Donatella - Razón Pública
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Donatella

Escrito por Carmen Elisa Giraldo
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Una ingeniera aficionada a la escritura nos cuenta cómo una mascota ajena llenó de vida sus primeros meses de cuarentena.

Carmen Elisa Giraldo Rubio*

Snoopy, el beagle travieso

Me sonroja reconocerlo, pero no me gustan los perros. Los aprecio, soy consciente de sus cualidades, pero no quiero tenerlos en mi casa. No me parece razonable sacrificar mi tiempo para sacar un perro a mear, y no quiero sentarme en un carro lleno de pelos después de una visita al veterinario, ni agacharme a recoger sus excrementos en el patio antes de que las moscas me recuerden su presencia.

Cuando mis hijas eran pequeñas, tuvimos un beagle con una personalidad tan arrolladora, que, hasta el día de hoy, años después de su partida, pasamos muchas veladas recordando sus andanzas. Mis hijas lo gozaron y debo admitir que yo también, pero después de haber tenido que empapelar el vecindario con su foto, salir a buscarlo en todas las unidades, sufrir tres noches por su ausencia, rezar para que no lo lastimaran y finalmente pagar para que lo devolvieran, decidí que no quiero más experiencias perrunas.

El beagle se llamaba Snoopy y murió tras doce años de aventuras en los que aprendió a roer la malla metálica del jardín para escapar y regresar moviendo su cola como una bandera blanca y tocar la puerta a las 2:00am para que yo, somnolienta y malgeniada, saltara de mi cama a abrirle, como si se tratara de un marido descarriado. Así lo quise: con el amor que entrega el que se siente abusado, pero no abandona la causa porque a cambio obtiene el placer de ser recibido con brincos y la seguridad de una compañía sin fecha de vencimiento.

La pataleta de los intelectuales

Snoopy murió en 2011 y casi sin darnos cuenta llegó el 2020 lleno de sorpresas. El 11 de marzo, la Organización Mundial de la Salud declaró pandemia a la COVID-19 y el 22 del mismo mes, un decreto del presidente nos recordó que caminar libremente por el territorio nacional no es un derecho absoluto y que un acto tan natural como salir a la calle podría verse limitado para proteger nuestra integridad.

“Ya sabemos lo que se siente tener casa por cárcel”, comentaron muchos. “Se trata de una forma descarada de imponer control social, una limitación atrevida de nuestra autonomía”, dijeron otros. “Son medidas que violan el derecho constitucional a la igualdad, toda vez que, sin justificación legítima, limitan el derecho a la libertad de locomoción y el libre desarrollo de la personalidad” argumentó en una tutela un grupo de mayores de 70 años liderado por el exministro Rudolf Hommes, secundado por Maurice Armitage y firmado por hombres y mujeres cuyos apellidos y canas les concedieron un altavoz que resonó fuertemente en la opinión pública.

En mi familia acatamos las restricciones del decreto sin decir ni pío. Los que podíamos trabajar desde la casa cambiamos libertad por salud a un precio razonable, un asunto muy diferente del de los colombianos que se juegan la vida en la calle. Para ellos, cada día de supervivencia significa ganar una apuesta contra todo pronóstico. En cambio, lo de los señores de las canas no era más que una pataleta de intelectuales, un berrinche de gente acostumbrada a mandar, no a obedecer.

Nada más renovador que salir con una amiga y hablar, un acto sencillo que evita que paguemos por ser oídos en el consultorio de un psiquiatra.

La llave mágica

El decreto que nos encerró incluía algunas excepciones. En medio de la larga lista de prohibiciones, encontramos una llave mágica en el parágrafo IV del numeral 34: al menos una persona por familia podía sacar a pasear a las mascotas. Aunque se trataba de paseos cortos destinados a suplir las necesidades básicas de los animales, nos pareció un agujero en la malla tan atractivo como el que Snoopy perforó con paciencia en nuestro patio.

No teníamos perro, pero mis vecinos sí. Donatella había llegado a sus vidas sin pedir permiso. Fue una compra urdida y clandestina que nadie se atrevió a reversar. “No quiero perros”, dijo Carolina cuando su hijo Daniel llegó con la pequeña loba siberiana, un peluche gris y blanco de ojos azules que le lamió las manos y ablandó su corazón con una mirada líquida a prueba de rechazos.

Las caminatas empezaron a finales de mayo. “¿Me acompañas a pasear a Dona?”, me preguntó Carolina con timidez. Un sí lleno de dudas fue mi respuesta.

Salimos en el horario autorizado de la tarde, llenas de repelente y armadas con tapabocas y pasaportes de bioseguridad. Tomamos la ruta donde se interrumpe la calle 13, el lugar donde nuestros hijos protestaron una mañana para impedir que la prolongación de la avenida acabase con el humedal. Mi primera impresión fue la de haber vivido de espaldas al paraíso, aturdida por las rutinas que hacen de la vida un libreto preciso, sin espacio para la contemplación.

En medio de la larga lista de prohibiciones, encontramos una llave mágica en el parágrafo IV del numeral 34: al menos una persona por familia podía sacar a pasear a las mascotas

Seguí la mirada de Dona que se posó en las loras. Volaban de regreso a las acacias, y las pavas las saludaban con el parloteo gutural que recuerda a las tías parlanchinas. Una chica caminaba animosa mientras un pato la seguía balanceando la cadera con la misma cadencia de su dueña.

—¿Es tu mascota? —, preguntamos curiosas

—Sí, lo tengo desde que nació. Me acompaña siempre—.

Un tirón en la correa de Donatella evitó el encuentro de su instinto de lobo con una presa de caza, y dejamos atrás al pato y a su ama, para salir al paso de los guatines. Acostumbrados a recibir su dosis diaria de frutas, yuca y arroz, los guatines debían salir de sus madrigueras. Donatella se negó a seguir caminando y se sentó como una reina a esperar el comienzo del espectáculo.

Paseos renovadores

Los días siguientes salimos en la mañana, y prolongamos el recorrido. Desde las suaves colinas pardas vimos la ciudad en calma. Los sonidos de los pájaros, los insectos y el agua son la banda sonora de una Cali silenciosa, que respira como un león dormido. En cada jornada, Donatella nos muestra las ardillas saltarinas, los azulejos en las ceibas y las iguanas perezosas. Cuando nos encontramos con Paco, un cocker dorado que sale sin traílla, Dona salta como una gacela, corre y se frena, y sus vueltas envuelven a Carolina en el cordón largo con el que tratamos de contener su alegría. “Pareces domadora de circo”, le digo a mi amiga, y reímos libres y despreocupadas.

El camino largo y la cuesta empinada hacen que los pasos sean lentos. La conversación fluye y los pensamientos llegan a los labios. Nada más renovador que salir con una amiga y hablar, un acto sencillo que evita que paguemos por ser oídos en el consultorio de un psiquiatra.

Donatella no opina, pero sin ella no habría confidencias a las 7 de la mañana. Ella trae en su ADN la herencia de 20.000 años de contacto entre perros y humanos, un vínculo profundo que no necesita explicaciones.

Hoy no pude salir, y Carolina me contó que Dona se quedó quieta, mirando hacia mi casa, esperando que se abriera mi puerta como espera a que salgan los guatines. Mañana nos levantaremos temprano y la llevaremos a Pance. Conociéndola, nos arrastrará hasta meternos en el agua fría, sacudirá su pelo y nos mojará la cara sin pedir permiso. Mañana Dona nos regresará a la vida una vez más.

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