Tanto Santos como Mockus han adoptado posiciones inaceptables sobre el papel de la religión en la política.
Humberto Molina Giraldo*
En agosto de 1789 la Asamblea Francesa promulgó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, cuyo artículo 2 dispuso que "nadie puede ser molestado por sus opiniones, incluso religiosas". Y sin embargo hoy -220 años después- los medios de comunicación o por lo menos algunos periodistas parecen decididos a desconocer este principio en relación con los candidatos a ocupar la Presidencia de la República de Colombia.
Prefiero invocar este derecho en su original y casi ingenua formulación histórica; porque aquellos formadores de opinión se han movido sigilosamente por los bordes de la Constitución de 1991, si ya no es que han entrado decididamente a saco en los artículos 18 y 19 sobre libertad de conciencia y de cultos, consagrados como derechos fundamentales: "nadie será molestado por razón de sus convicciones o creencias, ni compelido a revelarlas…".
Como ciudadano casi me siento forzado a salir en defensa de todos los candidatos sin excepción alguna, los de mis preferencias y los otros, pues en la medida que resulten amenazados sus derechos fundamentales por razones políticas, también resultan amenazadas las libertades de todos nosotros, los ciudadanos. Estoy dispuesto a defender su derecho a profesar o no profesar religión alguna y a no revelar, como criterio para que los electores tomen decisiones políticas, si la practican o no, si creen o no creen en algún Dios.
Y todo ello pese a que ciertos candidatos han asistido a oficios religiosos y peregrinado a templos en lo que debe considerarse como un alarde redundante y demagógico de religiosidad, así como una utilización indebida del culto como instrumento de propaganda política. Pero como individuos han desarrollado tales prácticas dentro de las limitaciones que imponen los derechos de los demás y el orden jurídico, tal como exige la propia Constitución.
Obviamente, en lugar de tener que salir a defender en esta materia a quienes buscan presidir un Estado constitucionalmente laico, hubiera sido preferible -y tal vez, obligatorio- que fuesen los candidatos que aspiran a dirigirlo y a representar a la nación quienes deberían haber asumido la defensa de todos los ciudadanos -sin distinción alguna por razones religiosas o filosóficas-, rechazando con energía la intromisión de medios y periodistas en un asunto que históricamente contribuyó a desgarrar una y otra vez al pueblo y a la nación colombiana durante casi siglo y medio. Tal asunto debería estar definitivamente superado con la extinción del Concordato decimonónico y las decisiones de la Asamblea Constituyente de 1991.
La escena política sufrió tal involución, en dirección a la premodernidad, que los colombianos se vieron devueltos un poco más de 400 años, al 25 de julio de 1593, cuando Enrique IV desgastado por las guerras de religión decidió, en un acto de realismo político, abjurar del protestantismo porque "París bien vale una misa". Antanas Mockus ya explicó que "una cosa es ir a misa y otra es ser ateo"[1]; a continuación también garantizó que aparte de no ser ateo también asistirá apropiadamente a misa, pues afirmó: "yo soy católico, fui acólito y casi soy sacerdote[2]".
Para un espíritu contemporáneo y no maniqueo la alternativa a la teocracia no es el ateísmo sino la libertad y la oportunidad real de profesar sus propias convicciones, en el seno de una sociedad y un Estado laico y pluralista. Sea por confusión en cuanto a los principios o por un simple cálculo electoral, las posiciones asumidas por Mockus son incompatibles con un partido que pretende comandar la alternativa postmoderna a la cultura y las tradiciones hispánicas premodernas. Llevado a la práctica política un maniqueísmo de centro no es otra cosa que un mesiánico autoritarismo de derecha.
Desafortunadamente, en los últimos días al Partido Verde parece estarle afectando una clase de maniqueísmo mesiánico cuyas manifestaciones requieren rectificación, si aspira al apoyo de los demócratas modernizantes. La respuesta que se dio a la posibilidad de una alianza con el Polo Democrático no sólo acude a una argumentación tradicional y premoderna, sino que excluye la consideración y el reconocimiento de hechos positivos a los cuales ha estado ligada la violencia agraria, que requieren la apertura de nuevas oportunidades económicas y legales para las poblaciones campesinas excluidas de la propiedad de la tierra y sujetas a formas de dominación ancestrales y excluyentes. Mientras se insista en que "nuestro lenguaje no es el de los acuerdos políticos" [3], y en que se desechan las alianzas porque sólo serán "bienvenidos aquellos que quieran corregir su camino"[4] se está implícitamente asumiendo una posición caudillista tradicional, se están ignorando las mayorías parlamentarias ya constituidas, y no se están proponiendo alternativas políticas modernas para superar la yidispolítica y el clientelismo en las relaciones con el poder legislativo y con otras formaciones políticas. ¿O es aceptable, entrada ya la segunda década del siglo XXI, que la Casa de Nariño bien vale una misa?
* Filósofo y economista de la Universidad Nacional. Doctor en planeación económica de la Universidad de Paris. Urbanista, asesor y consultor internacional.
Notas de pie de página
[1] El Tiempo, 10 de mayo
[2] El Espectador, 10 de mayo
[3] Luis E. Garzón, 20 de abril, El Tiempo
[4] Antanas Mockus, 20 de abril, El Tiempo