La crueldad - Razón Pública
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La crueldad

Escrito por Roberto Burgos
Roberto Burgos Cantor

Roberto Burgos CantorRetrato del maestro que se ha ido, Fernando Garavito, por un maestro que lo vio vivir.

Roberto Burgos Cantor*

No le he preguntado al sacerdote jesuita Enrique Gaitán qué lo indujo a invitarnos a Fernando Garavito y a mí a un diálogo sobre la creación literaria.

Para Fernando se trataba de volver a la casa de cuyas aulas había egresado. No era mi caso.

El padre Gaitán ostentaba el prestigio académico de maestro, y Garavito era conocido como poeta de expresión renovadora y se abría un espacio en el periodismo como un reportero agudo, de escritura rigurosa y con recursos literarios.

Era una tarde de lluvias interrumpidas y sueltas. La conversación tuvo lugar en la capilla de una edificación con antejardines parecida a un internado. El techo era alto y de dos aguas. Conservaba la penumbra de sus días de oración y el aroma envejecido del incienso en los muros de piedra ahumada. El atril desde el cual hablamos era el mismo que alguna vez sostuvo escrituras de Dios.

La manera en que el padre condujo el encuentro, confesión sin secreto, permitió que conociera a Garavito de primera vista, sin las frecuencias del tiempo ni la intromisión de las confidencias.

Después volví a verlo en diversos proyectos. El periódico La prensa, la revista Cromos, libros de gran formato con ilustraciones de pintores y relatos de novelistas, Razón Pública. Se ganaba el reconocimiento de ser un formador de periodistas. Con él estuvieron Pedro Badrán, Chaparro Madiedo, Patricia Aguirre, Eligio García Márquez. En sus reprimendas de clínico francés, en su gestualidad impaciente de director en ensayo de orquesta, terminaba por imponerse la ternura de maestro de escuela que heredó de su padre y que a veces escondía.

Alguna mañana pasé a entregarle una reseña de libro. Le referí que la calle en que está la Casa de poesía Silva había sido tomada por Raúl Gómez Jattin. El poeta lanzaba gritos, piedras, papeles encendidos contra las puertas y ventanas de la casa de José Asunción. Agotaba la calle y con su vozarrón sabanero mezclaba reclamos de turco con versos propios y ajenos. Tuvieron que cerrar la casa. Agregué: María Mercedes está sitiada. Fernando me miró con asombro incrédulo y con risa, sin maldad. Dijo: Será la primera vez que alguien pueda sitiar a María Mercedes.

Es probable que la radicaleza crítica de Garavito, su examen sin concesiones de la realidad, su valentía en las denuncias -en medio de una sociedad que estrecha sus márgenes indecisos de tolerancia y hace evidente su permisividad con las formas del crimen convencido, en su atroz elementalidad, de que el dinero lo arregla todo- lo hubiera puesto en la mira de los perseguidores.

Entonces se ocupó de asesorías y atendió el servicio exterior.

Por esa época murió, después de una enfermedad ensañada, su hermano Edgar, el filósofo. Fue la primera de otras tragedias que atribularon el ánimo de Fernando y lo hirieron para siempre.

Pasaron ocho años en ese país. Cuatro de sobresalto y disputas, y cuatro de una esperanza que al desinflarse generó odios, frustraciones, hastío.

Este estado de ánimo lanzó a la gente a una aventura de autoflagelaciones por culpas que no le correspondían. Unas corrientes soterradas y ahora explícitas imponían el horror apenas contenido por la apariencia de una institucionalidad endeble, acoquinada en el papel y que se alimentaba del hábito de negar la realidad y reprimir como ofensa su develamiento.

Fernando Garavito quedó inerme. El antecedente de lápidas que tapa los restos de tantos periodistas colombianos muertos por sus palabras, era el testimonio conmovedor de un país que aceptó la muerte como argumento. Entonces se fue. Ese irse forzado que se llama exilio. El acoso que llevó a las mujeres pobres del Caribe a enrumbarse por las trochas de los indios y de los contrabandistas para explorar destino en la tierra del petróleo. Ese acoso salido de madre mordía con el despojo de bienes y vida a cuántos se opusieran a su vulgar designio.

La casa de Garavito, en Bogotá D.C., con sus libros de poesía, su perro, los pasos de vuelo de Priscila Welton, el crecimiento de las voces de Manuela y Fernando, comenzó a silenciarse, a cubrir las huellas de la vida.

En Nuevo Texas, aún sin los equilibrios entre la injusticia del despojo y los respiros de la seguridad, arrancaron con desconsuelo el improbable porvenir acompañados cada noche por la lenta rumia de lo que dejaron.

Allá Fernando escribió libros, ganó premio, dictaba clases a niños. Los años pasaban. En un acto de honor, el partido Liberal lo incluyó por entonces en una lista para las elecciones al Congreso. Esto ennoblece a un Partido cuya expiación por sus fracasos, sus cobardías disfrazadas de entendimiento, lo han extinguido.

Por esos días, María Mercedes Carranza se suicidó. Garavito sufrió la devastación con la impotencia de la lejanía y la señal de quien participó en la vida de alguien sin llegar al fondo del pozo.

Ninguna tragedia es suficiente. Antes de acabar el sueño murió Priscila Welton. La muerte del cómplice amoroso instala en el sobreviviente un vacío que se complica por cierto sentimiento de invalidez, y la percepción de lo incompleto sin oportunidad ya de concluirlo.

Este duelo trajo otra vez a Fernando Garavito. Hablar en medio del oficio de difuntos, de Priscila, fue un alivio y una ocasión para que sus amigos mitigaran con abrazos la calamidad. La ceremonia se realizó en el mismo edificio donde lo conocí.

Antes de su vuelta, Óscar Alarcón lo invitó a desayunar. Habían compartido vecindad y paseos matutinos con perros. Entre rondas de café y mermeladas caseras, intercambiamos libros y creímos entrever signos del regreso. Sin quejumbres, con discreción, Fernando relató momentos de su exilio. En el tono, en los gestos que mostraban al cachaco, en su amabilidad digna, algo faltaba o algo que no estaba antes se agregaba. Era un hombre triste.

En la siguiente campaña, el Polo Democrático lo propuso en el renglón para representar a los colombianos en el exterior. No es fácil convencer a quien se ha ido y construye su remedo de país en el extranjero de que aún tiene tierra natal.

Así fue hasta hace pocos días en que quién sabe cuál epifanía literaria lo distrajo en medio de la autopista y terminó en un barranco.

* Escritor, colombiano. Premio Casa de las Américas, 2009, La Habana

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