Eliminar las contralorías territoriales no es una solución - Razón Pública
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Eliminar las contralorías territoriales no es una solución

Escrito por Sandra Morelli

Corrupción.

Sandra MorelliEsta propuesta volvió a surgir a raíz del escándalo de Cartagena, pero el problema no está en las normas sino en la corrupción de los políticos. Y para atacar esa corrupción hay que fortalecer el organismo de control en lugar de eliminarlo.

Sandra Morelli*

Revive la propuesta

A raíz de una serie de irregularidades en la elección de la Contralora Distrital de Cartagena, y tras la declaración de su nulidad por parte del Tribunal Superior de Bolívar, hace unos días se produjo la captura del alcalde Manuel Vicente Duque, de su primo y hermano de crianza, José Julián Vásquez, de los concejales Jorge Useche y Angélica Hodge, y de la propia contralora Nubia Fontalvo por los presuntos delitos de  concierto para delinquir y tráfico de influencias.

Todos los días se agregan a esta historia más y más detalles que escandalizan a la ciudadanía: el soborno de mil millones de pesos a un funcionario de la Procuraduría para que archivara la investigación, más concejales implicados, y así sucesivamente.

Este incidente ha vuelto a poner sobre el tapete la idea de eliminar las contralorías regionales, como en efecto proponía el fallido referendo del presidente Uribe en 2003, y como el actual contralor general Edgardo Maya ha sugerido en repetidas ocasiones.    

Yo sin embargo afirmé en Razón Pública que sería un error eliminar las contralorias territoriales, y mi opinión sigue siendo la misma: el control fiscal técnico, independiente y eficiente es un pilar de los regímenes democráticos, tanto en el plano nacional como en el plano local.

Edgardo Maya, Contralor General de la República.
Edgardo Maya, Contralor General de la República. 
Foto: Contraloría General de la República 

¿Corrupción o diseño institucional?

Dejar un órgano de control en manos de alguien que por su historia profesional y política –además de sus antecedentes éticos– no puede ejercer con independencia la función pública encomendada es prostituir el control fiscal y socavar la democracia.

No se puede ocultar que en Colombia las contralorías frecuentemente se convierten en un factor político decisivo para el desequilibrio entre las distintas fuerzas: exculpan a unos, persiguen a otros, extorsionan a aquellos, favorecen a los de más allá…

La Contraloría materializa el principio democrático del control a las arcas públicas. La corrupción no es patrimonio exclusivo de las contralorías territoriales.

La lógica que subyace a los procesos de elección del contralor o contralora –que no es en sí misma defectuosa, sino que se corrompe hasta el punto de buscar el triunfo del más confiable y no del mejor–tiene origen en una noción del poder y del Estado muy elemental: la autoridad y la jurisdicción no parecen provenir automáticamente de determinados cargos públicos, sino de los factores reales de poder (la capacidad de influir, la riqueza, el uso ilegítmo de la fuerza, el soborno, etc.) que prevalecen sobre el deber ser de la función pública.

¿Puede decirse que el problema está en el Congreso, en la Asamblea o en el Concejo muncipal? ¿Es allí donde se politizan órganos que por definición deberían ser exclusivamente técnicos?

Las instituciones públicas de elección popular representan al pueblo, que es quien tributa. Por esta razón tienen el derecho de decidir el destino de los recursos y de verificar el cumplimiento de su voluntad dentro de los cánones normativos. Esa verificación no se le confía al mismo órgano de elección popular, sino a quien este elija –habiendo comprobado previamente su idoneidad técnica y jurídica– de la terna propuesta por la rama Judicial.  

La Contraloría, como órgano de fiscalización, está encargada de:

  • Verificar las cuentas de las entidades que conforman la administración;
  • Vigilar la inversión y el uso adecuado de los recursos públicos, y
  • Verificar el cumplimiento de las políticas públicas.

No es, entonces, un adorno prescindible en un Estado social y democrático de derecho.

El episodio de Cartagena tiene un solo nombre: corrupción. El diseño constitucional es correcto, no es caprichoso; la Contraloría materializa el principio democrático del control a las arcas públicas.

La corrupción –la misma acerca de la que informan los medios de comunicación independientes cuando se refieren a Odebrecht, al cartel de la contratación de Bogotá o a conciliaciones fraudulentas como la de Conigravas– no es patrimonio exclusivo de las contralorías territoriales que, por lo demás, para nada parecen servir.

Las capturas en el caso de Cartagena no significan nada distinto de que el sistema jurídico institucional funciona adecuadamente ante conductas ilegales. El órgano investigador se activó y propuso a los jueces medidas preventivas que estos decretaron.

Por lamentable y reprochable que sea, lo ocurrido no pone en evidencia una falla institucional que exija una reforma estructural del Estado que incluya la eliminación de los órganos territoriales de control fiscal. Nunca a alguien sensato se le ha ocurrido que la solución está en eliminar las alcaldías, la Presidencia, la contratación estatal o la Agencia Nacional de Infraestructura cuando estas se ven envueltas en problemas de corrupción.

En el mismo caso de Cartagena, ¿se ha pensado acaso en eliminar la Alcaldía o el Concejo? Claro que no. Son partes fundamentales de un Estado que, en conjunto, es resultado de una concepción particular de la política y de lo que debe ser el Estado. Se trata de un modelo adoptado democráticamente y labrado de acuerdo con nuestro propio contexto histórico.

Miembros de la Contraloría Regional de Magdalena.
Miembros de la Contraloría Regional de Magdalena. 
Foto: Contraloría General del Departamento de Magdalena 

Nuestro Estado y la Contraloría

Desde las postrimerías de la independencia en Colombia optamos como nación – incipiente, por cierto– por:

  • Un sistema económico de mercado abierto;
  • Un régimen presidencial con separación de poderes, y
  • Un Estado unitario con mayor o menor descentralización, que ha oscilado entre propuestas de centralismo extremo y federalismo utópico.

En 1886 la distribución del poder en el ámbito territorial se definió con el establecimiento de un Estado centralista con entidades territoriales descentralizadas. La descentralización de estas entidades fue aumentando hasta que en 1991 se consagró constitucionalmente su autonomía.

No se trata de un simple cambio de terminología. Más allá de las críticas justificadas a la arquitectura territorial colombiana y a la incoherencia entre la norma constitucional, el desarrollo legislativo y la vida real, lo cierto es que –al menos teóricamente– la autonomía territorial de los departamentos, distritos y municipios les da la posibilidad de darse sus propias normas, de elegir sus autoridades, de gestionar sus recursos y de controlar la adecuada ejecución de estos.

Con la desaparición de la jerarquía entre presidente de la Republica, gobernadores y alcaldes –que se expresa en la elección popular de alcaldes y gobernadores y la eliminación del control de tutela sobre los actos administrativos del inferior– adquiere total relevancia la capacidad de cada entidad territorial de producir rentas propias, planificar su uso, ejecutarlas y, finalmente, controlar su ejecución. Todo esto de manera autónoma.

Es en este contexto donde la figura del contralor distrital encuentra su razón de ser. Los candidatos son postulados por la rama Judicial y el contralor es elegido por el Concejo. El alcalde no interviene porque él y su administración van a ser sujetos pasivos de ese control.

No hay duda entonces de que estamos ante un diseño institucional inteligente. La Contraloría no es más que la materialización de un principio: “no hay tributación sin representación”. No obstante, toda esta inteligente lógica institucional podría verse vaciada de racionalidad por una reforma coyuntural que elimine las contralorias territoriales.

El problema no es de diseño institucional. Lo que sucede es que todo este prodigioso sistema de pesos y contrapesos se ve frustrado cuando se corrompe gracias a las burlas a la separación de poderes públicos y a la autonomía de los órganos de control dispuestas por la Constitución. Y esto ocurre cuando el órgano de control fiscal –autónomo por definición– se vende al vigilado por pactos políticos espurios, dádivas como la mermelada, contratos por interpuesta persona e incluso pagos. De esta misma manera los concejales, llamados a ejercer control político, venden su voto en un acto ilegítimo, ilegal y destructivo.

 

* Excontralora general de la Nación, miembro fundador de Situaciones Jurídicas Complejas, Estrategias Globales, y docente invitada en las universidades LUISS de Roma y degli Studi di Bologna.

 

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