La violencia sexual en el conflicto armado es un asunto urgente - Razón Pública
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La violencia sexual en el conflicto armado es un asunto urgente

Escrito por María Cristina Hurtado

Para evitar que los delitos sexuales queden en la impunidad, es necesario garantizar que las mujeres puedan denunciar sin miedo y exigir que la JEP les dé prioridad*.

María Cristina Hurtado Sáenz*

Prácticas macabras

El uso de la violencia sexual como un arma de guerra fue y sigue siendo una práctica común en el conflicto armado colombiano. Este término incluye violaciones, trata de personas, contagio de ITS, embarazos, abortos forzados y otras violaciones de derechos humanos. Se trata de una forma macabra de ejercer control sobre un territorio y su población que pocas veces sale a la luz porque las víctimas son obligadas a guardar silencio.

Dependiendo del contexto, la violencia sexual puede constituir un crimen de guerra o de lesa humanidad. En cualquier caso, se trata de una práctica que no es susceptible de amnistía ni indultos dentro del Proceso de Paz.

Todas las prácticas de esta índole operan como un mecanismo de control sobre las mujeres y, por consiguiente, perpetúan la desigualdad de género y fortalecen el orden patriarcal. En algunos contextos –como en Yugoslavia o Ruanda– han servido para impulsar y promover genocidios y “limpiezas étnicas”.

El hecho de que la violencia sexual no fuera sancionada severamente por las cortes de numerosos países hasta la irrupción de los movimientos feministas pone en evidencia que el sistema jurídico ha sido cómplice de la guerra y del patriarcado.

¿Por qué las mujeres no denuncian?

Los operarios de justicia suelen creer que la falta de denuncias sobre este tema es se debe a dos grandes razones:

  1. La aprobación (expresa o tácita) de las víctimas frente a la violencia sexual
  2. Factores externos que las víctimas están en capacidad de controlar o resolver como las amenazas de los grupos armados o el miedo a la revictimización.

La evidencia indica que estos no son los verdaderos motivos que impiden que las víctimas denuncien, pero los operarios de la justicia rara vez prestan atención a la evidencia y a las víctimas.

La gravedad de los crímenes sexuales cometidos en el marco del conflicto armado exige que estos delitos sean investigados por la Fiscalía y por tanto no tiene sentido afirmar que el ejercicio penal esté sujeto a la declaración de voluntad de la víctima o la formulación de la denuncia.

Además, la definición de violencia sexual aceptada por los estándares internacionales reconoce que se trata de un conjunto de prácticas que incluyen fuerza, coacción o amenaza que impiden que la víctima pueda oponerse.

Lo cierto es que la tolerancia social e institucional frente a diversas modalidades de violencia sexual es una práctica notoria y extendida. Resulta inadmisible que las instituciones competentes estén supeditadas a que las víctimas, sus familiares o las comunidades a las que pertenecen interpongan una denuncia cuando existen tantos obstáculos para que puedan hacerlo.

También es común que los jueces y fiscales tengan creencias y actitudes machistas, subestimen la gravedad del abuso sexual y estigmaticen o maltraten psicológicamente a las víctimas que acuden a denunciar.

En ocasiones, incluso muestran solidaridad hacia los agresores, usan un lenguaje que refuerza los estereotipos de género y ponen en duda el relato de las víctimas o las someten a un juicio moral.

Estas prácticas representan un obstáculo más para que las mujeres denuncien y contribuye a que los delitos sexuales queden impunes. Para solucionarlo, habría que mejorar la formación en derechos humanos para los servidores públicos e insistir en la importancia de la igualdad de género.

En la mayoría de los casos, las víctimas no cuentan con las herramientas necesarias para reconocer su condición de víctimas, buscar ayuda psicológica y llevar a cabo el trámite legal correspondiente. Además, cuando se atreven a denunciar, se ven obligadas a probar que no fueron ellas quienes “provocaron” al violador, que no mantenían ninguna relación con su victimario y que no consintieron el hecho. Todo esto refuerza los sentimientos de culpa y de vergüenza y refuerza la idea de que fueron ellas quienes provocaron la violación.

¿Qué pasa en las zonas rurales?

La precariedad del sistema judicial y del sistema de salud hace que el proceso sea especialmente difícil para las víctimas que viven en zonas rurales donde los grupos armados tienen el mando y los mecanismos de protección son frágiles o inexistentes. Los casos de violencia sexual casi siempre quedan impunes porque las mujeres no tienen acceso a la justicia.

En el marco del conflicto armado, la violencia sexual suele detonar otras violencias como el desplazamiento forzado, la prostitución y la trata de personas

con fines de explotación sexual. Sobre esto, recomiendo conocer y apoyar la importante labor que el Colectivo Petra Mujeres Valientes lleva a cabo con víctimas y sobrevivientes.

Las niñas y adolescentes que tienen vínculos afectos con actores armados suelen sufrir amenazas y violencia física, sexual y psicológica. Algunas son obligadas a prostituirse y otras son asesinadas o desaparecidas por sus parejas o por otros actores armados. Por ejemplo, Dairo Antonio Úsaga David, alias Otoniel, el máximo jefe del ‘Clan del Golfo’ enfrenta varios delitos de abuso sexual de mujeres y niñas. Y se presume que diría varias redes de prostitución y trata de mujeres con fines de explotación sexual.

Las víctimas de violencia sexual que viven en zonas rurales se ven obligadas a recorrer grandes distancias para poder acceder a valoraciones médicas y legales, lo cual facilita que abandonen los procesos. La falta de una valoración psiquiátrica y psicológica es especialmente grave cuando las víctimas no tienen evidencia física de lo sucedido.

Además, las víctimas casi nunca pueden escoger el sexo de la persona que les hace las pruebas pese a que se trata de un derecho contemplado por la Ley 1257/008, lo cual ocasiona que dejen el proceso por miedo a la revictimización. Vale la pena mencionar que estas pruebas incluyen preguntas sensibles –como el número de compañeros sexuales y la fecha del último encuentro sexual– que pueden dejar los prejuicios de los operarios al descubierto.

Justamente por sus creencias, muchos operarios no les hablan a las víctimas de violencia sexual que quedan embarazadas sobre su derecho a interrumpirlo voluntariamente. Este año, por ejemplo, una niña de tan solo nueve años fue obligada a parir en el Tolima.

También hay ocasiones en que los hospitales no reportan casos de violencia sexual por miedo a que los grupos armados tomen represalias contra ellos.

Foto: Centro Nacional de Memoria Histórica - A las mujeres víctimas del conflicto aún se les debe mucho.

El papel de la JEP

La violencia sexual es más común en las zonas que siguen bajo el dominio de grupos pese a la firma del Acuerdo de Paz. Estos lugares suelen ser disputados por distintos actores entre los que se cuentan paramilitares, disidentes de las extintas FARC-EP y narcotraficantes.

En lugares como Tumaco, alta Guajira, bajo Cauca, Chocó y Pasto abundan la explotación y la trata con fines sexuales de niños, niñas y adolescentes. La presencia de costumbres y creencias religiosas sumada a la de actores armados y narcotraficantes facilita estas prácticas y dificulta que las mujeres denuncien, pues si lo hacen son juzgadas e incluso amenazadas.

Las dramáticas situaciones descritas anteriormente y el hecho de que el 96% de los delitos sexuales que tuvieron lugar en el conflicto armado siguen impunes ponen de manifiesto la necesidad de que la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) abra un macroproceso de delitos sexuales y priorice la resolución de los mismos.

El análisis contextual del conflicto armado con enfoque de género es indispensable para identificar los patrones delictivos que han perjudicado a niños, niñas y adolescentes durante años.

Así mismo, es necesario garantizar la participación de las víctimas en el proceso y desarrollar estrategias que permitan proteger sus derechos y darles visibilidad a sus historias sin revictimizarlas.

Es hora de mejorar la comunicación entre las entidades estatales y las organizaciones de mujeres, formular mecanismos de protección y prevención de crímenes de violencia sexual en escenarios de guerra y judicializar los delitos que siguen impunes. Solo así podremos hablar de justicia para las mujeres, niñas y adolescentes que vivieron –y viven– el conflicto armado en carne propia.

*Este análisis toma varios aportes del documento “Aportes y recomendaciones para la elaboración del Protocolo de investigación de delitos contra la libertad, integridad y formación sexuales y de medidas jurídicas y psicosociales para la atención de víctimas”. La autora participó en su elaboración.

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