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Vivir el paro desde casa

Escrito por Paola Molano
Paola Molano Ayala

Rabia, tristeza, esperanza, preocupación e impotencia son las emociones que produce la trágica situación del país. Testimonio elocuente de una ciudadana.

Paola Molano*

Un péndulo de emociones

Estos días se han sentido como un péndulo: un ir y venir de sentimientos.

Semanas antes del 28 de abril, cuando fueron convocadas las marchas, tenía muchas dudas al respecto porque me parecía evidente que muchos de los políticos que llamaban a la ciudadanía a movilizarse contra la reforma tributaria –ciertamente inoportuna y desconectada de la realidad nacional– pretendían “pescar en río revuelto”.

Cada quien metía en la “agenda de la marcha” cosas sin duda muy distintas: la pelea contra la alternancia en los colegios, contra la reforma a la salud, a las pensiones y un larguísimo etcétera. Yo tenía muchas dudas y sentía que el propósito era cada vez menos claro.

Además de la desconfianza hacia los políticos, me sentía angustiada al ver que el tercer pico parecía –y parece– no tener techo. Ambas cosas me llevaron a decidir que esta vez no saldría a marchar.

El 28 de abril varias personas se reunieron muy temprano cerca de mi casa. Oí pitos, vuvuzelas y arengas. Alrededor del mediodía empezaron a llegar marchantes de otras direcciones. Creo que todos iban hacia el centro. Cuando bajé a observar la escena me asusté de inmediato, pues la necesidad de hacer sonar los pitos, de cantar y de gritar impedía que los marchantes usaran el tapabocas. Es inevitable sentirse en riesgo después de un año de ser bombardeada por mensajes sobre los protocolos de bioseguridad y las medidas de autocuidado.

La importancia del paro

Debo confesar que además de preocupación, la escena me produjo emoción, pues para mí las marchas son sinónimo de solidaridad y colectividad. Me conmueve que las personas interrumpan su vida cotidiana y renuncien a la comodidad individual para manifestar su inconformidad de forma colectiva caminando durante varias horas sin importar la intensidad del sol o de la lluvia.

En este paro he visto batucadas, banderas, carteles con mensajes ingeniosos, dolorosos, algunos insultos, muchos reclamos…También he visto muchos hombres y mujeres jóvenes.

Me conmueve que las personas interrumpan su vida cotidiana y renuncien a la comodidad individual para manifestar su inconformidad de forma colectiva caminando durante varias horas sin importar la intensidad del sol o de la lluvia.

Ese mismo día, después de ver tantas personas caminando al mismo son, entendí algo que la desconfianza me había hecho pasar por alto: manifestarse a través de una marcha en un país que se caracteriza por el silencio es un acto valioso independientemente de que algunos políticos traten de sacar provecho de él. Y entonces me convencí de que era un acto necesario para la democracia, especialmente en momentos tan críticos como este.

Vi varios videos en los noticieros, algunas selfies de amigos y amigas que salieron a marchar y un par de comentarios en redes sociales. En ese momento pensé que simplemente se trataba de una marcha grande. No imaginaba lo que estaba por venir.

Foto: Cortesía Sebastián Olis - Las noticias sobre el paro son abrumadoras.

El dolor compartido

Los días siguientes sentí muchas más cosas: impotencia, rabia y, sobre todo, preocupación. Muchos heridos, Cali encendida y las redes sociales a punto de reventar. Recuerdo especialmente el caso de una joven que recibió una bala de goma en un ojo y perdió la vista. Fue una de las primeras víctimas visibles del uso excesivo e injustificado de la fuerza. Tristemente vendrían muchas más: cada vez es más difícil llevar la cuenta de los jóvenes golpeados, gaseados, desaparecidos y muertos.

En ese punto me parecía irrelevante si había o no coherencia con los pliegos del Comité del Paro que, dicho sea de paso, únicamente representa a algunos de los sectores organizados que participan de la movilización.

El dolor compartido se convirtió en la principal razón para salir, gritar, reclamar e indignarse. Es un dolor que reúne los muertos y heridos del pasado con los muertos y heridos del presente.

Y a pesar del dolor, debo reconocer que también sentía –y siento– cierta distancia frente a la situación: no salí a marchar y, por fortuna, mis amigos y familiares no se han visto afectados hasta ahora. Aún no sé cómo describir exactamente lo que siento: me duele profundamente lo que está pasando, pero no siento el dolor como propio, o al menos no completamente.

A ese “dolor distante”, se suma la dificultad de procesar todo lo que pasa. Trato de racionalizar lo que veo, pero no logro balancear los sentimientos y las ideas que se vienen a mi cabeza. Todo pasa muy rápido, y yo me quedo atrapada en categorías imperfectas y análisis de cafetería que sirven poco. Sigo esforzándome por entender y organizar lo que veo porque siento la obligación de buscar una salida.

Mientras busco me refugio en la solidaridad de la gente, de quienes marchan, auxilian a los heridos, comparten información valiosa, donan, alertan, reportan y cacerolean. De quienes paran de una forma u otra. En silencio agradezco a todos ellos, a los que conozco y a los que no conozco.

Paradójicamente, el dolor compartido me ha permitido construir y reconstruir lazos afectivos. Por extraño que parezca, el dolor me ha unido y reunido con muchas personas. Quizás es una prueba de que, a pesar de nuestras diferencias, podemos bajar la guardia y tender puentes en momentos trágicos como este.

Además de dolor, confusión y tristeza he sentido mucha incertidumbre, especialmente porque el gobierno parece incapaz de oír a la ciudadanía, reconocer el descontento general y llegar a un acuerdo. No me interesa enumerar las atrocidades que por incompetencia, desinterés o maldad ha cometido este gobierno, pero sí me interesa subrayar que será imposible superar esta crisis sin voluntad gubernamental.

El dolor compartido se convirtió en la principal razón para salir, gritar, reclamar e indignarse. Es un dolor que reúne los muertos y heridos del pasado con los muertos y heridos del presente

Como un pitido de fondo, persiste el temor a contagiarme: desde hace varias semanas, los fallecimientos por COVID no bajan de 400. Llevamos varios días perdiendo más de 400 vidas por el virus. Es simplemente aterrador.

El péndulo de emociones no se detiene: paso de la rabia a la esperanza pasajera y del dolor a la impotencia. A la tragedia se suman las limitaciones a la movilidad, el encierro y el cansancio acumulados. Concentrarse se hace cada vez más difícil. He optado por dejar de revisar las redes de forma compulsiva y por seguir iniciativas que busquen soluciones factibles. Sobre esto último, me temo que no hay mucho por decir.

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