Nada se entiende si no se entiende su historia, y la historia de la financiación y la des-financiación de las universidades públicas muestra cómo y por qué estamos ante un proceso acumulado de deterioro que cada día es más insostenible.
Adolfo León Atehortúa Cruz*
Plata segura
En 1992 entró en vigor la Ley que “organiza el servicio público de la Educación Superior”, más conocida como Ley 30.
El Artículo 86 de esta ley estableció que “las universidades estatales u oficiales recibirán anualmente aportes de los presupuestos nacional y de las entidades territoriales, que signifiquen siempre un incremento en pesos constantes”. Y el Artículo 87 añadió que “a partir del sexto año de la vigencia de la presente ley, el Gobierno Nacional incrementará sus aportes…en un porcentaje no inferior al 30% del incremento real del Producto Interno Bruto”.
La financiación estaba asegurada. A partir de los niveles de 1993, las transferencias tendrían que aumentar por encima del Índice de Precios al Consumidor (IPC). Ya no era necesaria la disputa anual de los recursos ni el “lobby” en el Congreso o en el ministerio de Educación para obtener cada peso.
En desarrollo de esta misma ley, el Decreto 1444 de 1992 estableció un nuevo régimen salarial para los profesores universitarios, garantizándoles el reconocimiento de sus títulos y de su producción académica.
Las primeras crisis
![]() Proyecto de Reforma de la Ley 30 en 2010. Foto: Centro Virtual de Noticias de Educación |
Pero las cosas no funcionaron tan bien como se esperaba. Los salarios decretados por el Gobierno nacional subían por encima de la inflación, los pactos colectivos con funcionarios y trabajadores superaban dicho techo y el Decreto 1444 empujaba los ingresos docentes cuesta arriba.
La fórmula para financiar estos sobrecostos se encontró en la Ley misma: los recursos de las universidades públicas procedían de la Nación, pero era posible reforzarlos con recursos propios. Se dictaron nuevas tablas de matrícula siguiendo el argumento de que los estudios universitarios eran un buen negocio para el estudiante. Al fin y al cabo la “apertura económica” de entonces desmontaba los subsidios e invitaba a un Estado más eficiente.
Las crisis iniciales estallaron hacia mediados de la década de 1990. La Ley 30 no tuvo en cuenta el crecimiento explosivo de los pasivos pensionales, y por su parte los académicos encontraron que ofrecer una educación de calidad internacional implicaba muy grandes inversiones.
En consecuencia, algunas universidades se cerraron; se recortaron gastos eliminando residencias estudiantiles y restaurantes universitarios; se paralizó la construcción de infraestructura; se congeló la planta de servidores públicos y se optó por contratar cada vez más profesores a destajo.
Se edificó sobre dos pilares el crédito educativo para la formación profesional de los sectores medios en universidades privadas, y la formación para el trabajo de los más pobres en el SENA o en instituciones de garaje.
Y mientras tanto las promesas de la apertura económica contrastaron con sus resultados. Una gran crisis financiera internacional encontró a la economía colombiana en estado de indefensión entre 1998 y 2002. Un creciente déficit fiscal, una deuda externa considerable y otro déficit en las cuentas externas tuvieron que ajustarse duramente frente a la fuga de capital, la devaluación y las altas tasas de interés.
Las universidades privadas encontraron cobijo en ICETEX, una institución que dejó de ofrecer créditos para estudios en el exterior y empezó a brindarlos para cubrir el alto costo de las matrículas en Colombia.
En la alborada del tercer milenio, la crisis financiera de las universidades estatales solo pudo solventarse con sus propios esfuerzos. En lugar de aumentar las transferencias de la Nación, el remedio se buscó en reducir los salarios. Así se eliminó el Decreto 1444 y se expidió el 1279 de 2002 para dificultar el alza en la remuneración de los docentes.
Con los nuevos ajustes se impuso una decisión sin presupuesto alguno: ampliar la cobertura en la llamada “revolución educativa” del gobierno Uribe:
- Por un lado, las universidades estatales triplicaron sus cupos, pero los atendieron con una tasa creciente de profesores ocasionales y con el detrimento paulatino de sus recursos educativos.
- Y por el otro, las universidades privadas aportaron a la ampliación de cobertura con recursos extras: el ICETEX se transformó a partir de 2005 en una entidad financiera de naturaleza especial y obtuvo empréstitos con la banca multilateral: 200 millones de dólares del Banco Mundial y una contrapartida nacional de 87 millones de dólares que se inyectaron al pago de matrículas bajo el esquema de capital semilla.
Poco a poco, la educación superior se edificó en los planes de desarrollo del Estado sobre dos pilares impuestos por las agencias internacionales: el crédito educativo para la formación profesional de los sectores medios en universidades privadas, y la formación para el trabajo de los más pobres en el SENA o en instituciones de garaje. Por su parte, las universidades oficiales se hicieron invisibles para quienes diseñaban las políticas y las finanzas públicas.
La situación de las universidades estatales siguió deteriorándose sin recibir ayuda alguna. El costo ocasionado por la incorporación de las nuevas tecnologías de información, la actualización de laboratorios, la renovación de instrumentos requeridos por diversas disciplinas y, en general, los costos de la dotación para la formación profesional acabaron por descomponer la balanza de ingresos y gastos de las universidades públicas.
A todo lo anterior se sumaron los costos en la formación doctoral de los profesores, la internacionalización académica, la pertinencia de la investigación científica, las inversiones en bienestar estudiantil y las urgencias de la infraestructura física y administrativa, entre otros. Estos factores propiciaron un derrumbe presupuestal imposible de contener con lo simples reajustes asociados con el alza anual del IPC.
El costo asumido a partir de 2002 por las universidades estatales se calcula hoy en más de 16 billones de pesos. Las universidades no oficiales, por su parte, costearon parte de sus necesidades con el alza de matrículas por encima del IPC que los créditos del Estado y los particulares pagaban sin pedir descuento.
La realidad presente
El desbalance acumulado acabó por ahogar a las universidades estatales.
Por obligaciones de sobrevivencia, estas empezaron a sacrificar sus necesidades académicas y su desarrollo para garantizar mínimamente el pago de la nómina. Mientras tanto, la infraestructura se vino al piso, se hizo aún más precaria la contratación de profesores y funcionarios, y se eliminaron o redujeron las inversiones en investigación, tecnología y recursos educativos.
La realidad es muy concreta. Un ejercicio sobre los últimos cinco años arroja que, mientras las transferencias de la Nación para las universidades han aumentado entre un 7 y un 7,3 por ciento, en promedio los gastos de funcionamiento han aumentado cada año el 8,67 por ciento, con un crecimiento adicional en los gastos de personal de 9,28 por ciento.
El déficit ha sido cubierto con la búsqueda de recursos propios, el Estado cubre el 50 por ciento de los costos en educación superior pública y descarga en las Instituciones de Educación Superior lo restante.
Dicho de otra forma, mientras el aumento promedio de los gastos de funcionamiento e inversión del Sistema Universitario Estatal en las últimas cinco vigencias supera el 10 por ciento, el aumento promedio de los recursos de la Nación solo llega a la mitad de dicho crecimiento.
Aunque el ministerio de Educación lo niegue, las cifras frías muestran varias verdades contundentes:
- En el año 2000, los aportes de la Nación a las Instituciones de Educación Superior Pública equivalían al 0,55 por ciento del PIB.
- Desde el año 2015, la cifra anterior descendió al 0,40 por ciento.
Si de otro lado se consideran las variaciones del IPC en relación con las alzas salariales, resulta ser que valor real de las transferencias a las universidades estatales descendió más de dos puntos cada año.
La situación financiera de las universidades públicas se ha tornado desesperante. El déficit ha sido cubierto con la búsqueda de recursos propios, asesorías y extensión, pero dichas acciones son insuficientes y apuntan a la privatización por vía del autofinanciamiento.
Hoy en día el Estado cubre aproximadamente el 50 por ciento de los costos en educación superior pública y descarga en las Instituciones de Educación Superior lo restante. El deber ser de la educación pública superior se aleja cada vez más de su realidad y la calidad se pone en riesgo. La ruina en muchas edificaciones se convierte, además, en amenaza para la vida.
Decisiones sin soluciones
![]() Ministerio de Educación Foto: Centro Virtual de Noticias de Educación |
Consciente de la situación, el ministerio de Educación en cabeza de Cecilia María Vélez y durante los gobiernos de Álvaro Uribe, anunció una reforma a los artículos 86 y 87 de la Ley 30 para obtener una financiación de la Educación Superior Pública más acorde con sus necesidades.
No pasó nada. La propuesta se trasladó al primer gobierno de Santos, cuyo ministerio lo encabezaba María Fernanda Campo, y fue incluida en la reforma general que la comunidad universitaria rechazó en el 2011. Con Gina Parody se ofreció una parte pequeña del recaudo del llamado impuesto CREE, al que poco después se le imprimió un rumbo diferente. Por último se adoptó un articulado concreto en la Reforma Tributaria, pero este, una vez más, solo ha servido para cubrir las urgencias prioritarias de otros programas.
Entre tanto, los costos de la Educación Superior siguieron aumentando y surgieron nuevas obligaciones. Los nuevos sistemas de gestión y de control, la acreditación obligatoria, el descuento electoral en las matrículas, la admisión con enfoque diferencial, la ampliación en cobertura de los posgrados, la indexación de revistas y las bases de datos internacionales son solo una lista parcial de estos costos no previstos.
Por último, entre las consecuencias de la crisis fiscal ocasionada por el fin de la bonaza petrolera, hay que incluir el hecho de que el capital semilla del ICETEX no se haya recuperado, de manera que el Gobierno salió en su auxilio compensando las tasas de interés, pero este auxilio se derrumbó poco a poco con una deuda que los estudiantes desertores y los egresados desempleados no pudieron cancelar.
Fue así como nació el programa “Ser Pilo Paga” para auxiliar a las universidades no oficiales, seguido por una propuesta que hoy se está poniendo en curso: la Financiación Contingente al Ingreso.
Por su parte, las universidades estatales a duras penas han seguido aguantando su crisis a riesgo de la calidad académica y la precarización laboral.
*Historiador, doctor en Sociología y Rector de la Universidad Pedagógica Nacional.