¿Y si le quitamos la jubilación a los funcionarios corruptos? - Razón Pública
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¿Y si le quitamos la jubilación a los funcionarios corruptos?

Escrito por Jaime Lopera
Vista lateral del congreso de Colombia

Vista lateral del congreso de Colombia

​¡Otra vez vamos a cambiar la Constitución para frenar los abusos de los parlamentarios! Entonces, de manera juguetona, el experto en administración  pública explora aquí dos remedios que demuestran…lo difícil que es evitar los abusos.

Jaime Lopera*

Cómo vigilar a los parlamentarios

En este momento está de moda hablar de reforma política, con algunos añadidos para elevar la representatividad y calidad del Congreso y de los congresistas. Por ejemplo el proyecto sobre “Equilibrio de Poderes y Reajuste Institucional” que el Gobierno presentó en estos días, insiste sobre la “silla vacía” o sobre los concursos de méritos para escoger funcionarios púbicos.

Y sin embargo no existe todavía una propuesta fundada o una evidencia empírica que nos permita saber cómo se pueden sancionar efectivamente los malos comportamientos de los congresistas, aparte de las cautelosas decisiones que toman ellos mismos o, en los casos extremos, de las sanciones que imponen el Consejo de Estado o la Corte Suprema de Justicia.

No existe todavía una propuesta fundada o una evidencia empírica que nos permita saber cómo se pueden sancionar efectivamente los malos comportamientos de los congresistas.

La pregunta de si los congresistas deben ser sancionados mediante los procedimientos de una ley determinada está fuera de lugar porque ellos mismos no adoptarían una ley que los convierta en auto-flagelantes como los nazarenos en Semana Santa que se dan azotes en las calles.

Por eso cabe preguntarse: además de las acciones de vigilancia que ejercen los medios de comunicación, ¿hasta qué punto deberían los congresistas entregar balances al público, como los consejos de rendición de cuentas que se hacen en el Ejecutivo? ¿Qué parte de la información que ellos manejan para producir las leyes debe ponerse a disposición del público?  ¿Hasta dónde podemos tolerar que los congresistas persigan su interés propio en vez de proponer consideraciones éticas más profundas? ¿Qué parte de nuestros recursos debemos dedicar para mejorar la transparencia del poder Legislativo? Y en última instancia, ¿cómo se debe tratar a los denunciantes?


​​La Ministra de Comercio, María Cecilia Álvarez-Correa.
Foto: Ministerio de Comercio, Industria y Turismo

Ideas contra la corrupción

Existen muchos estudios sobre la manera como la corrupción afecta negativamente el desarrollo de un país: por ejemplo el informe de la Auditoria General de la Nación en 2010 fue muy elocuente en sus datos estadísticos y en sus recomendaciones.

Pero no existe todavía, que se conozca, un análisis de la relación costo-beneficio que debería calcularse en torno a las leyes que se aprueban por el Congreso y el impacto económico o social que algunas normas aprobadas producen en diversos sectores de la sociedad.

Desde hace un tiempo viene circulando en las redes sociales una serie de propuestas sobre la forma de castigar a los parlamentarios por su inmoralidad o ineficiencia. Estas propuestas surgen como un reclamo desesperado de los ciudadanos ante los privilegios e inequidades flagrantes en favor de miembros del Congreso u otros funcionarios de similar importancia.

Por ejemplo, el caso reciente de abuso de una congresista en las playas de Cartagena produjo sentimientos de rechazo y sacó a la luz pública invitaciones como la de firmar una moción que quite a los congresistas la capacidad para votar su propio aumento en las asignaciones parlamentarias como lo hacían antes.

Dos propuestas inusuales

Alguna vez me preguntó un periodista sobre “las soluciones políticas más convenientes para dar término a los problemas de eficiencia y de moral en el Congreso, no importa que sean absurdas”.

Le dije al reportero que por ahora se me ocurrían un par de ideas inusuales en torno a la política electoral. Le añadí, por si acaso, que si le parecían utópicas quizás fueran posibles después de una o dos generaciones de colombianos.

1. La primera propuesta es la más difícil: cada vez que un servidor público (incluidos congresistas) reciba una condena por un delito contra la administración pública o contra la seguridad nacional en alianzas con la guerrilla o los paramilitares, perderá en forma automática todos sus derechos pensionales y su antigüedad en el sistema; y si ya los tiene, deberá devolverlos al tesoro público hasta que la justicia lo rehabilite de su falta.

Son múltiples los casos de exgobernadores, exalcaldes, exmagistrados, etc., que perciben, aún en la cárcel y sin que nadie se asombre, jugosas pensiones, muchas veces liquidadas indebidamente, todo por cuenta del presupuesto nacional y los impuestos de los ciudadanos pulcros.

No parece muy difícil la ilustración de esta iniciativa: dado que muchísimos colombianos suelen ir detrás de una jubilación del Estado, para su familia y sus descendientes, esta norma (perder su pensión de por vida) probablemente multiplicará a los honrados y asustará a los infractores.

Son múltiples los casos de exgobernadores, exalcaldes, exmagistrados, etc., que perciben, aún en la cárcel y sin que nadie se asombre, jugosas pensiones.

Sin embargo, se necesitaría de una muy poderosa Asamblea Constituyente para aprobar esta reforma, con el riesgo de que a la mañana siguiente habría un tremendo revolcón en el país, lo cual no sería una mala idea dadas las circunstancias.

2. La segunda propuesta es menos conmovedora: consiste en institucionalizar la subcultura del clientelismo. Con los años hemos visto que el diseño de los “roscogramas” es una inveterada tradición heredada de los españoles: ¿no fue acaso un primo bien colocado de Cervantes quien lo presentó a un funcionario de la Casa de Contratación de Sevilla para que lo emplearan como escribiente en la oficina de ultramar en Cartagena? Lo rechazaron, tal vez por manco, y por eso nos salvamos de que El Quijote se escribiera en la calle de Candilejo.

Dado que el clientelismo y el “roscograma” son costumbres que no ha sido posible erradicar, el remedio que propongo se inserta de una manera diferente en esa realidad inocultable de la subcultura política.

Una ley diría: todos los servidores públicos tienen derecho a colaborar con sus familias recomendando a sus parientes y amigos para los puestos oficiales, e incluso nominarlos como concejales y diputados.

Pero serían requisitos para este anuncio: inscribir previamente al nominado en un registro público al alcance de todos; respaldar la nominación con una garantía bancaria que cubra el equivalente de tres años de remuneración (la cual será hecha efectiva en caso de un llamamiento a juicio); y firmar un anexo por medio del cual el servidor público se hace solidario de todos los actos del pariente o amigo en cuestión, incluso aceptando su propia destitución en su cargo por la incorrecta recomendación asistida, lo que se conoce con el nombre de culpa in eligendo.

Por ejemplo, el canciller alemán Willy Brand renunció a su cargo en 1974 al aceptar la responsabilidad política “por negligencia” cuando descubrió que su secretario privado, Günther Guillaume, era un espía de los alemanes en plena Guerra Fría. Con esta renuncia admitía lo que todos esperaban: que los ministros acepten su responsabilidad política por un desacertado o erróneo nombramiento de una persona que luego comete un delito o una irregularidad punible a pesar de haber sido designado como funcionario de confianza.

De igual modo, una disposición similar sería útil para purificar las listas electorales de los partidos de los posibles transgresores.

Y para completar este cuadro de ideas contra la “corruptocracia” se puede procurar que el cabildeo o lobby también implique un compromiso contra el tráfico de influencias y que las acciones de los cabilderos queden consignadas en un portal en internet, con nombre propio y a la vista de todos.


La Ex-senadora Piedad Zuccardi, acusada de tener
vínculos con grupos paramilitares.
Foto:  ICP Colombia

Optimistas y pesimistas

La captura del Estado por parte de los paramilitares y el narcotráfico no es menos reprochable que la que buscan los grupos y gremios legales (industriales, comerciantes, financieros, exportadores, farmacéuticas, etc.) que dan sobornos con el fin de influir en las normas que regulan la marcha del Estado desde el campo legislativo.

Cuando he debatido estas ideas han aparecido optimistas que piensan que la amenaza latente de una jubilación perdida podría reducir en un altísimo porcentaje la corrupción, pues se estarían tocando las fibras de unas expectativas familiares (empezando por la madre y la esposa) que ejercen mucha fuerza sobre la conducta de los congresistas.

Los pesimistas presuponían, quizás con razón, otra cosa: como se trata de un castigo que recae sobre el período de jubilación en todos aquellos que reciben una remuneración del tesoro público, es muy improbable que una iniciativa como esta alcance a reflejarse en un proyecto de ley aceptado por un grupo de sus vigilados, es decir, los propios políticos.

Los esperanzados prosiguen así sus demostraciones: sobre la base de la ley de Pareto (según la cual el 20 por ciento del esfuerzo produce el 80 por ciento de los resultados) se tendría la ilusión de que una quinta parte de los congresistas pudiera hacer mucho por el país dándole importancia a este sacrificio, aunque bastante más del ochenta por ciento va a encontrar todos los argumentos legales y morales para mantener la racha de privilegios que hoy detentan.

Si ese grupo del 20 por ciento fuera el motor de una iniciativa semejante, estamos seguros de que la imagen del Congreso de la República ascendería muchísimos puntos en la opinión pública por cuenta de una actitud que favoreceria la autolimitación de unas prerrogativas que le amargan la vida a los colombianos.

Ante esa realidad, cualquier otra opción (aún más extraordinaria e insólita) puede ser válida para encontrar el camino de una expiación que le daría una vuelta completa a los antivalores que hoy se están defendiendo en el Congreso.

 

* Escritor, ensayista y periodista. Fue jefe del Servicio Civil, hoy Función Pública, y director de la ESAP. Presidente actual de la Academia de Historia del Quindío.

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