
Así como el nuevo coronavirus puede afectar por mucho tiempo la salud, también puede tener consecuencias de larga duración en la manera como se producen, se consumen y se viven el arte y la cultura. Estos serían los peligros.
Nicolás Pernett*
Un mal con secuelas
Entre algunas de las secuelas a largo plazo que se han logrado identificar de la covid-19 se encuentran fallas de memoria, problemas de concentración y dificultades para dormir, así como pérdida de olfato y de gusto, fatiga y dolor muscular.
Pues bien, esos mismos problemas, usados como metáfora, nos sirven para pensar lo que podría llegar a afectar al arte y la cultura en los años por venir. Por supuesto, no todo es culpa de la covid-19. El agravamiento de muchos de estos problemas se debe a condiciones preexistentes en la manera como pensamos y vivimos el arte y la cultura.
Si bien la pandemia global ha sido mucho menos dura en su número de muertes que otras tragedias colectivas de la historia, como la gripe española de 1918 o las guerras mundiales, sí ha supuesto un golpe cultural sin precedentes. Nunca como ahora se había decretado una cuarentena en todo el planeta y se habían cancelado por prevención tantas actividades interconectadas en este mundo globalizado.
Las producciones artísticas y culturales estuvieron entre las actividades que más sufrieron o tuvieron que adaptarse a este nuevo escenario. Las salas de cine y teatro se vaciaron mientras los confinados mirábamos en soledad o en pareja series por demanda en el computador; y los conciertos se cancelaron al tiempo que cada uno de nosotros accedía, sin filas y muchas veces sin pagar, a extensas listas de reproducción de todos los géneros musicales que se encuentran en línea.
Otras artes han parecido adaptarse mejor a una vida cotidiana en confinamiento. La venta de libros no ha caído tanto como se esperaba y los museos han acelerado la mudanza de sus colecciones a internet para que todos podamos acceder a archivos cada vez más completos de sus imágenes. Por supuesto, las desigualdades que ya existían para el acceso a la educación y la cultura se mantuvieron o empeoraron en tiempos de pandemia y, mientras algunos pudimos acceder y elegir entre una gran variedad de obras, otros tuvieron que seguir consumiendo lo que podían sintonizar con su teléfono celular o simplemente vivir en un entorno desconectado de la red global.
Aislamiento cultural
Todo esto significó una gran crisis entre los productores de arte y cultura, muchos de los cuales tardarán mucho tiempo en recuperarse, si no es que ya fueron noqueados definitivamente por el año de la peste.
Al mismo tiempo, esta situación agudizó un fenómeno que ya se venía dando y que puede tener consecuencias problemáticas: la atomización del consumo cultural. A pesar de la facilidad que puede significar acceder a cualquier pieza de música, literatura o cine desde la comodidad de nuestras pantallas personales, con esta acción se está perdiendo la vivencia colectiva (no solo simultánea) de la cultura, algo que modela profundamente nuestra relación con ella.
Vivir en comunidad las manifestaciones artísticas es necesario por lo que implica en términos de interacción humana y compañía emocional, como también porque nos pone en contacto con otras miradas ante lo que experimentamos, con otras formas de relacionarse con el arte que nos dan nuestras amistades o maestros.
En la experiencia colectiva del arte rara vez nos enfrentamos en soledad a la obra: siempre hay algún tipo de mediación que influye sobre nuestra evaluación de lo que vemos, desde el aplauso o abucheo del público en un concierto hasta la conversación inculta o la guía profesional frente a los cuadros de un museo.
La cultura puede llegar a no ser más que el entretenimiento creado para seguir los índices y preferencias del algoritmo digital
Todo esto se ha perdido y se seguirá perdiendo en el mundo pandémico y pospandémico que nos espera. En su lugar, se seguirá imponiendo un modelo de consumo cultural individualista, en el que cada uno elije qué ver, cómo sentirlo y por cuánto tiempo le da la oportunidad de atrapar su atención antes de cambiarse a otra opción.
La exaltación de las preferencias del “yo”, que lleva más de un siglo modelando la cultura de masas, seguirá atrofiando nuestro gusto artístico ahora que tenemos la libertad de entretenernos con lo que nos gusta y cancelarlo al segundo en que nos confronta o nos aburre.
Si a esto le unimos la debacle educativa que muchos autores han previsto como consecuencia de la pandemia de covid-19, lo que parece ofrecer el futuro es una nueva generación de consumidores de cultura que todo lo eligen para satisfacer el tamaño exacto de su aburrimiento y sin paciencia o concentración para asimilar propuestas diferentes o retadoras.

Artistas del entretenimiento
Si por el lado de los consumidores la pérdida del gusto y el olfato nos llevará a tragar continuamente obras con sabor conocido y repetitivo para llenar el tiempo con cultura chatarra, por el lado de los creadores la atrofia y la fatiga muscular se expresarán en el mínimo esfuerzo necesario para conseguir un “me gusta” o una suscripción a su canal de YouTube. Así como llaman artista a cualquier entretenedor, la cultura puede llegar a no ser más que el entretenimiento creado para seguir, no los impulsos de la creatividad, sino los índices y preferencias del algoritmo digital.
Desde hace varias décadas se ha venido desmantelando el modelo cultural de subsidio y apoyo estatal o corporativo a los artistas para que estos hagan sus obras según se lo dicten sus búsquedas personales. En su lugar, el mercado se ha erigido como el crítico severo que condena a la supervivencia o la muerte cualquier manifestación creativa. En el caso colombiano la imposición de la “economía naranja” como paradigma de la vida cultural es la simbiosis de ambos modelos: una política estatal que impulsa a los creadores para que estos intenten salvarse cómo puedan en la jungla del mercado.
En esta pelea se mantienen muchos artistas que día a día combinan todas las formas de lucha (convocatorias, patronazgos, ventas o venticas) para tratar de cumplir sus sueños de autores. Otros han optado por el camino lucrativo de encontrar la fórmula para gustar, repetirla sin vergüenza y obtener así la bendición de la masa. Mientras los consumidores esperamos no padecer un virus muy fuerte que nos mate, los creadores de contenidos culturales esperan lo contrario: viralizarse con la mayor fuerza posible para seguir viviendo.
Y en el cibersistema cultural que nos espera seguir viviendo dependerá cada vez más de lo virtual (tal vez totalmente). Es muy probable que incluso después de que las vacunas logren inmunizar a la mayoría de la población mundial o de que el nuevo coronavirus mute hasta volverse una gripa molesta pero inocua (y en 2021 no haremos sino esperar a ver cuál de las dos opciones sucede primero) ya no tendrá reversa la realidad de deslocalización y virtualización a la que nos vimos avocados durante el año pasado. En este contexto la reinvención cultural a la que tanto nos invitan consiste en aprender a monetizar la cultura en el mundo digital o a perecer en el intento.
Un nuevo tiempo
Hablar del cronograma cultural que se viene en 2021 puede ser un ejercicio inútil, pues ya nadie sabe qué actividades se podrán hacer, cuáles se mudarán a la red o cuáles se cancelarán de plano. Encuentros como las ferias del libro, los festivales de cine o incluso los Juegos Olímpicos de Tokio están flotando en esta incertidumbre y es muy posible que lo estén hasta pocas semanas antes de su fecha estipulada de inicio.
Esta será otra característica del mundo pospandémico: los tiempos de la cultura dejarán de ser sincrónicos y cada uno los vivirá (los consumirá, mejor dicho) a su momento y a su manera. A lo mucho seguirá sucediendo que una serie o una canción se ponga de moda y millones la disfruten o la condenen al mismo tiempo en redes sociales. Pero esta experiencia seguirá siendo individual y solitaria, aunque sea simultánea con otras experiencias individuales y solitarias.
La reinvención cultural a la que tanto nos invitan consiste en aprender a monetizar la cultura en el mundo digital o a perecer en el intento.
La vociferación de nuestras preferencias en redes sociales (eso que llaman cómicamente “debates en línea”) nos hace sentir acompañados por otros que comparten los mismos gustos o las mismas causas. Pero este sentido de comunidad desaparece demasiado rápido cuando cambia la oferta cultural al siguiente mes y las opiniones opuestas nos llevan a bloquearnos y olvidarnos mutuamente.
Lo que sí se mantendrá como punto de encuentro y coincidencia será el miedo frente a los grandes peligros y tragedias de nuestro tiempo. Nos seguiremos reuniendo entorno a la fogata del terror. El sentido de comunidad será más fuerte cuando las noticias nos hablen de desastres climáticos, amenazas de guerras o nuevas pandemias. Entonces será más fácil empatizar con el horror del otro en lugar de con su particularidad.
Sueños individualistas y pesadillas colectivas serán las secuelas a largo plazo de la enfermedad que ahora padecemos.