La mujer del Animal, el más reciente largometraje de Víctor Gaviria, es una obra realista y desgarradora que narra la historia de una mujer sometida al maltrato. Muestra la cara más temible de la humanidad, pero también lo más conmovedor de ella.
Santiago Andrés Gómez*
En memoria de Luis Alberto Álvarez, a veinte años de su muerte
Un repaso
Cuando uno acaba de ver La mujer del Animal (2016), el último largometraje de Víctor Gaviria, tiene la sensación de haber llegado al fin de un largo periplo. Amparo, llena de cicatrices, puede seguir su camino sin mirar atrás.
La mujer del Animal plasma con fiereza una visión del mundo que recuerda el afán marcado (y malogrado) de explicar la sociedad en Sumas y restas (2003). Es un comentario hiperrealista, la evidente toma de postura de alguien que conoce a su gente y es capaz, como nadie, de crear un relato fundacional, de adquirir un tono de leyenda moralizante desde la más crasa observación de la vida.
Aquí la realidad parece obrar por sí misma con una carga diabólica, y las posibilidades de redención, que se dan desde la violencia misma, obedecen a la lógica del infierno y no a la de unas instituciones o de una moralidad que se suponen inmaculadas.
El cine de Gaviria es muy propenso a las malinterpretaciones que él mismo motiva. Creador de una expresión cinematográfica que hizo reconocible lo que antes era inadvertido de nuestro propio mundo, Gaviria facilitó la creación de un modo de representarnos que ya cae en el cliché, en la reiteración de gestos, en la simplificación de tipologías y ambientes.
El propio inicio de La mujer del Animal hace temer que la cinta se quede en esto, toda vez que el cineasta, un poco por cuestiones de producción y un poco por evolución de sus intereses, hoy no consigue una autenticidad como la de Rodrigo D (1989). Las actuaciones son un poco más convencionales en un sentido que de cierto modo es digno de celebrar: a partir de su obra se ha ido institucionalizando un modo de actuación, un modo de ser y de pensar en el cine íntimamente ligado con nuestra cultura.
Pero es obvio: los actores de Gaviria son cada vez menos naturales. Sin ser actores son más actores, menos personas de carne y hueso, menos ellos mismos que intérpretes de otras vidas. La producción es cada vez menos la fiesta inconsecuente que diera a luz esas obras gráciles e irrepetibles que son Rodrigo D y La vendedora de rosas (1998). Son una elaboración más clásica, más calculada, y por lo tanto más susceptible del error visible.
No obstante, Gaviria, que recibió desde siempre el influjo de artistas afines, recibe también su propio influjo y se corrige, en esa pulsión ambivalente que es la creación de una obra propia. Así, durante mucho tiempo quiso arreglar lo que se veía en Rodrigo D como imperfección, y éticamente asumió que el deber de una película era más que reflejar la realidad. Ha pretendido acercarse al mundo como un niño que aprende a atar cabos. Ya su mirada nunca es tan inocente como antes, y quizá hoy no lo es de ningún modo.
El cine de Gaviria es muy propenso a las malinterpretaciones que él mismo motiva.
En Sumas y restas el deseo era explicar un fenómeno social con la apariencia de una realidad naciente, viva, actual. Esto nos habla de la magnitud de las ambiciones no solo formales sino intelectuales de Gaviria. Ahora bien, que Sumas y restas sea una obra importantísima para nuestra cultura, pero igualmente subvalorada, se debe a muchas causas. Entre ellas la incomprensión de los productores, que obraron con afán y no dejaron a Gaviria editar a su modo, por lo cual la cinta quedó trunca.
En La mujer del Animal hay un mayor control sobre la obra, que sí logra concluir su relato luego de una investigación exhaustiva donde Gaviria quiso cubrir todos los frentes de un tema lleno de aristas escandalosas: el sometimiento al que fue llevada una mujer por un hombre desalmado y una familia y un barrio penosamente cómplices.
Historia y tema
![]() El último largometraje de Víctor Gaviria, “La mujer del animal”. Foto: Festival de Cine de Cali |
La mujer del Animal, después de muchos cortes al guión original, sigue contando completa la historia de una mujer que en los años setenta es raptada por un criminal que se obsesiona con ella y la usa como receptor de sus voluntades primarias, como la madre de los hijos que habrán de llevar su nombre, el ser de quien él puede ser dueño y señor.
Su obra es una ficción sin ficción. Gaviria hizo una y mil visitas a la historia real sin añadir nada de su propia cosecha, extrayendo en diálogos incansables, de amorosa paciencia, con la mujer real que vivió los hechos, los datos que permiten rescatar la dimensión humana de la abyección inmisericorde. El punto de vista del relato no se pierde jamás, aunque no tanto en términos narrativos como espirituales. Todo se sucede de manera que rebasa la voluntad de Amparo, pero ella no deja de pensar en ello y vemos cómo intenta preservar su dignidad.
Al mismo tiempo, el Animal es observado como un sujeto impenetrable, que no se deja tocar sin agredir. Desde Rodrigo D hasta hoy, la posición de Gaviria frente a los personajes antagónicos de su cine, y más precisamente ante el antisocial, se ha endurecido, pero no sin conocimiento de causa.
No es necesario mirar muy lejos para darnos cuenta de que los individuos poseídos por un deber ser de cualquier índole, en este caso marginal, que no les permite la más mínima concesión, nos gobiernan en Colombia. Tal deber ser irracional, dogmático, pero tácito, inoculado en la cultura por generaciones, es el que hace que el Animal le diga a Amparo cuando la ve motilada: “¿Me voy a comer a un marica?”, pero también el que lo lleva a darle mejor techo (unas ruinas), y a expresarle que está haciendo una familia con ella.
Gaviria no busca atenuantes para el Animal, descubre abismos. La construcción del personaje está llena de insospechadas franquezas. Son los matices de la cultura con que Luis Alberto Álvarez describía a Simón el Mago, que no hacen más bueno al malo, que no le dan una humanidad tierna, sino temible, y que nos hacen temibles porque nos están enseñando capacidades inauditas de enfrentar, de pelear, de imponernos. La película es maligna, malignamente humana, y eso nos resulta intolerable.
Narración visual
El peligro siempre será, en un entorno cinematográfico simplista, que esta película quede como una reproducción simplemente fascinada con el universo del crimen y no se atienda, incluso más que a lo abismal del Animal, a los conmovedores intentos de Amparo por sobrevivir en medio del maltrato más aterrador que hubiéramos podido concebir jamás.
Pero en la película está el detenimiento en esos episodios íntimos, delicados, como cuando el Animal la tira en una caseta para que viva allí y ella trata de hacer un lecho en el suelo, como cuando escribe en un papel para dejar constancia de su tormento y deja sus escritos enrollados en la pared, como cuando decide cortarse el pelo para que el Animal no tenga cómo arrastrarla tan fácilmente por el suelo, aunque ella no deje de llorar al hacerlo.
Lo más admirable para quien sienta el cine en la piel es la finísima, inteligente arquitectura que teje Gaviria con sus planos. En ocasiones se trata del encuadre, en ocasiones del ángulo, en ocasiones del movimiento de cámara. Todo el cine está, como siempre en el antioqueño, plegado al sentido de la realidad narrada. La última escena y el modo como se mantiene la continuidad desde emplazamientos que nos asemejan al laberinto con que Dios contempla su obra son de los momentos más perfectos de la historia del cine colombiano.
Una vuelta de tuerca
![]() Producción cinematográfica, “Rodrigo D no futuro”, de Víctor Gaviria. Foto: Instituto Distrital de Artes |
Este largometraje lleva a un extremo el realismo gaviriano. El Animal es un ser de leyenda, lleno de detalles que nos confrontan con aspectos de la vida frente a los cuales el humanismo clásico tal vez deba resignarse a ser una ilusión. En esa ilusión, sin embargo, se mueve la película, como si fuera exactamente el paliativo que la realidad nos niega.
Amparo adquiere la conciencia de que es otra la naturaleza que se merece, una verdadera cultura en donde ella sea bien querida por el otro. A punto de matar a su tirano, se arrepiente porque sabe que no es tan fácil hacer frente de modo individual al mal absoluto que encarna un hombre con poder en la sociedad, que es un problema público. Gaviria, entre tanto, enamorado de la frágil persona que ha sido receptáculo de la infamia, se ocupa de recomponer su odisea y consignar la tragedia social que en últimas puede también prodigarle alguna liberación.
Gaviria hizo una y mil visitas a la historia real sin añadir nada de su propia cosecha.
De tal modo, la película es simplemente desgarradora, abrumadora. Como comentario social en que se erige, pone despiadadamente su única esperanza en una resistencia sumamente vulnerable que tiene todas las de perder, porque no es clara la posibilidad de una organización civil más humana. Y llegados a este punto, debemos agachar la cabeza y comprender que en ese caos la víctima que bien pudo morir sin redención, bien puede ser liberada por la violencia, sin otra garantía que el desquite.
Yo felicito y agradezco a Gaviria, demiurgo sin par, el mejor cineasta de Colombia.
* Crítico de cine, realizador audiovisual y escritor, ha publicado varios libros de crítica de cine, novela y cuento. Premio Nacional de Video Documental – Colcultura 1996. Magíster en Literatura de la Universidad de Antioquia (Medellín).