
Respuesta a un artículo anterior de esta revista. El futuro del sector rural está en escuchar las voces de los y las campesinas, los pequeños productores, las comunidades indígenas y afrodescendientes que proponen formas de pensar las relaciones de propiedad y de producción agrícola respetuosas con el medio ambiente.
Natalia Pérez*
El debate
En la última edición de Razón Pública, Enrique Herrera afirmó que “el verdadero problema de la tierra en Colombia” no es su tenencia, sino el uso que le damos. Según Herrera, si “nos enfocamos en la agricultura digital, orgánica, saludable y amigable con el medio ambiente”, la tierra será más productiva ya que atraerá la inversión extranjera.
Y sin embargo, la semana pasada, cientos de organizaciones y movimientos sociales, que representan a cerca de 380 millones de campesinos, indígenas y consumidores, boicotearon la Cumbre de Naciones Unidas sobre los Sistemas Alimentarios. Según los manifestantes, la cumbre favorece los intereses de las corporaciones y su intención de continuar impulsando la expansión de la agricultura industrial intensiva.
¿Cómo se relaciona el artículo de Enrique Herrera con el boicot a la Cumbre de Naciones Unidas? ¿Cuál es el futuro de la agricultura en Latinoamérica y el resto del mundo?
La propiedad sigue siendo el problema
Como respuesta a las luchas agrarias lideradas por las organizaciones campesinas, indígenas y afrodescendientes, a lo largo del siglo XX y lo corrido del siglo XXI, el gobierno colombiano ha adoptado una serie de políticas que han intentado corregir los altísimos niveles de concentración de la propiedad y de informalidad en la titulación de la tierra.
La ejecución de estas políticas ha sido lenta, difícil y discontinua. Después de las reformas se han presentado contrarreformas que reversan lo alcanzado y desatan nuevas olas de despojo, victimización y violencia.
Un ejemplo de política poco aplicada es la Reforma Rural Integral (RRI) prevista en el Acuerdo con las FARC. Este documento fijó la meta de formalizar la propiedad sobre siete millones de hectáreas y de redistribuir tres millones adicionales a través del Fondo de Tierras. Pero hasta hoy el proceso de formalización muestra un avance del 13 % y el de redistribución de apenas el 1 %.
Frente a estos resultados, no es extraño que algunos quieran esquivar el problema de la concentración y la informalidad de la propiedad de la tierra y que aboguen por soluciones como promover un “mejor uso” del suelo.
La tierra sigue siendo fuente de poder
Ese es el caso de Enrique Herrera. Según uno de sus argumentos, no debemos enfocarnos en la tenencia y concentración de la tierra, porque la tierra ya no es una fuente de poder importante. Dice su artículo que, “cuando existían las sociedades feudales, el poder residía en la tierra, pero ahora el sector agrícola y pecuario es poco rentable. Hoy en día los inversionistas prefieren apostarle a los sectores financiero, inmobiliario y tecnológico porque quienes ‘mandan la parada’ no son los dueños de las fincas sino los dueños de las tecnologías más avanzadas”.
Si bien es cierto que en el mundo contemporáneo la tierra no es una fuente de poder como lo fue en sociedades feudales, el control sobre la tierra sigue siendo fundamental. De hecho, durante las últimas dos décadas inversionistas y empresas nacionales, así como empresas transnacionales, e incluso los gobiernos extranjeros han querido controlar o acaparar grandes extensiones de tierra en los países del Sur, con el propósito de producir comida o biocombustibles en gran escala, así como de protegerse de la volatilidad que por ejemplo implicó la crisis alimentaria global de 2007 y 2008.
En algunos casos los inversionistas no necesitan asegurar la propiedad de la tierra para mantener el control sobre los territorios. Por ejemplo, en Camboya el gobierno otorga concesiones a inversionistas extranjeros que les garantizan dicho control. En muchos otros países del Sur, las empresas agroindustriales firman contratos de arrendamiento de largo plazo con pequeños y medianos propietarios.
En cambio, en Colombia los inversionistas siguen privilegiando la propiedad formal sobre la tierra como mecanismo de control. En la Altillanura, por ejemplo, miles de hectáreas de baldíos han sido y siguen siendo adjudicadas de manera ilegal, despojando comunidades indígenas y campesinas. Estas tierras acaban siendo acaparadas por grandes inversionistas y empresas nacionales o extranjeras, pese a que esto contradice la Constitución y la ley.
Por eso, las organizaciones y los movimientos sociales en Colombia siguen hablando de del acceso a la propiedad. Estas organizaciones saben que, aunque la propiedad no les ofrece una garantía absoluta, sí sigue siendo un medio para protegerse del avance del control territorial por parte de los inversionistas.

En uno y otro caso se afirma que, al aplicar tecnología digital y grandes sumas de inversión extranjera, se logrará una agricultura orgánica, saludable y amigable con el medio ambiente. Este discurso favorece los intereses de grandes corporaciones como Nestlé, Bayer-Monsanto y la Asociación Internacional de Fertilizantes
¿Ganadería extensiva vs. agricultura intensiva?
Herrera también se equivoca al plantear el problema como uno de escogencia entre dos opciones: el de la ganadería extensiva que hoy predomina en Colombia, o el de la agricultura intensiva, que según el debería predominar en el futuro. Esta dicotomía es simplista y sobre todo es falsa, en tanto da la idea de que la única alternativa posible para sustituir la ganadería extensiva es la producción agrícola intensiva.
Como demostró el boicot a la Cumbre las Naciones Unidas sobre los Sistemas Alimentarios, el sistema de agricultura intensiva ha sido criticado por la sociedad civil y la comunidad científica debido a su incapacidad para combatir la desnutrición y preservar los recursos naturales.
Ese modelo se inspira en un discurso neomaltusiano, que justifica la producción agrícola extractivista como mecanismo para alimentar a una población creciente. Pero, en primer lugar, el extractivismo tiene efectos de largo plazo que amenazan su propia sostenibilidad y, en segundo lugar su “alta productividad” se debe a que no paga buena parte de sus costos sociales y ambientales.
Como señalan McKay y sus colegas en una publicación reciente, gobiernos de izquierda y de derecha alrededor del mundo siguen apoyando políticas de desarrollo rural basas en agricultura intensiva, inclusive en perjuicio de sus propios votantes. En efecto, este tipo de agricultura demanda grandes flujos de capital, desvaloriza los conocimientos y tecnologías locales, lo cual implica desempleo y exclusión de los más vulnerables en el campo.
Según estimaciones del Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración (Grupo ETC), quienes producen alimentos bajo el sistema intensivo controlan cerca del 75 % de los recursos totales del sector, pero alimentan apenas cerca del 30 % de la población mundial.
En contraste —como se vio durante la pandemia de COVID-19—, los pequeños productores, pescadores e indígenas siguen produciendo cerca del 70 % de la comida en el mundo, aunque controlan apenas el 25 % de los recursos del sector, lo que los hace altamente productivos y sostenibles. Pese a ello, tienden a ser ignorados en las políticas gubernamentales.
Desde la distancia de las ciudades y sobre la base de saberes abstractos, estos “expertos” proponen introducir fórmulas universales que ignoran o subestiman el conocimiento, la experiencia de los y las campesinas
Agricultura e ideología
Herrera critica la ideología de quienes promueven políticas para democratizar la propiedad de la tierra en Colombia, pero no advierte que su posición también es ideológica.
Llama la atención que su artículo y el discurso promovido en la Cumbre de Naciones Unidas coincidan punto por punto en su intención de mostrar el sistema de producción agrícola intensivo como una panacea. En uno y otro caso se afirma que, al aplicar tecnología digital y grandes sumas de inversión extranjera, se logrará una agricultura orgánica, saludable y amigable con el medio ambiente.
Este discurso favorece los intereses de grandes corporaciones como Nestlé, Bayer-Monsanto y la Asociación Internacional de Fertilizantes, así como los de asociaciones empresariales y grupos filantrópicos como el Foro Económico Mundial y la Fundación Bill and Melinda Gates. Todos ellos son grandes jugadores y aliados del sistema de producción agrícola intensivo y, por ende, están interesadas en marginar y desvalorizar las voces que lo han criticado desde la sociedad civil y la academia.
Tanto Herrera como los promotores de la cumbre de Naciones Unidos conciben la tierra y los territorios rurales como un objeto inerte, desprovistos de presencia humana, lienzos en blanco sobre los cuales se pueden plasmar programas y proyectos diseñados por “expertos”. Desde la distancia de las ciudades y sobre la base de saberes abstractos, estos “expertos” proponen introducir fórmulas universales que ignoran o subestiman el conocimiento, la experiencia de los y las campesinas, los pequeños productores, las comunidades indígenas y afrodescendientes, es decir, de quienes mejor conocen las condiciones y el entramado de relaciones sociales, ambientales y culturales que constituyen estos territorios.
Por fortuna para quienes estamos comprometidos con preservación de la vida, existen redes cada vez más activas, organizadas en el plano local, regional, nacional y global que dan voz a estas formas alternativas de pensar las relaciones de producción agrícola. Ojalá seamos cada vez más quienes las escuchemos.