La perra - Razón Pública
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La perra

Escrito por Iván Andrade
Ilustración en conmemoración del libro de Pilar Quintana

Ivan AndradeLa novela de Pilar Quintana que retrata la Colombia que no queremos ver

*Iván Andrade

El mar, Damaris y la perra

La arena de la playa, el agua del mar, el horizonte extenso: las imágenes propias de un catálogo turístico, de un cuadro para invitar al viaje, al descanso, a dejar atrás las cargas del día a día.

Pero en la orilla del mar también pueden vivir el dolor y el abandono, la violencia, el olvido y el desamor:

“El pueblo de Damaris era una calle larga de arena apretada con casas a lado y lado. Todas las casas estaban destartaladas y se elevaban del suelo sobre estacas de madera, con paredes de tabla y techos negros de moho.”

Damaris vive entre el mar y la selva, bajo un cielo pesado que siempre parece dispuesto a soltar su carga plomiza sobre la tierra. El suyo es un mundo pequeño, de pocas opciones, donde los días transcurren lentos entre el aire húmedo y pegajoso. El tedio y las obligaciones se mezclan en un día a día asfixiante al que todos los habitantes del lugar, de una u otra manera, se han acostumbrado.

En este mundo irrumpe un día una pequeña cachorra que Damaris adopta. Apenas tiene seis días de nacida y es parte de una camada que ha quedado a la deriva porque la perra que la tuvo fue envenenada:

“Muchos perros del pueblo morían envenenados. Alguna gente decía que los mataban aposta, pero Damaris no podía creer que hubiera personas capaces de hacer algo así y pensaba que los perros se comían por error las carnadas con veneno que dejaban para las ratas o las ratas que estando envenenadas eran fáciles de cazar.”

Damaris se la lleva a su casa sin pensarlo demasiado. Ella podrá darle cuidados y cariño a esa perra indefensa que ha perdido a su madre tan pronto.

“Cuando la marea estaba baja, la playa se volvía inmensa, un descampado de arena negra que más parecía barro. Cuando estaba alta, el agua la tapaba toda y las olas traían palos, ramas, semillas y hojas muertas de la selva y los revolvían con la basura de la gente. Damaris venía de visitar a su tía en el otro pueblo, que quedaba arriba, en tierra firme, pasando el aeropuerto militar, y era más moderno, con hoteles y restaurantes de concreto. Había parado en la casa de doña Elodia por curiosidad, al verla con los perritos, y ahora iba para su casa en la punta opuesta de la playa. Como no tenía dónde meter a la perra, se la puso contra el pecho. Le cabía en las manos, olía a leche y le hacía sentir unas ganas muy grandes de abrazarla y llorar.”

Cuidar a la perra es para Damaris una forma de ser madre, de volcar en un ser vivo todo el amor que tiene adentro, ese amor empantanado en la realidad que la rodea. Su matrimonio es poco más que una rutina cordial pero tensa, una relación fatigada por el tiempo y los reveses; el trabajo no la lleva a ningún lado, no tiene porvenir, es simplemente una obligación de la supervivencia; su familia no es el refugio que ella necesita.

La perra, de nombre Chirli, es una pequeña luz en los días de Damaris. Pero poco a poco se convertirá en un recordatorio más de la realidad, de ese mundo donde el amor es fugaz y pragmático, donde la dependencia se pone la máscara del cariño. Es un mundo donde hasta las cosas más sólidas siempre parecen estar al borde de deshacerse, de pudrirse lentamente y desaparecer.

La otra Colombia

Escritora caleña, autora de “La perra”, Pilar Quintana
Escritora caleña, autora de “La perra”, Pilar Quintana
Foto: Ministerio de Cultura – Fernando González

El pueblo donde vive Damaris hace parte de eso que nos hemos acostumbrado a llamar “la otra Colombia”, la “Colombia profunda”, expresiones que suelen pronunciarse con un leve dejo de superioridad citadina (totalmente artificial, como suelen ser las superioridades autoproclamadas).

Es la Colombia que nos cuesta comprender porque la miramos por encima del hombro, la que más ha sufrido la guerra y el olvido, esa que las urbes han ignorado y a la que muy a menudo le han dado la espalda.

Es la Colombia que nos cuesta comprender porque la miramos por encima del hombro, la que más ha sufrido la guerra y el olvido, esa que las urbes han ignorado y a la que muy a menudo le han dado la espalda.

En esos pueblos alejados la vida se mueve por caminos que a menudo escapan a nuestro entendimiento. Los vemos a través de una lente de exotismo e ignorancia que los aleja aún más y los deja a la deriva.

La muerte es una presencia constante y la narración nos hace sentirlo, nos hace experimentar la atmósfera opresiva donde la desgracia puede venir de cualquier lado en cualquier momento y trata por igual a vecinos y forasteros: nadie está a salvo.

No parece posible hacer planes a largo plazo. El día a día se trata menos del futuro y más de los fantasmas del pasado, o de un presente que se debate entre las obligaciones y las imposiciones de la supervivencia y el tedio de las horas vacías, un tedio hecho de recuerdos y de aturdimiento ante un televisor, un radio o tal vez una cerveza.

La precariedad de la existencia es algo con lo que se vive sin muchas quejas, y los sueños no van demasiado lejos.

La gente de afuera puede ir allí en busca de un paraíso intocado, de un sitio de descanso donde no haga frío y el rumor de las olas calme los nervios. No obstante, a ellos también acaba por afectarlos la ley que rige el lugar, la crueldad del azar y la naturaleza.

Pero ellos pueden huir y dejar todo eso atrás: las casas de recreo, las piscinas, las cortinas, las sábanas y los juguetes que recuerdan la desgracia. Una opción que no tienen Damaris y los suyos.

La fuerza de la verosimilitud

Un posible escenario de la historia narrada por Pilar Quintana.
Un posible escenario de la historia narrada por Pilar Quintana.
Foto: Parques Nacionales Naturales de Colombia – Hernán Lopera

El principal mérito de esta novela de Pilar Quintana es la forma como la prosa austera y precisa, libre de pirotecnia innecesaria, refleja la tristeza y la dureza que dominan el escenario donde se desenvuelve la historia.

La muerte es una presencia constante y la narración nos hace sentirlo, nos hace experimentar la atmósfera opresiva donde la desgracia puede venir de cualquier lado

Una violencia latente, asordinada, recorre toda la novela, es una presencia habitual que es normal para todos los protagonistas y los afecta sin que sean muy conscientes de ello.

Hay una desazón profunda que tiñe todas las vidas de la gente del pueblo. La alegría siempre tiene espacio y se abre camino, pero la sensación principal que deja la lectura es que los personajes están atrapados y tristes, son prisioneros de una vida truncada, de un tremedal de olvido y desamor donde las risas son escasas y uno puede acabar  aniquilando hasta lo que más quiere.

La perra se aleja de lo pintoresco, tiene la virtud de ser una historia y tener unos personajes palpables, que se sienten reales: uno puede sentir su infelicidad y su desamparo.

La fuerza de la verosimilitud está en cada página, así como el gusto salobre del mar, el calor húmedo de la manigua y la lluvia que amenaza con inundarlo todo y sumergirlo en la oscuridad.

*Historiador y magíster en Escrituras Creativas, corrector de estilo y editor.

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