José Salazar Ferro*
¿Qué es y qué debería ser un POT?
El pasado 2 de noviembre, el Concejo de Bogotá rechazó la propuesta del Plan de Ordenamiento Territorial (POT) presentada por el alcalde Peñalosa, abriendo así un periodo de cierta incertidumbre en la ciudad.
Digo que cierta incertidumbre porque, si bien el POT vigente cumplió 16 años y es verdad que sus normas deben ser actualizadas, también es verdad que la gran mayoría de ellas pueden seguir funcionando durante este periodo de transición.
Lo anterior se debe a que, antes que ser una guía para el desarrollo de la ciudad, el POT se ha convertido en una especie de no bien dibujado telón de fondo. Desde la adopción del primero en el año 2000 hasta el presente, el Plan se ha limitado a un código que regula las inversiones privadas y, quizás, el marco de referencia para el desarrollo de algunos proyectos públicos.
En general, los planes colombianos de ordenamiento “de primera generación” formularon objetivos muy ambiciosos a partir de discursos generales que no se concretan en decisiones específicas. De esta manera, los proyectos y programas públicos se han guiado más por las decisiones de los Planes de Desarrollo -formulados con lógica sectorial pero no territorial-.
Así los POT han acabado casi siempre por ser documentos sin función precisa. Esto pasa sobre todo en los municipios pequeños, pero aún en ciudades grandes como Bogotá; ¿alguien recuerda qué propuso el POT del 2000 o el del 2003 que haya sido guía para la ciudad en estos años?
La urgencia del nuevo POT
Para que el POT sea la guía que todos enuncian, se necesita un avance importante en lo que los urbanistas llaman “cultura de la planeación”, que va más allá de las exigencias legales e implica una administración y una ciudadanía conscientes de su importancia para el desarrollo adecuado de la ciudad.
La urgencia del nuevo POT es real, pero hay que manejarla, pues nada sería menos productivo que “correr” a hacer un Plan sin tener la certeza de tener el documento que, recogiendo las experiencias de los POT anteriores, constituya la guía que la ciudad necesita para su desarrollo en los próximos doce años.
Los POT han acabado casi siempre por ser documentos sin función precisa.
Mientras tanto, las normas que pueden representar algún obstáculo en el corto plazo para algún programa especial de la nueva administración podrán subsanarse temporalmente en el Plan de Desarrollo o a través de otros actos administrativos.
Sin embargo, creo que la ciudad —y con esto me refiero a los ciudadanos, la administración y las empresas— no podemos esperar otros cuatro años para adoptar un nuevo POT. Este documento ha adquirido tal importancia en el debate sobre Bogotá que debe ser formulado en el menor tiempo posible, y en tanto que concierne a los temas de territorio y planeación que tanto nos ha costado abordar en Colombia.
Aquí propongo entonces algunos puntos para repensar la elaboración y forma de presentar el POT.
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Un documento demasiado complejo
Los planes de ordenamiento en Colombia se ha convertido en documentos muy complejos que demandan enormes recursos para elaborarlos y tienen grandes dificultades para ponerse en práctica. Esta es una consecuencia predecible de:
- La importancia que se ha reconocido a este instrumento tanto en la industria de la construcción como en el desarrollo general de la ciudad; y
- La necesidad de tener programas y proyectos cada vez más completos en áreas como la movilidad, los servicios públicos y sociales o la vivienda.
Pero llegar a lo anterior ha tomado tiempo y el interés de la ciudadanía en los planes de ordenamiento es muy reciente. Hasta hace pocas décadas solo los urbanistas —o arquitectos venidos a planificadores— nos interesábamos en su formulación y adopción: “era cosa de arquitectos y sus pretensiones, que poco afectan la realidad”, se pensaba.
En la década de 1970, con el auge de la construcción y de los créditos hipotecarios, los promotores inmobiliarios y los constructores entendieron que el POT definía las reglas del juego de sus negocios y que, por lo tanto, era necesario intervenir en su formulación. Pero pronto se mostró que era más difícil convencer a las entidades públicas que a los gremios privados de que planear era fundamental.
Los planes pasaron a ser un conjunto de normas para regular el sector de la construcción sin mayor atención a los proyectos públicos. Además, las normas se hicieron independientes del modelo de ordenamiento propuesto y se quiso reglamentar todo, con el fin de reducir la discrecionalidad de los funcionarios públicos. Todo esto dio pie a una gran profusión de normas, que las hizo difíciles de entender y aplicar.
El interés de la administración pública local en los POT llegó después. En los últimos diez años comenzaron a intuir que este instrumento podía definir el modelo de ciudad y contener los programas y proyectos necesarios para enfrentar los enormes desafíos del desarrollo urbano. Este nuevo interés generó una mezcla compleja entre proyecto para el futuro urbano y código de urbanismo regulador de la inversión privada, que fue la base sobre la cual se reglamentaron los POT en la Ley 388 de 1997.
Como si eso no lo hiciera bastante complejo, al POT se le fueron “colgando” otros temas. Algunos son necesarios —como la previsión de riesgos— pero otros responden más a la ineficiencia de las entidades nacionales, regionales y locales, que deberían ser responsables de su elaboración. Por ejemplo:
- Realizar diagnósticos ambientales detallados que no tienen referencias regionales precisas;
- Establecer infraestructuras de comunicación y equipamientos articulados con las redes nacionales y regionales que no se han acabado de definir, ni tienen claridad sobre su paso por las ciudades; y
- Regular el desarrollo de la minería en territorios con gran profusión de títulos otorgados.
A este panorama complejo hay que agregar los nuevos temas de la agenda nacional e internacional, como son la necesidad de “ordenar” el suelo rural —con poquísimos antecedentes e instrumentos—; las exigencias del cambio climático; y los temas territoriales derivados del proceso de paz.
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Desenredar el POT
Es evidente que no podemos seguir en esta espiral que dificulta la elaboración y adopción de los POT y, desde luego, su discusión y aprobación por parte de la ciudadanía y de las autoridades competentes. No es posible discutir en 30 o 90 días —de dedicación parcial de un concejal— un estudio que ha tardado cuatro años en su elaboración y que se presenta en más de 1.400 páginas y más de 500 artículos.
¿Cuáles son las formas de simplificar su elaboración y adopción? En primer lugar, se cuenta con un diagnóstico muy completo recién elaborado por la administración distrital y con normas, programas y proyectos propuestos para su desarrollo, que indudablemente constituyen una base muy importante para el nuevo POT.
En segundo lugar, es posible separar, por un lado, las apuestas generales de la ciudad en torno al modelo de ordenamiento, su relación con la región, el manejo de los temas ambientales, las alternativas de crecimiento o densificación, la movilidad y los grandes proyectos públicos; y por el otro lado las normas concretas que regulan la inversión privada —y pública— en el territorio.
Podría adoptarse un código general de urbanismo independiente del POT.
Las primeras deben ser grandes directrices para el desarrollo y la inversión pública. Por lo tanto, deben ser plasmadas en un documento corto, que sea legible y discutible por los ciudadanos y el Concejo en un plazo aceptable. Deben quitarse toda la retórica y la grandilocuencia que han caracterizado los discursos sobre la ciudad y su futuro, para exponer con toda claridad las apuestas en los temas medulares.
Si bien es cierto que el POT debe tratar muchos temas importantes en la ciudad como la movilidad, los servicios públicos, la vivienda, los equipamientos y el desarrollo económico, esto no quiere decir que sea el documento adecuado para formular las políticas distritales correspondientes a esos temas. Esas políticas sectoriales corresponden a las entidades responsables y deben articularse unas con otras a través del POT. Pero a este no puede exigírsele la formulación de todas las políticas sectoriales que necesita el desarrollo urbano.
También es claro que el POT no puede esperar a que las políticas sectoriales hayan sido formuladas para lograr su articulación en el territorio; quizás habrá que establecer procesos de planeación iniciales y formas para incorporarlos en el futuro. Después, mientras el POT se tramita, habrá que elaborar una serie de documentos que lo completen.
Por un lado, planes “zonales” o proyectos estratégicos que permitan concretar las grandes apuestas en mejorar las condiciones de vida de las poblaciones menos favorecidas. Estos serán a una escala más detallada que el POT general, permitiendo identificar y dar respuesta a los problemas concretos de cada zona con la participación de los habitantes para buscar respuestas adecuadas y viables financieramente.
Por otro lado, deberán ajustarse las normas sobre construcciones privadas o públicas de manera que concuerden con los nuevos objetivos y las metas del POT. Las normas y los instrumentos deben reorganizarse como un todo coherente, articulado y jerarquizado, evitando la profusión que hasta ahora ha creado complicaciones innecesarias, incertidumbre en los procedimientos y, en ocasiones, un margen de discrecionalidad excesivo en el manejo de la ciudad.
Para este propósito podría adoptarse un código general de urbanismo independiente del POT, según los lineamientos de la ley 388 de 1997, que defina el alcance y maneras de aplicar los instrumentos de planeación. Este código se debe mantener, de manera que no sea necesario que cada nuevo POT incluya otra versión del instrumento: esto es lo que sucede en muchos países desarrollados que tienen una larga historia de planeación urbana.
*Arquitecto con posgrado en Historia del Urbanismo en el EHESS, París y profesor de la Maestría en Urbanismo de la Universidad Nacional desde su creación. Consultor en temas urbanos desde hace 30 años.