
La pandemia dejó a los mexicanos sin los abrazos que López Obrador prometió como política de gobierno. Los grupos criminales y paramilitares son la nueva normalidad.
Carlos Resa Nestares*
Abrazos y balazos
El primero de diciembre de 2006, Felipe Calderón se posesionó como presidente de México durante una ceremonia turbulenta, tanto en el Congreso de los Diputados como en las calles circundantes. Los partidarios del candidato derrotado, Andrés Manuel López Obrador, protestaron contra un supuesto fraude electoral.
Diez días después, Calderón ordenó desplegar cinco mil soldados en su estado natal de Michoacán, en cuyos tugurios comenzaron a aparecer cabezas decapitadas, mientras en los periódicos se publicaban anuncios pidiendo justicia, pagados por los mismos asesinos, que ya no eran ni políticos ni funcionarios. La tasa de homicidios registraba entonces sus niveles más bajos desde la Revolución Mexicana (1910-17).
El primero de diciembre de 2018, López Obrador se posesionó como presidente de México en una ceremonia esplendorosa. El hemiciclo legislativo y las calles de la Ciudad de México lucían exultantes e ilusionadas. El flamante mandatario anuncia, brevemente, que la desaparición de la violencia será un efecto colateral de expulsar a los corruptos y “neoliberales” del gobierno.
Su plan: “la paz y tranquilidad se logran con bienestar” y “vamos a cambiar este régimen podrido, corrupto, de injusticias y privilegios. Lo puedo resumir en una frase: trabajo, buenos salarios y abrazos, no balazos”.
La visión de López Obrador coincide con la del grueso de la intelectualidad mexicana, la mayoría de la izquierda política y buena parte de la población: la violencia en México es consecuencia de la desigualdad económica y la militarización de la lucha contra el crimen organizado, inaugurada por Felipe Calderón.
En campaña, López Obrador amenazó con llevar ante los tribunales al ex-presidente por su responsabilidad en el recrudecimiento de la violencia. Durante la década anterior, los cadáveres acribillados se apilaron en las cunetas, se dilapidaron toneladas de presupuesto en seguridad pública y la tasa de homicidios se triplicó, llegando a los niveles que había antes de 1961.
Sin política de seguridad
En conformidad con este enfoque, todo el programa de López Obrador contra la violencia se sintetizó en crear la Gendarmería Nacional, que relevaría a los militares en las calles y caminos de México. Pero, por fuera del mundo ideal, se constató que no existía capital físico ni humano distinto del de las fuerzas armadas, capaz de combatir la violencia. El cambio se limitó a los uniformes y a las insignias de los militares, para que éstos siguieran patrullando y dirigiendo la política de seguridad, incluso, con mayor intensidad.
El flamante mandatario (AMLO) anuncia, brevemente, que la desaparición de la violencia será un efecto colateral de expulsar a los corruptos y “neoliberales” del gobierno.
Cumplido el trivial cambio estético, la estrategia de López Obrador consistió en sentarse a esperar que los grupos paramilitares dejaran de matar mexicanos. En cambio, se concentró en aprovechar las nuevas oportunidades de vida que se abrirían después de abandonar el “neoliberalismo” y unirse jubilosos al recién estrenado marco de armonía social incorrupta.
Pero el guion previsto no se cumplió; ya sea por falta de tiempo —porque la economía no despegó— o por la pandemia y la consecuente crisis económica, que popularizó la distancia de la seguridad en vez de la seguridad a distancia.
Desde la victoria electoral de López Obrador, en julio de 2018, la tasa de homicidios se ha estabilizado en los máximos históricos del último medio siglo. Entre los grandes países de América, sólo Venezuela registra más altos niveles de violencia. Las olas de asesinatos brotan como champiñones y los episodios más brutales se desplazaron desde la frontera con Estados Unidos hacia el centro del país.
Los aspectos cualitativos de la violencia también se han mantenido estables en cuanto a gravedad. En zonas cada vez más extensas de México (urbanas y rurales) circulan milicias privadas con alta capacidad de fuego e impunidad, dedicadas a ofrecer servicios de protección y violencia que la indefensa ciudadanía no está en condiciones de rechazar.

Más elecciones violentas
En este contexto se llevó a cabo la larguísima campaña electoral para los comicios de mitad de mandato, que tuvieron lugar el seis de julio de 2021. En estos, la coalición del presidente perdió la mayoría reforzada, pero revalidó su mayoría absoluta en el Congreso y ganó poder territorial.
La violencia no fue un tema candente ni decisivo, como no lo es desde hace más de una década. Los votantes adoptaron una actitud estoica, donde la violencia hace parte del entorno, y desaparecerá (o no) como llegó; no será, sin embargo, gracias a los políticos y sus políticas.
La estrategia de López Obrador consistió en sentarse a esperar que los grupos paramilitares dejaran de matar mexicanos
Aunque no fue invocada, la violencia sí estuvo presente durante la campaña: tres docenas de candidatos y casi dos centenares de políticos fueron asesinados. La violencia contra políticos nunca estuvo ausente durante las elecciones en México, ni siquiera cuando el partido de Estado obtenía mayorías que harían palidecer a Corea del Norte.
No obstante, en los últimos tiempos la violencia contra políticos sí se ha hecho sentir más, aunque a ritmos menores que la violencia contra el resto de la población. Salvo contadas excepciones, es difícil definir estos asesinatos como violencia política. Los homicidas están lejísimos de tener un ideario político, más allá de garantizar su impunidad y poder ordeñar el presupuesto. Sus víctimas se cuentan en todo el espectro político.
Los orígenes de esta violencia en aumento no son precisamente políticos. El pluralismo democrático aumentó el número de políticos, lo cual, a su vez, aumentó las probabilidades de hallar a uno de ellos en el listado de víctimas. La violencia generalizada, además, facilitó y abarató el homicidio como medio de resolver conflictos privados, independientemente de si la víctima es parte del sector público o no.
Por último, y más importante aún, para prosperar en sus actividades extractivas —que incluyen la parasitación del presupuesto público— las milicias privadas deben micro-gestionar los asuntos públicos y privados. Esto hace más frecuente el uso de la violencia letal, ya sea contra políticos o contra la población en general.
Dicha violencia tiene efectos esquivos y en ocasiones afecta el debido proceso democrático en zonas concretas de México, pero está lejos de afectar el panorama político general. Ya no es, ni siquiera, un tema importante en la agenda electoral.
Sin salida
Aunque haya experiencias locales que lograron reducir los asesinatos, la violencia en México se ha enquistado con escasas señales de disipación y, en cambio, abundante evidencia de metástasis. El catálogo de actividades económicas y sociales que llevan a cabo las milicias armadas se ha diversificado. La transición hacia una sociedad más pacífica, improbable en el corto plazo, será mucho más dolorosa que la propia transición hacia la democracia.
Extirpar empresas violentas, bien enraizadas en el tejido social y económico, necesita enormes dosis de inteligencia que han escaseado en el Estado mexicano. La promoción de las autodefensas para suplir la ineficiente seguridad pública es un fracaso rotundo y contraproducente. La alternativa de incorporar a estos grupos paramilitares a la escena pacífica —una posibilidad con la que coqueteó López Obrador en campaña electoral— es inviable.
Con altísimos niveles de impunidad y con debilidad económica, el Estado tiene un limitado arsenal para controlar la situación. Desconfiados del sector público, la esperanza de la población mexicana recae en que la violencia se agote por sí misma, que los asesinos se liquiden entre sí. Finalmente, no es algo que se pueda descartar, dada su sofisticación armamentística y su primitiva forma de organización.