La funesta experiencia con sustancias como el tabaco, el alcohol y el café sirve de advertencia: salir de la prohibición no significa caer en la indiferencia frente al consumo.
Nada peor que seguir igual Entre el 5 y el 6 de diciembre, la IV Conferencia Latinoamericana sobre Políticas de Drogas sesionó en el auditorio Huitaca de la Alcaldía Mayor de Bogotá. El hecho mismo es un avance diciente: se trató de un esfuerzo coordinado y sostenido, no coyuntural ni aislado, aunque no se convocó al debate a los grupos que apoyan el prohibicionismo. Entre los participantes cabe destacar a Oscar Gómez da Trinidade, Viceministro de Educación y Cultura de Uruguay y miembro permanente de la Junta Nacional de Drogas.
Es preciso anotar que, incluso hoy en día, no parece que se tenga aún plena conciencia de la magnitud del problema mismo, ni de cuánto permea a la sociedad y al Estado, a pesar de alto precio que hemos pagado, por acción o por omisión. Sin embargo, casos como el del general Santoyo permiten vislumbrar que esta actividad permea por igual a nuestra sociedad y a nuestras instituciones. Las consecuencias de la actual política antidrogas pueden ser mayores y bastante más graves que cualquier otro tipo de acercamiento. Ríos de tinta han corrido en apoyo de diversas posturas desde que el presidente Nixon declaró la War on Drugs. Últimamente, se ha debatido incluso por parte de figuras públicas que, en su momento, tuvieron la potestad de tomar decisiones cruciales en este campo. Pero quizás lo más relevante fue el anuncio del pasado 6 de diciembre: mientras en Bogotá se celebraba la IV Conferencia Latinoamericana sobre Políticas de Drogas, dos presidentes en ejercicio — el de Colombia y el de Honduras — fijaron su posición, un poco tímidamente, pero de manera clara, en el sentido de que el balance de cuarenta años de combate frontal no ha arrojado los resultados esperados; es más, sus consecuencias han sido más nocivas que el tráfico y el consumo en sí mismos. Evidentemente, parece estar llegando la hora de pensar seriamente en la despenalización, gradual o parcial, así no sea una realidad a corto plazo. No pocos analistas insisten en lo descabellado de esta postura, mientas otros ven en ella el único camino sensato, si de verdad se quiere desmontar el aparato criminal altamente rentable, pero igualmente costoso en términos de vidas humanas, de corrupción pública y privada, y de lo que Anna Harendt famosamente llamó la banalización del Mal. La clave es el sujeto, no la sustancia Para empezar, me parece importante aclarar un equívoco: existe el mito — incluso entre los llamados expertos en el tema — en el sentido de que el consumo de este tipo de sustancias siempre “ha acompañado la historia de la humanidad”.
Este mito debe ser repensado, matizado, porque no se puede igualar la ingesta de sustancias psico–activas (PSA) — algunas también llamadas enteógenos— en espacios controlados, ritualizados y con fines específicos, tanto místicos como terapéutico-medicinales, al consumismo de nuestra sociedad actual, posmoderna e industrializada, que ve en estas sustancias sustitutos onanistas frente a las frustraciones cotidianas, pero que no ofrece ninguna gratificación a cambio distinta del consumo mismo, es decir, el vacío, el dolor y la soledad propias de cualquier patología emocional o mental. Ya es hora de poner el énfasis en lo realmente importante: la patología no está en la sustancia, sino en el sujeto que la consume. Puede parecer una perogrullada, pero frecuentemente se confunde una cosa con otra, lo que dificulta un adecuado abordaje por parte de la sociedad en su conjunto. A las consideraciones políticas y económicas, es preciso anteponer las que atañen a los derechos fundamentales, individuales y sociales. Drogas legales, consumos diferentes Por eso el asunto no es tan simple: no se trata solo de debatir acerca de la legalización o de la prohibición. Las consecuencias de seguir con la política actual no son prometedoras, pero una legalización sin dientes tampoco parece una alternativa realista. Veamos el caso de las SPA de uso legal.
De hecho, esta es una percepción errada: los fumadores efectivamente mueren en promedio unos 10 a 12 años antes que los no fumadores, lo cual ahorra grandes gastos en seguridad social y medicina. Pero, en honor a la verdad, poco importan los motivos, lo cierto es que los índices han mejorado ostensiblemente. Hoy en día ya no es posible fumar en casi ningún lugar que no sea el ámbito privado, como debe ser, y es posible hablar de un índice de consumo más razonable. Sin embargo, hay signos de retroceso alarmantes, sobre todo entre menores de edad, según reportes de la Secretaría Distrital de Salud de Bogotá.
No hay riña callejera, doméstica o en bares donde no esté presente el alcohol; igualmente, está presente en un alto porcentaje de los accidentes de tránsito con heridos o muertos. Sin temor a equivocarme, puedo afirmar que el alcohol causa más muertes al año que las derivadas del Conflicto Armado Interno. Se puede encontrar un fuerte vínculo entre el consumo de alcohol y los altos índices de corrupción administrativa y estatal, tras los jugosos sobornos en los que incurren no pocas empresas, nacionales o multinacionales, con tal de mantener su actual estatus. Además, está el negocio del contrabando, tan añejo como el comercio mismo, con todas sus ramificaciones en costos financieros (impuestos no percibidos) y sociales (conformación de redes criminales). Para rematar, los controles al consumo por parte de menores de edad son inocuos y los programas de prevención y tratamientos inexistentes, pese a que el alcoholismo patológico, sin contar con el que puede considerarse funcional, es un flagelo que azota a una de cada diez familias colombianas, por lo menos.
Pero no debe olvidarse una cosa: como psicoactivo, presente en la vida cotidiana, es potencialmente adictivo, lo que quiere decir que es generador de conductas, pensamientos, emociones y dependencia nocivas, cuyo peligro latente no debe pasarse por alto, como puerta de ingreso a un mudo azaroso. Y sin embargo, su consumo también puede tener consecuencias positivas. No caer en el otro extremo Como la actual política frente a las llamadas drogas ilícitas ha empezado a mostrar su ineficacia, por decirlo de manera suave, se habla ahora de su legalización. Pero, esta es una medida que implicaría un esfuerzo enorme y coordinado en varios ámbitos: desde la regularización de los cultivos, su procesamiento y distribución, hasta los mecanismos para enfrentar el aumento eventual del consumo, como efecto de la novedad y de la supuesta facilidad de acceso.
Incluso si esto no sucediera, ¿cómo se planea enfrentar el consumo actual, los cultivos y el procesamiento? ¿De qué manera se va a regular la venta, qué tipo de impuesto recaudaría, y cómo se va a asegurar que este no caiga en manos indebidas? ¿Cuál sería su destinación? ¿La legalización debe ser gradual o parcial? ¿Qué aspectos abarcaría en primera instancia? Y los otros… ¿Cómo se controlan durante el proceso mismo hacia una regularización y legislación plena? Todas estas interrogantes y otras muchas más, urgen por ser respondidas. Como se ve, no es tan simple como hablar de legalizar sin más. Las extraordinariamente tímidas medidas de Reducción del Daño tomadas por la Alcaldía de Bogotá, y que le han merecido más de un reproche por parte de quienes están interesados en mantener el actual statu quo mediante un esquema de satanización y de persecución, muestran lo poco preparado que está un país como el nuestro, a pesar de que el consumo de marihuana, va a cumplir ya casi un siglo. En fin, quiero llamar la atención hacia un punto específico del debate: es preciso ser muy cautos a la hora de abordar este tipo de medidas, al parecer inevitables. Si damos por supuesto que la legalización de las SPA es ineludible — aunque todavía no esté a la vuelta de la esquina — conviene insistir en que no se les puede dar el mismo trato que hasta la fecha ha recibido el consumo de alcohol, una indiferencia del Estado y de la sociedad que raya en el absurdo. Tal vez parezca una postura muy puritana, pero no hay mejor ejemplo de lo que se avecina, si no se toman medidas adecuadas a tiempo… Y este es el tiempo. Incluso, como no se trata de una medida que se vaya a tomar a corto plazo, comenzar por diseñar y desplegar programas responsables en educación, prevención, tratamiento y seguimiento del abuso de consumo de las otras SPA, comenzando por el alcohol, podría ser un primer paso en la dirección adecuada. * Filósofo de la Universidad Nacional, investigador de la Fundación Walter Benjamín, editor asistente de la Revista Psicoanálisis de la Asociación Psicoanalítica Colombiana, editor y encargado de publicaciones de la Fundación Walter Benjamín.
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