y compás debería ser más largo; pero esa no es la índole del relato, que es humano y colectivo (popular), y no el abismo temporal del cine moderno, del cine arte. Este documental es convencional y clásico por definición, casi televisivo, aunque vaya bastante más allá de las apariencias.
De una manera especial se ha pensado el cine para hacer esta película, con consciencia estética pero sin ningún esteticismo. Así el cine se vuelve más que cine, toma el carácter de un encuentro espiritual que en las imágenes postreras se eleva hasta el cielo y arrastra consigo hasta el mínimo grano de maíz, hasta el más insignificante corte, o hasta el borrón de cuatro aguardientes con que la Chila se devuelve a su casa.
Este documental es convencional y clásico por definición, casi televisivo.
En una de las escenas de la película, la directora muestra una sutil embriaguez que ni se siente porque anda uno embriagado con ella, y lo que ve borroso es la nitidez de los recuerdos. Ese plano desenfocado cuando la Chila vuelve a su casa después de beber y cantar en el bar de tangos es el plano más enfocado de la película pues, igual que los silencios del arranque y el final, lo dice todo sin decir nada, lo muestra todo ocultándolo, es y no es, como el reino de este mundo ya en el otro, como la vida pasajera en la perfección comprensiva, implacable e indulgente del recuerdo, o del cine verdadero.
Esta película esconde todos los valores que su directora sabía que tenía desde antes de ser hecha, y sabe insinuarlos más allá de la elegancia que demuestra, con coquetería.
Las críticas
![]() Apartado del trailer, “Jericó, el infinito vuelo de los días”. Foto: Youtube |
En redes sociales el influyente crítico de cine Pedro Adrián Zuluaga se ha ido lanza en ristre contra la película por el inocultable tradicionalismo de la misma, y uno de sus argumentos más fuertes ha sido que este homenaje a nuestras viejas matronas es propaganda, como si la propaganda fuera algo inherentemente espurio y, sobre todo, lejano al documental.
Hay que recordar, sin embargo, que justo como un homenaje fabricó sus mejores películas Robert Flaherty, el reconocido padre del documental. Incluso Nanook, Moana y El hombre de Aran no son solo homenajes sino una clara manipulación, en la que algunos elementos de la ficción entran en juego, y no por eso dejan de ser documentales o se convierten en malas películas.
Yo me pregunto si no hay una legítima ternura en Jericó hacia las ocho ancianas cuya memoria la directora representa ante el público con evidente complicidad. Aunque sea comprensible que uno quiera saldar ciertas cuentas, así sea de modo vicario, con una cultura pervertida, como es toda cultura por civilizada que parezca, no podemos negar dos cosas: ni los valores humanos que se esconden en el tradicionalismo, agazapados como la candidez de tu peor enemigo, ni la importancia relativa del subjetivismo en el diálogo social.
Es cierto que Jericó llega a celebrar con sus personajes algunos de los chistes más viles de nuestro patriarcalismo, como cuando la Chila dice en broma que si de noche se le entra un hombre por la ventana y es feo, simplemente ella se taparía con la cobija. Pero hay sensibles estudios de género que señalan que esas celebraciones en Latinoamérica implican también una postura de resistencia.
En cualquier caso, siempre hay que hilar delgado, porque esta película hace posible la expresión de estas mujeres de un modo más complejo de lo que parece. Y esto es fundamental para cualquier revisionismo coherente que se pretenda hacer de “lo paisa”.
* Crítico de cine, realizador audiovisual y escritor, ha publicado varios libros de crítica de cine, novela y cuento. Premio Nacional de Video Documental – Colcultura 1996.