Creada para oxigenar la democracia y para mejorar los servicios públicos, la descentralización está siendo enterrada por el querer del gobierno nacional, por la incapacidad de los municipios y por la presión de los grupos armados. El reconocido experto en la materia da la alerta.
Fabio E. Velásquez C.*
Hace veinte años se inició el proceso de descentralización del Estado colombiano como una estrategia decisiva para darle un nuevo aire al régimen político y restablecer la confianza en las instituciones. Se trataba de que los entes territoriales tuvieran más poder en la definición de las políticas públicas, de mejorar la prestación de los servicios a su cargo y de democratizar las decisiones a través de la participación ciudadana.
En ese entonces las leyes y los gobernantes nos dijeron que el proceso sería irreversible. Así lo creímos muchos -y así lo escribimos muchos-. Pero nos equivocamos o nos engañaron: sin obstar lo que dice "de dientes para afuera", desde hace unos diez años el gobierno nacional viene empeñado en debilitar al máximo el proceso y en echarlo para atrás sin consideración alguna. Y sus intentos de recentralización son tolerados cuando no avalados por las propias autoridades municipales y departamentales y por la sociedad en su conjunto.
Un comienzo brillante
La descentralización fue uno de los cambios político-institucionales más importantes del siglo pasado, apenas comparable con la reforma constitucional de 1936, con el pacto del Frente Nacional de 1957 o con la Constitución de 1991. Fue una reforma necesaria. Quienes la impulsaron entendieron que el Frente Nacional había dejado un saldo negativo pues el Estado se mostraba cada día menos capaz de enfrentar los grandes problemas del país, especialmente la pobreza y las crecientes desigualdades sociales y regionales. De igual manera, el régimen político mostraba rasgos indeseables, de centralismo en la toma de decisiones, de autoritarismo en el manejo del disenso, de clientelismo en la atención de las necesidades y de exclusión en el terreno electoral.
La descentralización de los años ochenta dio mayor poder a los entes territoriales en la definición de políticas y en la prestación de algunos servicios, y -lo que no deja de ser muy significativo- abrió las puertas a la participación ciudadana, de manera que las decisiones fueran el producto de la interacción entre las autoridades y la ciudadanía. Fue, en otras palabras, una estrategia de apertura política.
La Constitución de 1991 ratificó aquel espíritu y lo tradujo en normas e instituciones que intentaron producir un salto en el proceso: (1) la definición del Estado colombiano como descentralizado, multicultural y con autonomías regionales; (2) la afirmación del municipio como célula básica de la estructura administrativa; (3) la multiplicación de canales y mecanismos de participación ciudadana; (4) la elección popular de gobernadores; (5) la creación del sistema nacional de planeación; (6) el fortalecimiento de las finanzas municipales y departamentales y (7) la definición de un nuevo ordenamiento territorial.
El primer timonazo
La intención de los constituyentes fue profundizar la descentralización. Sin embargo, pocos después de adoptarse la Carta, el presidente Gaviria planteó un vuelco en el modelo de desarrollo consistente en la "apertura" económica del país para acelerar el crecimiento y elevar, supuestamente, el nivel de bienestar.
La descentralización dio entonces un giro: en adelante debería garantizar una mayor competitividad del territorio, lo que significó incorporar criterios de gerencia privada en el manejo de los asuntos públicos, de productividad en la prestación de servicios, de eficiencia en el uso de los recursos y, sobre todo, de conversión del ciudadano en cliente de empresas estatales y no estatales.
En esas circunstancias el énfasis dejó de ser político (apertura del régimen, participación, autonomía de las autoridades subnacionales) y se concentró en aspectos técnicos de desarrollo de las capacidades institucionales de las entidades territoriales. De estrategia de apertura política, la descentralización pasó a ser instrumento al servicio de la apertura económica.
De solución a problema
A finales de la década del 90 hubo un nuevo vuelco en el discurso gubernamental. El gobierno Samper culpó a las transferencias regionales de ser las responsables del creciente déficit fiscal, y desde entonces se impuso un discurso alternativo desde Bogotá: en vez de ser una solución política o económica, la descentralización es un problema fiscal.
El gobierno nacional en parte tenía razón: 28 de los 32 departamentos por entonces arrojaban unos déficits tan severos que hacían dudar de su viabilidad financiera y fiscal. El déficit más que todo se debió a un exceso de endeudamiento: durante la década del 90 se triplicó el valor de la deuda a cargo de los departamentos, hasta al 1.5 % del PIB. Algo parecido ocurría en un buen número de municipios, especialmente en las ciudades grandes e intermedias.
Pero el gobierno nacional no tenía toda la razón: las transferencias ocupaban sólo el cuarto lugar en la explicación del déficit fiscal, y estaban precedidas por otras "venas rotas" en el nivel central (deuda externa, pensiones…). Así pues, más que reducir el déficit fiscal, lo que buscaba el gobierno nacional era recuperar su poder de decisión y su capacidad de inversión.
Fue lo que hizo el presidente Pastrana, quien logró que el Congreso aprobara una serie de reformas fiscales de amplio alcance, entre las cuales cabe destacar (1) el control por parte del Ministerio de Hacienda del endeudamiento de las entidades territoriales, (2) el establecimiento de topes a sus gastos de funcionamiento, y (3) la modificación del régimen de transferencias mediante el nuevo Sistema General de Participación. Esta última reforma, aprobada como medida transitoria hasta 2008, fue luego prorrogada hasta el año 2016.
Una amenaza por partida triple
La descentralización, como política del Estado, siente hoy pasos de animal grande. Está amenazada por todos los flancos: por el gobierno nacional, por la incapacidad de los municipios y por la interferencia de los grupos armados. ¿Tiene futuro la descentralización?
La amenaza desde arriba
El gobierno central está recortando las transferencias hacia las regiones y sin embargo está aumentando su inversión en campos de competencia de los gobiernos municipales y departamentales. No quiere pues reducir el gasto ni controlar el déficit fiscal; quiere desplazar a las autoridades locales.
El gobierno Uribe habla de "profundizar" la descentralización, pero parece que esto significa enterrarla más hondo cada vez. El Vicepresidente y otros funcionarios de alto rango aluden con frecuencia a (1) la inviabilidad económica de algunos municipios, (2) a la corrupción en el manejo de los dineros descentralizados, (3) a la poca capacidad de gestión de las entidades territoriales, y (4) a la ingobernabilidad en las zonas de conflicto armado (¡a pesar de que "en Colombia no existe el conflicto armado"!).
La propuesta varias veces reiterada es reducir el número de municipios y multiplicar los controles centralistas sobre las entidades territoriales. La última joya a ese respecto fue el Decreto 28 de 2008, que creó una Unidad Administrativa Especial, con personería jurídica y recursos propios, dedicada a examinar el uso de los dineros del Sistema General de Participaciones por parte de los municipios, los departamentos y los resguardos indígenas.
Las relaciones intergubernamentales tienen hoy día una estructura piramidal: un poder de decisión y de inversión concentrado en la cúpula (gobierno nacional) y unos departamentos y municipios que actúan como mandaderos y ejecutores de las decisiones del gobierno nacional. La recentralización avanza a toda marcha.
La amenaza desde adentro
Pero las amenazas a la descentralización se originan también dentro de las propias entidades territoriales, y sobre todo consisten en la débil capacidad de gestión de algunos municipios, en las dificultades para generar recursos propios y en los bajos niveles de transparencia.
Las consecuencias de aquellas fallas son harto conocidas: manejo indebido de recursos públicos, clientelismo, rutinización de la gestión, pobreza fiscal y, sobre todo, baja capacidad para atender las demandas de la población.
Infortunadamente, una parte importante de las entidades territoriales no ha logrado convertirse en agentes de desarrollo en su respectivo territorio, ni proveer de manera suficiente las condiciones para que la ciudadanía ejerza plenamente sus derechos. Tienen un enemigo interno que les impide dar el salto hacia nuevas modalidades de gestión y de ejercicio de las responsabilidades públicas.
La amenaza de las armas
La descentralización está siendo además amenazada por la injerencia de los actores armados ilegales en la gestión municipal o departamental. Me refiero a un fenómeno que se ha ido generalizando en diferentes regiones del país y que, según cálculos de la Corporación Nuevo Arco Iris y de la Misión de Observación Electoral, afecta hoy a un poco menos de la cuarta parte de los municipios y por lo menos a 12 departamentos.
Los actores armados en cuestión son de diversa índole: guerrillas, grupos paramilitares, narcotraficantes, organizaciones delincuenciales y mafias de diferentes tipos. Cada uno a su manera, estos grupos han encontrado en los aparatos locales una importante fuente de protección, de poder, de acumulación de riqueza y de legitimación política y social.
Las estrategias de esos actores son parecidas, pero se combinan de manera diferente según su capacidad de insertarse en la vida local y las oportunidades que brinda cada territorio. Las estrategias han sido fundamentalmente tres: el control territorial, el control político-electoral y el control de la gestión pública.
– En virtud del control territorial, el grupo armado maneja asuntos tan vitales como la propiedad de tierras y negocios, la circulación de personas y productos, los flujos de información, los estilos de vida y las conductas de la población. No solamente reemplazan al estado nacional o local, sino que ejercen una dictadura al servicio exclusivo de sus intereses militares, económicos o políticos.
– Para lograr el control político electoral, los grupos armados usan tres métodos principales. En primer lugar, eliminar al "enemigo" político, haciendo uso de todas las formas de intimidación e, incluso, cegando la vida de los opositores. En segundo lugar, establecer alianzas con la dirigencia política local que tiene un fuerte ascendiente sobre la población. Y en tercer lugar, sustituir a la clase política tradicional por una nueva élite, cercana a sus intereses y a su propio discurso, que funge como testaferro para hacerse al poder.
Los partidos políticos, especialmente aquellos que hacen parte de la coalición de gobierno, son o siguen siendo organizaciones débiles y fácilmente permeables por actores ilegales, lo que ha facilitado la cooptación de algunos sectores de la dirigencia política local. El proceso de la parapolítica ha puesto al desnudo esa triste y cruda realidad.
– Finalmente, mediante el control de la gestión pública los actores armados logran incidir directamente sobre las decisiones locales de planeación e inversión. Las formas de incidir varían según sean el actor y las circunstancias que lo rodean. Algunos prefieren actuar desde afuera del aparato gubernamental, mediante el quiebre del orden público, el veto a las autoridades en ciertos territorios, o la presión sobre los funcionarios para que orienten la inversión hacia zonas o poblaciones bajo su influencia y control directos. Otros, en especial los grupos paramilitares, han optado por insertarse en el aparato del estado local para manejar directamente el gobierno y obtener réditos económicos y políticos. En este caso, la modalidad más generalizada ha sido la captura de rentas públicas.
El desangre de los municipios y departamentos ha sido una prioridad para los actores armados, a través del manejo de la contratación, el chantaje a los contratistas para que hagan su "contribución a la causa", o la apropiación de recursos para la salud y otros menesteres. Pero esta no es la única forma de incidencia. Otras buscan orientar o modificar políticas públicas en función de sus intereses, o bien garantizar una protección que los libre de los procesos judiciales en su contra.
Las consecuencias de la influencia directa de los actores armados sobre el gobierno local están a la vista: deficientes procesos de gestión y peores resultados en materia de cobertura y calidad de los servicios a cargo de las entidades territoriales; cercenamiento de los derechos civiles y políticos de la población; fuerte debilitamiento del tejido social y de la participación ciudadana; imperio de las armas y de la corrupción encubierta.
¿Hay un camino mejor?
El diagnóstico que hace el gobierno sobre la trayectoria de la descentralización y sobre la gestión pública local es parcialmente correcto. Hay debilidades en los municipios y departamentos, como acabamos de ver, y hay problemas de gobernabilidad derivados de la presión de grupos armados ilegales.
Sin embargo, la solución propuesta por el gobierno no es correcta. Es lo mismo que tirar al bebé junto con el agua sucia de la bañera, cuando se trata exactamente de lo contrario, de enderezar y fortalecer la descentralización en vez de seguir enterrándola.
La solución entonces significa fortalecer las capacidades de aquellos entes territoriales que no cuentan con ellas o no manejan bien sus propios asuntos técnico-administrativos. Significa adoptar un sistema de relaciones intergubernamentales menos piramidal, más equitativo y mejor coordinado. Y significa devolver la autonomía, aumentar las competencias y recursos para que las autoridades territoriales puedan atender las demandas de la población y cumplir sus compromisos de desarrollo local y equidad social.
Gobernadores y alcaldes deben sacudirse del letargo y salir de la pasividad que han mostrado durante el último lustro. Los problemas de la descentralización tienen parte de su raíz en el mal desempeño de las autoridades locales y en el aval implícito o explícito que han otorgado a la política del gobierno central. Tendrán que reivindicar un mayor grado de autonomía, demandar más recursos y mejorar sus capacidades técnicas y políticas para convertir al municipio y al departamento en agentes estratégicos del desarrollo local y regional.
La sociedad civil también tiene un papel y una responsabilidad en el proceso de fortalecer la descentralización. La participación ciudadana -no necesariamente a través de espacios institucionales- es un ingrediente necesario para revitalizar las entidades territoriales, para ganar autonomía y para equilibrar las relaciones intergubernamentales.
Recentralizar el poder y los recursos en cabeza del gobierno nacional no es el camino. La descentralización distribuye el poder del Estado y crea oportunidades para que la gente asuma la responsabilidad de diseñar su futuro y trabaje para hacerlo realidad. La descentralización es un proyecto de construcción de Estado y de Nación, que exige acuerdos intergubernamentales y un papel activo de la sociedad. Lo demás es aferrarse a un pasado que ni siquiera entonces era bueno. No podemos seguir retrocediendo.
* Sociólogo, Director de la Unidad de Ejecución de Programas de Foro Nacional por Colombia y catedrático de la Universidad Nacional.