“El vértigo es mirar y prever y cerrar fuerte los ojos ante eso que prevés: cerrar los ojos”.
Martín Caparrós, Viruses, marzo 31
Juan Pablo Agudelo*
Marzo
El viernes 13, día ominoso, número de transformación, mi compañera de piso cumplió años. Nos reunimos con varios amigos y después de agotar otros temas, hablamos sobre el virus, originalmente chino, que estaba causando estragos en Italia. Titulares escandalosos y memes indiscretos salpicaban nuestros perfiles de redes sociales.
La conversación fluyó con el licor y las risas. “Evitar el contacto es una exageración”, “ese virus es una simple gripa que solo afecta a los viejos” y “hay asuntos mucho más preocupantes” fueron algunos de los comentarios poco meditados que intercambiamos esa noche. Después de minimizar el asunto nos despedimos de mano, beso y abrazo como manda la cortesía colombiana. Era imposible prever que sería la última vez que nos despediríamos así. No podíamos saber lo que nos esperaba. O tal vez no queríamos saberlo.
El día siguiente era uno de trabajo como cualquier otro. A medio día la jefa nos llamó y nos comunicó su decisión de cerrar la librería durante una semana a partir de ese mismo día. No quería arriesgar la salud de nadie. “De pronto no es nada y estoy exagerando, pero prefiero pecar por precaución que por descuido”.
Arreglamos todo, dejamos un letrero anunciando la fecha de reapertura y cerramos. Esa semana tuve que volver a reescribir el letrero. Fue la primera vez que ese tiempo implacable se extendió quince días. Dos meses después, me mandaron un meme que describe perfectamente la situación: “la cuarentena se extenderá quince días, sin importar cuándo leas esto”.
Con el equipo de trabajo nos reunimos por última vez el 9 de marzo. Fuimos un par de veces más para recoger las herramientas de trabajo, revisar los libros y regar las plantas, pero desde el 24 de marzo, toda comunicación ha sido remota: mensajes de whatsapp, llamadas, correos y videollamadas.
Convertir una librería en un negocio virtual no es tarea sencilla. Las librerías son espacios de encuentro: con las personas, con uno mismo, con el deleite intelectual y con el placer de la curiosidad. Describir qué es, cómo funciona y por qué es tan agradable es una evocación de esa experiencia, no la experiencia en sí. Con la virtualidad sucede algo similar: te evoco, pero no estás, no te experimento, no te siento.
En línea, una librería pierde ese sentir, pues es imposible ya ese azar de tomar los libros que le hablan a nuestro inconsciente, y nos obligan a llevarlos a casa sin una explicación. Espero que ahora que todos extrañamos el contacto físico, quizá entendamos que un aparato electrónico, lleno de libros infinitos y casi indistinguibles, no se compara con un libro de papel, con su sentir y su sentido.
El teletrabajo –una palabra que parecería más alegre de lo que realmente es– se volvió la norma para mí y mis cercanos. Y para los cines, los bares y los restaurantes. Desde que impusieron la cuarentena, todos hemos estado tratando de reinventarnos, el verbo de moda de la cuarentena. No, no estamos aislados, asustados ni desesperados, estamos reinventándonos.
Abril
Soy muy afortunado. Tengo un balcón que, aunque da a una edificación abandonada y a medio hacer, me permite ver los cerros orientales en todos sus verdes, sus azules y, cuando hay nubarrones, sus grises. Hace unos días me tuvieron que dejar ir de mi trabajo debido a la situación económica.
Mi desayuno de toda la vida es sencillo: hojuelas de avena cocinadas en agua, granola, y fruta. No he cambiado radicalmente mi dieta, pero sí consumo menos proteína animal que antes. El pollo y el pescado están mucho más caros ahora, así que los enlatados me han salvado más de una vez. Las lentejas y el arroz nunca faltan. Agradezco la cocina como arte combinatorio: “¿qué hay y cómo puedo prepararlo?”. La noticia de un chef conocido que toma todas las precauciones para repartir almuerzos en barrios que lo necesitan me inunda de alegría.
Cumplí años en Semana Santa y me sorprendió la cantidad de mensajes, videollamadas y domicilios que recibí. “¿Quieres a alguien? Demuéstraselo con un domicilio” parece ser una de las consignas de la cuarentena.
Desde ese día, no veo noticias o, mejor, no las busco. Me llegan a través familiares, amigos y redes sociales. Hay mucho ruido: el modelo sueco es el mejor, Israel está desarrollando un tratamiento efectivo, Merkel se luce en Alemania…¿adoptaremos sus medidas sin tener en cuenta las condiciones locales? ¿Por qué creemos tan fervientemente que lo importado siempre es mejor?
Reunión familiar por Zoom. Al esposo de mi tía que vive en Estados Unidos le tocó quedarse en Cali debido a la suspensión de vuelos. Mis primos, que tienen jardín, decidieron armar una huerta orgánica. Mi padre me dice que “la situación está muy difícil” refiriéndose a su pequeña empresa de cosméticos. Su esposa trabaja en una multinacional y concuerda con mi tío, quien vive y trabaja en Ecuador, al afirmar que hay pocos momentos de descanso. Los correos, las reuniones en línea y las llamadas no respetan los habituales horarios de trabajo.
La compensación son un sinfín de clases online: yoga, cocina, mindfulness y demás. La productividad, término que les fascina a los administradores de empresas y a los economistas como el azúcar a los niños, sigue en aumento a costa del descanso y el estado anímico de los trabajadores. Sin embargo, el derecho a desconectarse aún se desconoce. ¿Será momento de considerarlo como un derecho inalienable?
Mi hermana del medio se fue a vivir a la casa de mi madre antes de iniciar la cuarentena. Duerme en una colchoneta. Dice que la transición laboral también ha sido dura: “Al principio había mucho pánico, pero la empresa ha promovido una sensación de tranquilidad y hemos logrado desarrollar estrategias para el teletrabajo”. Mi madre me cuenta que la convivencia ha sido fácil, y aunque se queja de la hiperconexión laboral, ha podido leer un poco más. Le llegan clases, ofertas y tips paliativos por correo.
Los juegos familiares de mesa son más frecuentes, según mi hermana menor. Después de no verse durante varias semanas, cuadró con su novio una cita en el carro. Tiene clases virtuales que seguirán así el resto del año. Al parecer la Universidad no reducirá las matrículas.
He tratado de ser un mejor amigo y de estar más pendiente de los que quiero. También trato de cuidarme y de leer vorazmente. Mariana Enríquez imagina la pandemia como un accidente automovilístico tras el que la gente se acerca y le hace mil preguntas evadiendo el hecho de que acaba de sufrir una catástrofe, al igual que todos. Martín Caparrós dejó de prever y todo lo ve lejos, afuera. La nonagenaria Margo Glantz recuerda las casas de sus amigos, mientras que anota la muerte de sor Juana Inés en una peste. Al final transforma a sus amigos en pulidas rememoraciones. Los tiempos se diluyen y todo parece presente.
La pareja de una amiga muy cercana empezó a sufrir de dolor en un costado. Con el pasar de los días, el dolor aumentó y decidieron pedir atención domiciliaria, pero se las negaron porque únicamente están atendiendo casos sospechosos de coronavirus. Le dieron una cita online, pero el dolor continúa. El miedo les impide ir a Urgencias y el dolor se ha vuelto soportable gracias a una faja torácica.
H., uno de los porteros de mi edificio, piensa en lo desproporcionado del asunto. Su familia se fue a Gachetá, y allá todo sigue como si nada. Él tiene que hacer turnos de 24 horas y tomarse dos días de descanso sin nadie en casa ni nada que hacer. “La vida del pobre es dura”, me dice.
La sra. S., encargada de aseos generales del edificio, ha tenido que venir casi todos los días. Por cosas de la vida, su marido se quedó sin trabajo hace un año y decidieron usar sus ahorros para comprar un carro y trabajar en Uber. Su hija también se quedó sin trabajo hace poco. La sra S. es ahora la única encargada de mantener su hogar, ¿cómo va a dejar de trabajar?
Salir a la calle se ha vuelto tortuoso. Con el tapabocas, todos parecemos uniformados. La sobreabundancia de lo virtual también hace difícil distinguir quién es quién. Una igualdad engañosa. Veo a un mendigo con un tapabocas que es más bien un trapo sucio. El hambre, la desigualdad y la precariedad siempre han estado ahí, solo que ahora son evidentes.
Mayo
El color de la cuarentena es el naranja, entre un rojo alarmante y un amarillo suspenso. El cambio de mes me trae más dudas.
¿Deberíamos llamar humanos a los miserables que se roban la plata de los mercados para los más necesitados? ¿Será que la indolencia es una condición innata de los colombianos?
Los numerosos actos de generosidad que ha propiciado la pandemia me hacen pensar que no, pero no puedo evitar sentir frustración al ver las banderas rojas que cuelgan de las ventanas, al cruzarme con los porteros y las aseadoras de mi edificio, y al ver a los domiciliarios de Rappi y de Domicilios.com, en su mayoría venezolanos, pedalear sin descanso…
Un ex alumno me pregunta: ¿Qué te motiva a levantarte de la cama en medio de esta situación? ¿Qué nos aconsejarías a todos nosotros?
Sigo sin saber qué responderle.
* Literato de formación; librero y profesor de oficio. Escritor por vocación. Instagram: @j.p.agudelo
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