El Estado no está buscando de veras el bienestar general, porque olvidó el sentido del servicio público. La estratificación, los subsidios cruzados, el SISBEN, han creado incentivos para que los pobres prefieran seguir siendo pobres.
Roberto García Alonso*
No hay política social "Este es un año complejo para tramitar una reforma pensional,máxime cuando tenemos urgencia de reformar el sistema de salud, que es prioritario desde el punto de vista del bienestar", fueron las palabras del ministro de Hacienda, Mauricio Cárdenas el pasado 12 de febrero.
“La reforma de la salud es la prioridad, pero la ley ordinaria no es suficiente, es solo para atender preocupaciones financieras. Se requiere un cambio más estructural", dijo el presidente del Congreso, Roy Barreras. Aunque el asunto sea de actualidad, no entraré en el debate sobre si la reforma prioritaria es la del sistema de pensiones o la del sistema de salud, ni voy a hablar de qué hacer con el régimen de prima media o con las medidas de ahorro individual, o para corregir los problemas estructurales del sistema de salud. Y no lo haré porque no creo que haya intención de acometer reforma estructural alguna en el sistema de salud, ni en el sistema de pensiones. No la hay porque una de las debilidades de los gobiernos colombianos en relación con la política social es precisamente la ausencia de una concepción de servicio público. Y todo ello a pesar del mandato constitucional, que define como finalidades del Estado el bienestar general y el mejoramiento de la calidad de vida de los ciudadanos. El crecimiento económico y la expansión de los servicios no han logrado tampoco que las políticas sociales se dirijan a sus dos objetivos más obvios: reducir la pobreza y la desigualdad social. Políticas remediales En Colombia las políticas sociales solo buscan complementar la labor del mercado: cuando la sociedad no es capaz de hacer frente a determinadas situaciones adversas — salud, educación, acceso a vivienda… — se ofrecen determinados complementos o ayudas. La política social se concibe como una intervención reactiva del Estado frente a los posibles desequilibrios sociales. Carecen de un planteamiento proactivo, no se busca el progreso social. O lo que es peor: se identifica el progreso social con el progreso económico. En otras palabras, no hay una intervención dirigida a modificar deliberadamente la distribución de los recursos de nuestra sociedad. La estratificación y los subsidios La Constitución establece que la prestación de servicios públicos se hará conforme a los principios de solidaridad y de redistribución de ingresos. Pues bien, prestemos atención a los dos mecanismos esenciales que rigen el acceso y están llamados a garantizar una ejecución de esta finalidad social del Estado. La estratificación socio–económica y la política de subsidios cruzados están concebidos para garantizar un acceso equitativo a los servicios públicos — energía, acueducto… — junto con las encuestas del Sistema de Identificación y Clasificación de Potenciales Beneficiarios para los programas sociales (SISBEN) y de Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI). De acuerdo con nuestra legislación, constituyen las principales herramientas para identificar a los usuarios y redistribuir la riqueza. Veamos. Por un lado, la estratificación socio–económica define el estrato en función de las características físicas y del entorno de las viviendas, con lo cual escaso impacto redistributivo podrá tener un sistema que ignora el nivel de ingresos de la unidad familiar. Por otro lado, las encuestas que sirven de soporte para crear los niveles del SISBEN y del NBI se basan en la auto–clasificación del individuo, de acuerdo con su estándar de vida. A partir de ahí, se establecen diferentes categorías "según la renta", que determinan las condiciones de acceso a los servicios públicos y demás beneficios sociales del Estado. Se crea así una clasificación que se solapa con la propia estratificación socio-económica en muchos casos, añadiendo aún más complejidad en el acceso al sistema y demás beneficios sociales. Son en teoría, herramientas de identificación de los potenciales beneficiarios para programas sociales de manera “rápida, objetiva, uniforme y equitativa” y que condicionan el acceso al régimen subsidiado en salud, a la propia red hospitalaria, o a subsidios para la adquisición de vivienda social… En cualquier caso, el propósito sería desviar la acumulación de riqueza de las clases más pudientes de la sociedad hacia los menos favorecidos (subsidios cruzados), y al mismo tiempo identificar los segmentos de población que más lo necesitan, estableciendo accesos “diferenciales” a los servicios públicos. La focalización Pues bien, estas herramientas no solo identifican usuarios. En realidad están llamadas a focalizar los beneficios “sociales”, es decir, a concentrar los recursos del Estado en los sectores de extrema pobreza. No nos engañemos, la función social del Estado no es garantizar un acceso universal y equitativo a los servicios públicos. La focalización de políticas y programas de superación de la pobreza surgió en América Latina en el contexto de la crisis económica y social de los años 80, como un conjunto de herramientas para alcanzar una mayor eficiencia en las políticas sociales. Ganaron terreno en el marco de las estrategias de estabilización y de ajuste estructural, que sometieron a nuestros gobiernos a fuertes restricciones presupuestarias. Su razón de ser no era la redistribución de la renta. En realidad, era un modo de responder a la drástica reducción del gasto público global, concentrando los recursos sociales en los más pobres. Algo fallaría si el objetivo fuera la redistribución de riqueza. La focalización como fundamento de las políticas sociales tampoco es una buena herramienta de control de costos. ¿Acaso dentro de los hogares que se están subsidiando están “todos” los que potencialmente deberían recibir un subsidio? O lo que es peor, ¿hasta qué punto se favorece sólo a la población sin capacidad de pago? La “auto-identificación” además, es un instrumento ineficaz de información de las condiciones reales de vida, porque crea incentivos para no declarar las condiciones reales en que se vive, con el propósito de lograr clasificar así como beneficiarios de los subsidios. Por otro lado, aumenta la complejidad en la gestión de la política, no solo con la realización de tales encuestas o la propia clasificación, sino con todo el entramado administrativo que se pone en marcha para hacer “técnicamente posible” la medida. Se prioriza así la dimensión operativa y financiera, es decir, hacer frente a los problemas que surgen a la hora de saber quién y dónde recibe el bien o servicio social, y se desatienden los aspectos relacionados con la calidad del servicio. Incentivos para seguir siendo pobres Tales medidas no han logrado modificar significativamente la situación de los sectores de mayor pobreza absoluta. Y no lo han hecho porque la opción gubernamental de aquel entonces y la de hoy no es la puesta en marcha de un servicio público, sino focalizar el gasto y evitar los innumerables problemas operativos que inevitablemente surgen con el funcionamiento de un modelo “hibrido” donde operan concesionarios privados, subsidios públicos, inversiones privadas financiadas con fondos estatales….; el engorroso y complejo funcionamiento de una “economía de mercado” como marco de operaciones de la política social. Pero, hay más, a una opulencia creciente, concomitante con una política de redistribución de beneficios que paradójicamente no impacta en los sectores que ya los perciben desproporcionadamente, se une uno de los efectos más perversos de esta política social. Sobre el “pobre” pesan dos enormes losas: la primera, derivada de su condición de pobreza, y la segunda, la lógica de un sistema que paradójicamente crea incentivos para permanecer pobres (y lo que es peor también para parecerlo), potenciando así indirectamente la estigmatización hacía grupos sociales ya discriminados. Ya no es solo que su funcionamiento imposibilite reformas sociales integrales, sino aún peor: a la condición de ser pobre se une la aplicación de un modelo que potencia la estigmatización social y del cual se han esfumado el sentido social y el propósito de solidaridad que deberían estar implícito en la función social del Estado.
* Doctor en Ciencia Política por la Universidad Autónoma de Madrid y profesor asistente de la Universidad Javeriana.
|
|
|