A propósito de los 80 años de Vargas Llosa, una reflexión acerca de las afiliaciones políticas a lo largo de su vida, sus ilusiones y desilusiones, y la relación de estas con su obra literaria.
Santiago Andrés Gómez*
Las armas y las letras
En julio de 2008 leí en su columna de El País de España, en la que reseñaba la famosa Operación Jaque, que Mario Vargas Llosa recomendaba a Juan Manuel Santos como una excelente opción para la Presidencia después del segundo mandato de Álvaro Uribe. Eso me pareció natural, pero no por eso menos molesto y perjudicial.
Para entonces el mundo ya sabía de los nexos del gobierno Uribe con el paramilitarismo, y por eso el llamado a votar por un miembro estrella del gabinete me parecía algo peor que escandaloso. Pero al fin y al cabo ese Vargas Llosa era más o menos el mismo que como candidato a la Presidencia del Perú había propuesto armar a los campesinos de los Andes para combatir a la guerrilla de Sendero Luminoso: una estrategia igual a la que poco después promovió Uribe en Colombia con las cooperativas de seguridad Convivir y que resultó desastrosa.
El Vargas Llosa actual no tiene nada que ver como escritor con el de los años sesenta.
Entonces me preguntaba yo, quizás con intolerancia y sin duda con belicosidad, por qué le seguíamos prestando tanta atención a un taurófilo al que le gusta opinar de todo, incluso teniendo la convicción de que el escritor ya no es una autoridad en la sociedad.
Años después, cuando el peruano vino a la Feria del Libro de Bogotá, el alcalde Gustavo Petro lo saludaba públicamente recordando que en su juventud la lectura de Conversación en la Catedral (1969) fue lo que despertó su militancia revolucionaria. Lo asombroso es que Vargas Llosa, que no pierde ocasión de atacar al izquierdismo, diga en el prólogo de su edición definitiva que esa novela es su favorita.
El enigma
![]() Mario Vargas Llosa junto al Presidente Mexicano Enrique Peña Nieto. Foto: Presidencia de la República Mexicana |
Lo anterior me ha llevado a pensar que Vargas Llosa no nos interesa porque en el pasado haya sido “políticamente correcto” y hoy su postura de derecha parezca una elección por conveniencia. Tampoco lo seguimos leyendo porque su izquierdismo de antaño lo califique como un literato de primera línea y el neoliberalismo lo hubiera mermado, sobre todo en comparación con ese formidable período inicial como novelista.
Sin embargo es en este último hecho donde se encuentra la razón del interés que despierta Vargas Llosa y de la simpatía o desconcierto que provoca. Fue un creador genial, pese a que su obra haya cambiado tanto. Hay que insistir en ello: el Vargas Llosa actual no tiene nada que ver como escritor con el de los años sesenta, con todo y que aún sea un narrador experto.
Ahora bien, el autor ineludible que por sus lejanos méritos sigue siendo (como soldado destacado de las letras, pero digno ya de buen retiro), no puede dejar de recibir la evaluación atenta de toda una comunidad que sigue y oye su vitalísimo andar como si pudieran ser nuevas las ideas que ha machacado hasta el cansancio: políticamente, la de una libertad idealizada, que no es difícil exaltar cuando se opone a los excesos del populismo, y literariamente, la idea de que el escritor es un rebelde, un inconforme con el mundo real.
En estas dos ideas, Vargas Llosa no ha evolucionado un ápice en los últimos treinta y cinco años. Esto no sería problema si no fuera porque realmente el mundo le exige hacerlo, a cambio de que no se quede estancado, como está, en esa ceguera en la que se defiende a palos rabiosos con su retórica liberal.
Por ejemplo, cuando critica a Wikileaks afirmando que la confidencialidad es fundamental para todo gobierno democrático, no tiene en cuenta la constante traición de las democracias contemporáneas al pueblo. Y es que él no se da cuenta, pero en contradicción con sus postulados libertarios, para Vargas Llosa las instituciones sí tendrían autoridad para ser diabólicas y los demás simplemente deberíamos aceptarlo.
Al fin y al cabo, como epígrafe de su libro autobiográfico, El pez en el agua (1993), el peruano citaba una frase de Max Weber según la cual para los cristianos en trance de ser oficializados por el imperio romano, todo el que haga política deberá vender su alma.
La falacia del mal menor
Lo que suelen argumentar los defensores de Vargas Llosa y de sus extremismos libertarios es que la calidad literaria no tiene que ver con la ideología. Como novelista él hoy escribe para entretener y, dado el caso, conmover, sin mayor compromiso. Esta autonomía de la narrativa puede ser verdad hasta cierto punto, pero en el caso de Vargas Llosa no es tan fácil de determinar, sobre todo porque él es un reconocido creador beligerante.
Es una coartada muy fácil insistir en que la famosa proclama libertaria del discurso La literatura es fuego, con el que recibió el premio Rómulo Gallegos por La casa verde (1966), hace por igual un enfrentamiento a los autoritarismos de cualquier cuño y serviría para explicar tanto al Vargas Llosa castrista de los sesenta como al neoliberal de los ochenta en adelante.
Las tendencias realistas de su estilo supuestamente deberían ser independientes de su postura política y podrían incluso contrariarlo, como él mismo recuerda, en una charla en 2001 en el Instituto Tecnológico de Monterrey, que pasaba con Balzac. Un novelista realista de derecha, juiciosamente aplicado al realismo, daría paso a una creación que hable por sí sola.
La fiesta del Chivo (2000) sería, paradójicamente, el mejor mentís a la idea de que Vargas Llosa es un derechista a secas.
En ese sentido La fiesta del Chivo (2000) sería, paradójicamente, el mejor mentís a la idea de que Vargas Llosa es un derechista a secas. En esta novela, que trata de la caída de Rafael Leónidas Trujillo, el militar que gobernó República Dominicana por treinta años, hay una exaltación soterrada, muy elegante, pero harto ingenua, de las virtudes diplomáticas, de la moderación y de los formalismos legales en la figura de Joaquín Balaguer, el presidente luego de la caída de Trujillo.
Balaguer representa allí un respeto por las instituciones democráticas que América Latina debería aceptar casi obligatoriamente, a pesar de todas las imperfecciones que ellas suponen. Así, La fiesta del Chivo se vuelve una graciosa finta para atacar al régimen cubano, así como a toda dictadura (sin la oportuna distinción del historiador José Luis Romero entre dictadura popular y dictadura burguesa), y para propugnar un tipo de gobierno que solo por su forma garantizaría la bendita e inapreciable libertad.
Es como si se le olvidara a Vargas Llosa que esa “democracia formal” es la misma que denunció antes, en Conversación en la Catedral, en la figura de Cayo Bermúdez como enquistamiento de la corrupción, un mal peor que el autoritarismo, para encubrir un sistema más feudal que realmente democrático o socialmente igualitario.
El utópico fatalista
![]() Vargas Llosa en 1982. Foto: Wikimedia Commons |
En suma, Vargas Llosa minimiza los problemas del liberalismo moderno porque siempre los beneficia con una comparación histórica con alternativas que él siempre asocia con los destinos de los diversos comunismos en que puso su fe juvenil, tanto en su funcionamiento interno como en su imposible lucha productivista con el mercado. Todo colectivismo hace pensar a Vargas Llosa en las purgas estalinianas.
Por otra parte, su estudio de Milton Friedman y Friedrich Hayek a fines de los setenta, lo convenció de una nueva forma de utopía menguada por su desilusión frente al idealismo populista. Esa “verdadera” y orgullosa anti utopía del liberalismo hace caso omiso de la tragedia social. Pone su fe en los mejores, en aquellos que por su empuje consiguen triunfar, sin ver nunca que los corruptos privilegios de clase se suelen confundir con el talento. A su favor solo juegan las excepciones que modela el mismo régimen.
Pero toda esta discusión está al margen, aun como antítesis, de la obra de Vargas Llosa. Entre tanto, su literatura fue pasando de los desencantos políticos que son Conversación en la Catedral y La guerra del fin del mundo (1980), a un tono cada vez más ligero que no solo pasa de largo por los procedimientos atrevidos que hicieron de su literatura primera un momento inocultablemente superior a la posterior, sino que prescinde francamente de toda seriedad.
La rapidez con que despacha los asuntos que trata (incluso en la sobrevalorada La fiesta del Chivo) solo puede calificarse de simplista. Esto resalta sobre todo en comparación con la soberbia inteligencia con que, en sus veinte, sus novelas inaugurales diseccionaron la sociedad peruana de su tiempo. Que el mismo autor advierta esa diferencia y privilegie aquella obra escrita al calor del comunismo comprueba la conciencia del abismo que las distancia, dejándolo a él ya no muy lejos de una resignación satisfecha y un cómodo fatalismo.
* Crítico de cine, realizador audiovisual y escritor, ha publicado varios libros de crítica de cine, novela y cuento. Premio Nacional de Video Documental – Colcultura 1996.