El último documental de Luis Ospina es una historia del legendario Grupo de Cali al tiempo que una presentación descarnada de la subjetividad de su creador. La película se exhibirá brevemente en salas de Colombia el 8, 9 y 10 de abril.
Santiago Andrés Gómez*
Un texto sagrado
En marzo se estrenó el documental Todo comenzó por el fin, de Luis Ospina, en el Festival Internacional de Cine de Cartagena, precedido por el estreno mundial en el importantísimo Festival de Toronto y su presencia en diversos festivales de todo el planeta. En las proyecciones, la atmósfera era al principio reverencial, pero luego daba paso a la más escandalosa celebración.
Sin duda, estamos ante una obra que hará historia. Por el momento es una novedad y como novedad está dejando su huella, pero con el paso del tiempo lo que quedará es un poderoso “testamento-manifiesto”, que no solo exaltará y conmoverá, sino que estimulará y aleccionará a quien tenga la más tímida filia por el cine, la literatura o la música, es decir, a quien haya encontrado el sentido verdadero de la vida, según parece indicarnos.
Ese inesperado yo
Muy a tono con gestos similares de los últimos años donde agrupaciones e individuos señeros de los años sesenta en adelante han hecho recuentos de su propia obra, el cineasta Luis Ospina, luego de terminar su magno documental Un tigre de papel (2007), intuyó que el tema quizá natural, por no decir obligado, de su próxima película, sería su entrañable y casi ajena vida.
Ospina es (siempre ha sido) un cristal: refleja como un espejo nuestra propia imagen y deja pasar la luz del mundo, imperceptiblemente teñida por su alma. En eso, la semejanza de su arte documental con ciertos rasgos del cine del alemán Wim Wenders lo revela pionero -si cabe el término engañoso- del documental subjetivista contemporáneo. Y por ello, como un colofón, a este filme autobiográfico lo precede un descubrimiento: el de su voz.
La conocida “nostalgia crítica” de Ospina se hace un embriagado y desfachatado autoexamen.
En Todo comenzó por el fin, Luis Ospina se ha permitido hacer locuciones, en una narración fuera de cuadro, como lo evitara antaño solo porque “su voz no le gustaba”. Quizás lo hace ahora porque la auto-conciencia fílmica que significó Un tigre de papel, y a la que parecería ir llegando desde el quiebre de Nuestra película (1993), le debía indicar una temible, escalofriante aceptación de sí mismo como protagonista de su obra y como hilo conductor de la misma.
Esto lo demuestra su confesión de no haber hecho durante casi medio siglo más que una obra negra, un work in progress, para llegar a este trabajo. Como si su obra fuera toda un solo y colosal ensayo mamotrético que, de pronto, le cobrara cuentas, le exigiera una suerte de “revisión apoteósica”, la conocida “nostalgia crítica” de Ospina (como la llama él mismo) se hace un embriagado y desfachatado autoexamen.
![]() Luis Ospina junto a Andrés Caicedo. |
Memoria en vilo
Así pues, al considerar el asunto ineludible, la esencia de su nuevo reto, Ospina se topó con que no podía ser otra que su propio mundo, el universo humano del Cali de los años setenta, un mundo extinto o hecho despojos; uno donde los despojos danzan con su sombra. Pero la vida, en trance crucial, vino a mostrarle al director el límite cegador y pleno de ese mundo donde él ha transitado siempre entre amigos y películas: su misma fragilidad personal.
Ospina cayó gravemente enfermo mientras hacía la película sobre su pasado y volvió este asunto íntimo el eje sobre el cual se elevó la evocación hasta ser en el filme una meditación permanente que surge con espontaneidad. Ese será el sendero que surquemos viendo la cinta, a lo largo de varios capítulos que darían cada uno para ser un documental autónomo y que se van impulsando los unos a los otros.
De un preámbulo sobre su niñez, la película pasa a contar la devoción de Ospina por el cine, hasta dar con sus amigos de patota en el cine club de Cali. El ser atrayente, enigmático, imposible, que fue Andrés Caicedo, se lleva buena parte de la cinta, con testimonios insólitos de sus gentes más cercanas. Luego será Carlos Mayolo quien resulte objeto de un rescate minucioso, que roza lo indecente. Para entonces, irán casi tres horas.
El cine somatizado
A lo largo de esta experiencia, uno se siente en una verdadera montaña rusa debido a la suficiencia con que el relato va siendo armado por el veterano director, uno de los mejores editores que haya habido en el documental latinoamericano. Una fiesta actual de amigos entra entonces a convertirse en uno de los ejes paralelos por donde avanza la evocación, ya inconsecuente, caprichosa, mientras sabemos que Ospina sigue en peligro de muerte.
Al modo del genial e influyente documentalista norteamericano Alan Berliner, sobre todo en esa obra maestra que es Wide Awake (2006), Ospina hace de todo el periplo último de Todo comenzó por el fin una forma somatizada. La película, desde el principio, pero sobre todo en el eje contemporáneo del final, llega a unos niveles de exhibición propia que uno no se esperaría y que son la introspección máxima que Bergman anhelaría: los registros de una cirugía.
En un momento, Ospina deja el destino del documental en manos de sus amigos más cercanos porque no sabe si llegará a concluirlo.
En un momento, Ospina deja el destino del documental en manos de sus amigos más cercanos porque no sabe si llegará a concluirlo, y cuando ellos toman la cámara para grabarlo, nos damos cuenta de que la ironía que apreciábamos en el cine de Ospina está muy bien encarnada en él, que el gélido intelecto que hay tras joyas como Agarrando pueblo (1978) no es sino un ser humano lleno de humor negro, seco, dolido pero invencible.
El plano donde Ospina nos muestra la herida de una cirugía es correlato del primer desnudo masculino del cine colombiano, que protagonizara él mismo en Rodilla negra (1976) de su amigo Mayolo, pero aquí la agresividad es atónita, no buscada. Así, todo el pasaje agónico por la clínica es un desquite de ese yo que ha sido siempre Luis detrás de cámara, como revelándose en el tránsito pertinente, no solo funcional, de exponerse como somos, no como queremos.
“¿Cómo está la sopa?”, le pregunta Lina, su compañera, y él responde: “Igual que ayer e igual que mañana”, con ese cinismo resignado que le ha permitido sobrevivir a una generación de muertos. En una grabación acaso incógnita de los rituales de hospitalización, Ospina dilata la secuencia hasta que una enfermera le pregunta “Don Luisito, ¿ya hizo poposito?”, y él corta, como maestro del montaje que es, en ese punto ilustrativo, no tan gracioso como tiernamente humano.
![]() Luis Ospina y Carlos Mayolo. |
El ámbar del tiempo
Todo esto, y mucho más, hace de Todo comenzó por el fin una obra indispensable en nuestra cultura. Estamos viendo la realidad obrar en sus confines inaplazables, sobre territorios que han hecho parte y son sustancia íntima de nuestra vida común. Cuando Ospina hace uso de material audiovisual de la serie de televisión donde una programadora nacional recreó su vida y la de sus amigos, el delirio toma forma sobre nuestro corazón.
Es Caicedo muriendo en palabras de Patricia, su novia, es Pilar Villamizar, a quien sabemos ya muerta, preguntando al espectador-investigador si algo de lo mucho que vivieron juntos (ella fue actriz de Caicedo y Mayolo) queda. Es ver a Vicky Hernández y a Beatriz Caballero lamentar la ausencia de Mayolo en gestos que no imagina quien vive la juventud muerto de la risa.
Es el tiempo que no deja nada sino espacio para mirar como lo ha hecho este titán, cuya visión profunda ha permitido durante muchos años y de muchas maneras reconstruir la obra de sus geniales pero autodestructivos amigos. Aquí también él se rescata a sí mismo, demostrando el “acto de fe” que hiciera en su primer corto, de confiar de algún modo en el misterio de la vida y preservar la propia con alguna esperanza en el goce que nos da el estar y el crear juntos.
Para concluir, celebro que la postura aparentemente indiferente del Grupo de Cali sobre la realidad de Colombia sea asumida con claridad en el documental. En una mezcla de imágenes de noticias con grabaciones caseras del Grupo, bajo el canto de “nosotros de rumba y el mundo se derrumba”, Ospina despacha el determinismo historicista y las luchas por el poder casi con desprecio.
Al final de ese pasaje, lo vemos apagar con el control remoto la fiesta de amigos. Nadie se podía limpiar con tanta autoridad la mierda que otros llaman realidad.
* Crítico de cine, realizador audiovisual y escritor, ha publicado varios libros de crítica de cine, novela y cuento. Premio Nacional de Video Documental – Colcultura 1996.