
Las protestas tras el asesinato de Javier Ordóñez a manos de la policía muestran que las redes sociales son un nuevo espacio para las movilizaciones. Cuál es su potencial y cuáles son sus riesgos.
Raúl Motta Durán*
Las redes sociales
Desde hace varios años se ha hecho evidente que la dimensión digital de la realidad dejó de ser paralela a su análoga, y que ambas están cada vez más relacionadas y entretejidas. En especial por el paradigma de diálogo y participación al que se ha orientado la web con la llegada de las redes sociales.
No podemos perder de vista que esta “multidimensionalidad” de la realidad no es universal. No todos los sectores de la población pueden acceder a la tecnología, de manera que hay brechas sustanciales tanto en términos materiales como de conocimientos; lo que no implica que quienes no hacen parte de estas redes no vean afectada su realidad por lo que puede ocurrir y desatarse por ellas.
Quienes tenemos asegurado ese acceso, somos testigos y a la vez protagonistas del cambio significativo que producen la tecnología y el internet en nuestras maneras de pensar, de comportarnos, de comunicarnos y de relacionarnos con otros en entornos y espacios sociales.
La protesta digital
No es sorprendente que las redes sociales también hayan afectado la manera en la que se desarrolla la movilización y la protesta ciudadana. Así se vio con claridad en el caso de las protestas por el asesinato de Javier Ordóñez el pasado 9 de septiembre.
Las redes sociales se han convertido en medios de información y comunicación masiva. Son espacios usados por líderes políticos, investigadores, analistas, periodistas, ciudadanos y agrupaciones que comparten sus opiniones sin la intervención aparente de los medios tradicionales.
Los clics que les damos a las publicaciones determinan la “línea editorial”. Detrás de nuestros clics hay algoritmos cuyo propósito es mostrarnos información que podría interesarnos y que está relacionada con la que solemos consultar o a la cual reaccionamos mediante un “like” o cualquier otro tipo de reacción digital. Las redes sociales buscan “capturar” nuestra atención en la pantalla.
No son pues, herramientas neutrales, sino que tienden a dividirnos en “burbujas” separadas y reducidas a transmitir aquello que confirma nuestros prejuicios. En estos días recomiendo a las lectoras y lectores el documental de Netflix, El dilema de las redes sociales (The Social Dilemma, en inglés) lanzado coincidentemente el 9 de septiembre.
Las redes sociales son los espacios donde cada vez más construimos nuestra percepción sobre la realidad social y sus conflictos. Muchas personas y colectivos definen sus identidades y sentidos de pertenencia en las redes sociales.
Al igual que en los medios tradicionales, en las redes sociales existen también reporteros: usuarios que con celular en mano comparten fotografías y videos de situaciones que hace unos años hubiera sido difícil documentar audiovisualmente.
La ciudadanía está vigilando el comportamiento de las autoridades en tiempo real, y esto abre la puerta para hacer denuncias documentadas que antes hubieran dependido solo de los relatos y la palabra de los testigos. Hoy, los videos de este tipo sirven para denunciar los abusos policiales, y también para encender la chispa que da lugar a protestas masivas.
Así ocurrió en mayo con el asesinato de George Floyd en Estados Unidos, y en septiembre en Colombia con el de Javier Ordóñez.
Las protestas, como formas de actuación social públicas, expresan la disconformidad, presionan por demandas particulares, y no surgen de la nada. Son la punta del iceberg. Son el estallido de tensiones contenidas, producidas por crisis sociales, políticas, económicas o institucionales.
El propósito de los movimientos sociales es enfrentar las condiciones de desigualdad, exclusión o injusticia a través de acciones sociales colectivas permanentes, buscando entre otras demandas una mejor calidad de vida, defender diversas identidades y reclamar la ampliación de los espacios para participar y transformar las relaciones de poder.
Las protestas históricamente han dependido de hacer visibles sus inconformidades y demandas. Por eso hoy las redes sociales se han vuelto fundamentales para los movimientos sociales:
• Por un lado, son plataformas de organización, convocatoria y movilización de masas, y
• Por otro lado, son espacios para divulgar y visibilizar las demandas y las protestas mismas de los ciudadanos.
Esta visibilidad es la que permite construir solidaridades entre movimientos o entre sectores de la ciudadanía que no están despolitizados aunque no participen en política o en movimientos u organizaciones particulares; son sectores que comparten la exigencia de justicia y el descontento ante la situación actual.
Las calles y plazas son los espacios tradicionales de quienes protestan para afectar la normalidad del día a día y sensibilizar a la opinión. Las redes sociales se han vuelto una extensión de estos espacios y un lugar para llamar la atención sobre las luchas y continuarlas en una cotidianidad que transcurre cada vez más en línea.
En las redes y en las calles, los movimientos mantienen conversaciones que desafían las prácticas políticas dominantes y abren espacios alternativos de discusión sobre la ciudadanía, la economía o la democracia. Lo que está en juego hoy en la protesta —análoga o digital— no es tanto la incorporación en un sistema político, sino el derecho a participar en la definición de este y a construir aquello de lo que se quiere llegar a formar parte.

Lo digital en lo análogo
Por eso venimos viendo cómo en las protestas ciudadanas se entretejen cada vez más esas dos dimensiones de la realidad, la análoga y la digital. A través de las redes se convocaron el 9 de septiembre las velatones y cacerolazos iniciales contra de la brutalidad policial.
Fue un video publicado en redes el detonante de las protestas que manifestaban además de la rabia por lo ocurrido, otras rabias contenidas que, aunque parecían en pausa por la pandemia, se habían seguido discutiendo en internet.
La discusión no se detuvo debido al confinamiento y siguió viva, visible, gracias a hashtags como #NosEstánMatando, #DignaRabia o #DignidadALaCalle, entre muchos otros.
No es casualidad que cada día del paro de noviembre del 2019 fuera bautizado con hashtags (#21N, #22N, #23N…), ni que ahora fuera otro hashtag el referente para seguir las movilizaciones (#21S).
Es interesante ver cómo estas etiquetas no solo pertenecen a la virtualidad: las vemos cada vez más en murales, en actos colectivos, en performances artísticos, en grafitis y carteles en las marchas. Como si fueran hipervínculos o códigos QR análogos, que ayudan a tejer solidaridades, a ampliar discusiones y a que lo ocurrido sobre el asfalto perdure en la web, y pueda ser comunicado sin mediaciones.
No todo lo que brilla es oro
Pero no todo es una maravilla. Las redes no son apenas el camino a la utopía, sino que llevan en sí la semilla de la distopía.
El activismo digital ofrece un acceso fácil, un reducido riesgo físico personal, la posibilidad de sumarse de manera efectiva y afectiva a todo tipo de causas, y de tener un impacto relativamente alto en la opinión.
Pero ante su poder e importancia cada vez más evidentes, ese activismo al mismo tiempo es susceptible de ser afectado por nuevas estrategias de silenciamiento y aplacamiento. Quienes están en el poder lo saben, y sin duda están buscando qué hacer al respecto.
En ese sentido, no puede pasar desapercibido que el mismo 10 de septiembre el ministro de Defensa afirmara que, “a través de redes sociales se identificaron perfiles que realizaron publicaciones en contra de la policía”.
O que hace unas semanas la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) publicara un informe según el cual parte de la estrategia digital del gobierno es identificar más de 450 cuentas de personas clasificadas en las categorías “positivo, negativo y neutro” en función de sus opiniones sobre el gobierno nacional.

Los ciudadanos no somos los únicos con los ojos puestos en las redes. Con seguridad se vienen tejiendo estrategias para contrarrestar sus efectos políticos. Pero eso no nos debe amedrentar, el miedo no puede detener la movilización, no la puede silenciar, no puede evitar que imaginemos que es posible una nueva realidad.
Por eso marchemos, sigamos marchando, por calles tanto de bytes como de asfalto.
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