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Las interconexiones que no vemos

Escrito por Tatiana Acevedo

Imagen del contacto Solemos ver la ciudad como algo independiente de la naturaleza, como cuando abrimos el grifo y sale el agua. Pero, ¿qué hay detrás de este suceso, y cuáles son sus implicaciones sorprendentes – por ejemplo, en materia de basuras?

Tatiana Acevedo*

City of Flows. Modernity, Nature, and the City.
(Ciudad de flujos. Modernidad, naturaleza y la ciudad)
Maria Kaika
New York, Routledge, 2005.

La naturaleza y la ciudad

Maria Kaika recuerda cómo, durante una sequía que afectó su casa a principios de los años noventa, se dio cuenta de que el flujo de agua por las llaves de la cocina y el baño no era natural en absoluto. El agua llegaba a su casa después de haber viajado kilómetros a través de un  conjunto intrincado de redes que transformaban un elemento natural en agua potable purificada y para la venta.

La sequía la hizo reconsiderar lo que había estado dando por sentado: la naturalidad con la que los servicios públicos llegan a los hogares y la separación tajante entre las casas, la ciudad y la naturaleza. Al interrumpir el flujo de un elemento natural entre el río, la ciudad y su hogar, la sequía hizo evidente esta relación.

Tanto la naturaleza como la ciudad son híbridos, porque no son puramente humanas ni puramente naturales.

El libro Ciudad de flujos es un intento de desentrañar este continuo. Kaika sostiene que, aunque hemos sido enseñados a pensar en las ciudades como independientes de la naturaleza, esta visión se basa en redes creadas por nosotros entre elementos naturales, relaciones de poder y ciclos de inversión de capital. En lugar de dividir o separar la ciudad de la naturaleza, estas redes las entrelazan de manera estrecha.

Así, la ciudad, la casa o el apartamento parecen funcionar de manera autónoma e independiente de los procesos naturales y sociales porque el flujo de los elementos naturales, las relaciones sociales y el dinero permanecen ocultos en la vida cotidiana.

Las redes escondidas

El libro está organizado en dos partes. La primera rastrea el flujo de agua (desde lo natural hasta lo urbano y lo doméstico) con el fin de establecer la continuidad social, cultural y material entre estos tres espacios. Kaika sostiene que tanto la naturaleza como la ciudad son híbridos, porque no son puramente humanas ni puramente naturales.

La autora propone pensar la ciudad y la naturaleza, no como espacios estáticos, malos o buenos, sino como procesos y como flujos. Nos explica que existe una relación directa entre la producción de la ciudad y de la naturaleza a través de un proceso de “urbanización de la naturaleza”. De esta manera, las ciudades serían densas redes de procesos socio-espaciales entrelazados, que son al mismo tiempo humanos, materiales, naturales, discursivos, culturales y ecológicos.

Todos los procesos y transformaciones que sostienen y permiten la vida en la ciudad (como la producción de agua, comida, computadores, películas, etc.) son híbridos: procesos ambientales y sociales “infinitamente interconectados”. Con estos preceptos en mente, la idea de una especie de naturaleza prístina, virgen, que necesita ser salvada de una ciudad que intenta corromperla, se hace cada vez más problemática.

Los procesos geográficos e históricos producen continuamente nuevos entornos socio-naturales en el espacio y el tiempo. Bebiendo de otros autores como Bruno Latour y Donna Haraway, Kaika considera que el proceso de urbanización es parte integrante de la producción de nuevos ambientes y nuevas naturalezas.


Fuentes en el Eje ambiental de Bogotá, donde solía correr el Río Vicachá o
San Francisco.
Foto: Wikimedia Commons

Agua y sociedad

Tras clarificar sus posiciones conceptuales sobre ciudad y naturaleza, el libro persigue el flujo de agua desde los lugares de su producción (represas, embalses, estaciones de bombeo, plantas purificadoras) hasta el ámbito urbano.

Para ello, Kaika se concentra en las intrincadas redes de tecnología urbanas que llevan el agua de un punto a otro. Nos recuerda que todos los bienes necesarios para sostener la vida humana se producen: el agua, la comida, la ropa e incluso el aire, son fruto de un proceso que implica la extracción de materias primas y su transformación a través del trabajo humano.

Estos procesos de producción socio-ambiental se borran cuando se asigna un precio al agua, lo que la hace intercambiable por una suma de dinero, y se esconden las redes materiales que la transportan.

Al llegar a un hogar, el agua no solo ha tenido funciones materiales sino que ha llevado la promesa y el sueño de una sociedad mejor y una vida más feliz. En Europa, a principios del siglo veinte, la visita de represas era una actividad muy popular, pues existía cierta fascinación por las redes tecnológicas. Estas se convirtieron en objetos de placer y de deseo en sí mismas: los signos de una mejor sociedad que estaba por llegar.

La separación de la ciudad y la casa como dos espacios de modernidad es uno de los mecanismos que permiten que existan distinciones de clase y de género.

De igual manera, durante el siglo XIX fue muy importante la compra de una casa desinfectada, conectada a las tuberías, al alumbrado eléctrico, y al sistema de cañerías. Sin embargo, a mediados del siglo XX, tras dos guerras mundiales y un período de depresión económica, las ciudades en el mundo industrializado se encontraron llenas de cables, tubos y canalizaciones: las premisas materiales de una incumplida promesa de un mejor futuro.

Redes y construcciones tecnológicas urbanas se convirtieron en realizaciones materiales de la desilusión, en basura urbana que debía ocultarse por debajo de la ciudad. A partir de entonces redes y suciedad en todas sus formas comenzaron a ser barridas de la superficie, en búsqueda de una ciudad moderna, limpia y ordenada.

A medida que se extrae agua, se represa, se canaliza, se almacena, se destila y se trata con cloro, sus cualidades físicas y sociales cambian, ya que inevitablemente se convierte en objeto de relaciones sociales de producción. El agua se convierte en un híbrido: ni puramente natural ni puramente un producto humano. Se transforma materialmente, como una mercancía y está sujeta a las relaciones sociales de producción.

Agua limpia y agua sucia

Fue durante el siglo XIX e inicios del XX cuando la creciente incorporación del agua a la vida económica y social en las ciudades sumada al descubrimiento de las relaciones entre el agua y la proliferación de epidemias, originaron la práctica de tratar y purificar el agua.

Esta práctica dio lugar a la producción del nuevo híbrido moderno y a la construcción discursiva de dos tipos distintos de agua: agua de buena calidad (limpia, procesada, controlada, mercantilizada) y agua en mal estado (sucia, negra, que sale de los cuerpos, no procesada, ni mercantilizada).

La segregación olfativa entre clases y géneros (la riqueza huele bien, la pobreza mal, la mujer huele a rosas, los hombres a tabaco) se hizo más fácil con la domesticación de agua. El cuerpo era el portador de los marcadores simbólicos de distinción social, pero el espacio era el portador de las construcciones materiales y de las conexiones que hacían posible esta distinción simbólica.

La separación de la ciudad y la casa como dos espacios de modernidad es uno de los mecanismos que permiten que existan distinciones de clase y de género. La presencia de agua de buena calidad dentro de la casa de una persona con suficientes medios se basa en la existencia de un conjunto de redes y conexiones (represas, embalses, tuberías) y en la existencia de relaciones sociales de poder (luchas por la distribución del agua, por los precios que algunos sectores no pueden pagar o contra la privatización de los servicios públicos) que suceden fuera del ámbito doméstico.


Operarios recolectan montañas de basura en el centro de Bogotá.
Foto: Gustavo Petro Urrego

Crisis y revelaciones

Todos los elementos anteriores se excluyen de la esfera de la vida doméstica cotidiana. Mientras estoy en mi apartamento puedo abrir la llave de la ducha, prender la estufa, botar una bolsa de basura por un hueco en la pared sin pensar en todos los tubos que hay debajo, en el río de donde viene el agua, en el camino que recorre mi basura o en las personas que la recogen.

Sin embargo, en momentos de crisis, todos estos elementos ocultos pueden surgir de forma inesperada y objetos o situaciones familiares pueden comportarse de manera inusual. Tales momentos revelan la presencia de los excluidos, del exterior como parte constitutiva del interior de mi vivienda y de mi vida cotidiana.

Una crisis como esta fue la que vivió Bogotá a finales de 2012, cuando por un cambio de operadores en la recolección de basuras, estas quedaron sin recogerse en las calles de la ciudad. Distintos medios calificaron la situación de gravísima, insalubre, de catástrofe ambiental o fracaso urbano.

Sin embargo, más que una situación nueva o desconocida, la crisis reveló una serie de realidades y relaciones cotidianas: que los bogotanos producen seis mil toneladas de basura, que no separan los elementos orgánicos de los reciclables, que había unos operadores privados cuyos contratos habían sido mediados por redes políticas y económicas, que Bogotá produce el paisaje del relleno Doña Juana. Así mismo, la crisis y el debate recordaron que en la ciudad hay 13.757 hombres y mujeres que se dedican al reciclaje, que trabajan por la noche, sin contratos, ayudas o reconocimiento de la ciudad.

Al observar la producción de Bogotá a través del lente de la producción de la naturaleza, mirando por debajo y por fuera de la ciudad y la vivienda de cada uno, mediante la excavación de los flujos opacos y las redes que tejen lo natural, lo urbano y lo doméstico, podemos reconsiderar la distinción que se percibe entre estos espacios. Y se abre así la posibilidad de concebir la naturaleza y la ciudad no como entidades separadas, sino como relacionadas entre sí, como el resultado de la producción del espacio.
 

* Estudiante de doctorado en Geografía de la Universidad de Montreal.

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