Reflexión de un psicoanalista sobre el encierro, el culto al jabón, las promesas de cambio y la anhelada llegada de sea lo que sea que nos va a salvar.
Luis Fernando Orduz*
Esperando al héroe
Aún es imposible saber qué efectos tendrá la experiencia que estamos viviendo sobre nuestra salud mental y sobre nuestra vida cotidiana. Y es justamente a eso, la incertidumbre, a lo que nos enfrenta la pandemia.
La omnipotencia humana, que pretende controlarlo, predecirlo y prevenirlo todo, por estos días anda ansiosa buscando certezas y verdades. Cada uno echa mano de sus ideales para crear su pequeño dios: los salubristas apostolan por los cuidados higiénicos, los economicistas por el capital que garantizará la vida y los espiritualistas nos anuncian la llegada de un nuevo orden.
Es por su propio equilibrio mental que la humanidad busca un héroe —seguramente llegará revestido de poder científico— que, como en los cuentos infantiles, pueda derrotar las fuerzas de la oscuridad. Si este fuera un capítulo de Juego de Tronos, diríamos que el ejército de los muertos ha derribado el muro de nuestras certezas, y buscamos entre los diversos titanes alguno que con su fuego destroce la presencia del mal.
Hace siglos, el virus oriental de la Peste Negra tardó casi tres años en viajar por la ruta de la seda hasta occidente; esta vez tardó seguramente pocas horas al viajar en la primera clase de alguna aeronave. Y con la misma velocidad el mundo espera que llegue un remedio.
Pánico, encierro y reflexión
Pero mientras espera, también asume una actitud de contrición que es visible en muchas reflexiones y llamados recientes.
Experiencias de encierro recientes en nuestras memorias son las de los programas televisivos que observamos en las pantallas de televisión bajo el nombre de “realities” —sobre todo aquellos donde la supervivencia y la convivencia marcan el desarrollo de la trama—.
Los relatos de los participantes en el momento del retorno están llenos de sentimientos de arrepentimiento y promesas de cambio sobre su comportamiento en la vida. Sin embargo, semanas o meses después de la experiencia, una especie de fuerza de gravedad social volvía a llevar al adicto a sus adicciones, al maníaco a sus manías, al usurpador a la usura, al pecador a sucumbir de nuevo a la tentación olvidada por el encierro.
El temor al dios que regía la naturaleza condujo al encierro en hogares y dentro de ellos a esa reflexión moral
En la mitología griega, las iras del dios Pan —de donde proviene la palabra pánico— siempre causaron temor entre los mortales. El temor al dios que regía la naturaleza condujo al encierro en hogares y dentro de ellos a esa reflexión moral, propia de los entornos familiares, donde hay un juicio sobre las buenas y las malas acciones.
En nuestra sociedad católica, la visión de la catástrofe letal nos lleva a buscar en las promesas y en los actos de arrepentimiento una forma de garantizar un retorno a la ficción del anhelado paraíso perdido. De la mano del miedo, nos decimos que nuestros actos en relación con el mundo ya no pueden ser los mismos, cual infiel arrepentido que promete aquello que no podrá dar.
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Higiene y distanciamiento social
Pero para convencernos de que ello va a ser así, al menos frente al mundo que nos encontraremos en el futuro post-pandemia, las prácticas o actos cotidianos de limpieza obsesiva se multiplican por doquier.
A la manera del acto bautismal que borra nuestros pecados originales, hoy en día ese perfecto disolvente natural que es el agua se conjuga con ese otro jabonoso germicida creado por el hombre para purificar el cuerpo de la posible presencia del mal.
Ese acto ritual de lavarse las manos, tan necesario hoy en día, fue “inventado” por Semmelweis hacia mediados del siglo XIX para proteger a las madres de las fiebres puerperales. Como en muchas ocasiones, nadie creyó en la observación genial y el médico húngaro cayó en desgracia.

Foto: Pixabay
Sólo cuando todo esto pase, veremos los efectos de la cuarentena en nuestra salud mental.
Gracias a nuestros temores, hoy en día las prácticas de purificación pululan no solo en forma de ritos de lavado, sino en prácticas de distanciamiento social. Es llamativo que una de las formas de protegernos contra el coronavirus sea mantener un espacio suficiente con otro para que no nos contamine.
Máscaras, mascarillas, guantes, látex, poliuretanos, aislantes… Es como si estuviéramos construyendo una segunda piel de plástico para protegernos de los males del contacto humano, que nos ha llenado enfermedades fatales desde la sífilis al coronavirus.
Paranoia social y retorno a la familia
Es claro que esta práctica del no contacto traerá una serie de beneficios sociales. Las cifras de criminalidad disminuirán seguramente, como también disminuirán los contagios. Para aquellos que gustan de las evidencias podremos confirmar en unos cuantos meses la tan citada frase de Hobbes, de que el hombre es un lobo para el hombre.
Si antes sufríamos de una cierta paranoia social frente al extraño, al extranjero, al migrante, hoy en día ese sentir lo extendemos frente al cercano, al familiar que vuelve a casa. Casi como una ordalía contemporánea, sometemos a aquel que retorna a prácticas de confinamiento. Si salen limpios de ellas los acogemos de nuevo en el espacio familiar.
Desde hace décadas, asistimos al continuo desplazamiento de masas humanas, por las trochas o caminos veredales, por los atajos, por las grandes autopistas. Los desplazados internos, los migrantes, los nómadas urbanos. Una pléyade de caminantes que hoy detienen el paso. Las fronteras se cierran, detenemos el andar incesante, en cada uno de los que se sienten lejanos hay un anhelo de retorno.
Las consecuencias de este virus invisible harían feliz a Plinio Correa de Oliveira —ideólogo de un movimiento católico tradicionalista en Brasil—: los seres humanos retornan a la familia y a la propiedad privada, pues lo público es una amenaza. En ese entorno de encierro familiar, guiados por el temor a las iras de los dioses, los discursos de lo que está bien y lo que está mal retornan a referentes tradicionales.
Si antes sufríamos de una cierta paranoia social frente al extraño, al extranjero, al migrante, hoy en día ese sentir lo extendemos frente al cercano, al familiar que vuelve a casa
En los años setenta, una directora de cine italiano, Lina Wertmuller, hizo una película que en español se llamó Arrastrados por un insólito destino o Insólita Aventura de verano. Es la historia de un naufragio en el que sobreviven la aristócrata y altiva dueña del yate y un marinero comunista.
En la soledad del aislamiento, la conflictiva lucha de clases entre la clasista mujer y el rebelde izquierdista desaparece y surge el esperado romance de la isla desierta. Todo es declaración de amor apasionado y romántico, mientras sobrevivían al naufragio. Tras el rescate, anhelado y temido, las fuerzas del pasado vuelven a imponerse. Tal vez el pasado tiene más fuerza que el futuro, o para decirlo en palabras de Juan Gabriel, la costumbre tiene más fuerza que el amor.

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Mientras la tormenta de infinitas coronagotas invisible amaina, es válido el uso de cualquier kit de herramientas preventivas frente a los efectos nocivos del encierro.
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¿Qué hacer?
Mientras la tormenta de infinitas coronagotas invisible amaina, es válido el uso de cualquier kit de herramientas preventivas frente a los efectos nocivos del encierro.
Haga saludos al sol al despertar, o una buena sesión de yoga o tai-chi o cualquier apropiación moderna de técnicas de relajación. Siéntase personaje de Jorge Amado y dedíquese al arte de los sabores y los olores; desayune y almuerce en familia y después haga una breve o larga siesta.
Encomiéndese a alguno de los innumerables dioses o gurúes que hoy se ofrecen por la red virtual, oiga sus homilías, panegíricos y disertaciones con entonación sacerdotal o culebrera; retorne a los viejos actos de manufactura: teja, cosa, arregle cables, pinte la casa o haga las manualidades que la escuela virtual deja para sus hijos.
De vez en cuando retome esa vieja práctica de la lectura o busque el camino alternativo de los audiolibros y sueñe… sueñe mucho con que un día cesará la horrible noche.
*Psicoanalista y miembro titular de la Sociedad Colombiana de Psicoanálisis.