Una democracia se desarrolla como un juego de ajedrez: hay reglas, objetivos, propósitos y, claro, dos jugadores. Uno de los jugadores sabe lo que tiene que hacer. Pero, ¿el otro?
Lucy Carrillo*
«La imaginación al poder» fue la consigna de Mayo del 68. Desde nuestra perspectiva actual constituye sólo un leve episodio del pasado reciente, donde los estudiantes universitarios se convirtieron en protagonistas de una -ciertamente honda- conmoción política, social y psicológica. Las gentes de todas partes, de todas las tendencias políticas y condiciones sociales participaron de esos hechos. Se debían aceptar o rechazar los llamados del movimiento estudiantil, y eso exigía estar enterados, ponerse al día en los acontecimientos y discutir con otros, todo eso con un propósito importante: adoptar cada uno una actitud propia consecuente con su propia opinión.
En este sentido Jean Paul Sartre, en una célebre conversación con Daniel Cohn-Bendit, reconoció que a través de la consigna "la imaginación al poder" había surgido el poder mismo de asombrar, trastornar y convocar a todos, porque en esa invocación a la imaginación se comprometía precisamente a todos en la búsqueda de maneras para expandir y explorar el campo de lo posible que todos podían anhelar.
Digno de mención entre nosotros fue el poder de convocatoria y el entusiasmo generalizado que suscitaron los debates presidenciales de la primera vuelta, que transmitidos por radio, televisión y web, y seguidos por millones de ciudadanos que se sintieron concernidos por las razones y los argumentos de los seis candidatos, se convirtieron en vivaces temas de conversación y discusión cotidianas. Sin embargo, pasado ese episodio, al poderse prever el resultado final de la segunda vuelta, desapareció todo interés por lo político, es decir, por lo que debe ser el permanente interés común de todos.
Con una abstención del 55 por ciento de los ciudadanos que podían votar y un total del 70 por ciento entre quienes votaron, se impuso el candidato del gobierno. Nadie niega que en el resultado hubo una decisiva intervención de lo que eufemísticamente los comentaristas llaman "las maquinarias políticas". Algunos discuten si los votos que llevaron al candidato de la U a la Presidencia son votos propios; otros temen que, al no tener el populismo de su antecesor, el futuro Presidente subsane esa carencia multiplicando el clientelismo; nadie duda de los descomunales compromisos adquiridos por el elegido con sus aliados. Pero, con todo, más importante que la continuidad de los etéreos discursos sobre seguridad democrática, confianza inversionista y cohesión social, que bien podrían ser tratados como idearios democráticos, están en juego las maneras antidemocráticas -y en muchos aspectos oscuras- en que se pusieron en marcha esas políticas.
Los colombianos están ante la amenaza de la continuidad de ciertos procedimientos del actual gobierno que, por no ser legales ni constitucionales, enfrentan la posibilidad de llegar hasta la Corte Penal Internacional. Muchas dudas y demasiados temores suscita un gobierno de unidad nacional, en el que confluyen la casi totalidad de los partidos y pseudopartidos políticos que tienen una representación de más del ochenta por ciento en Cámara y Senado.
Por eso es obligado preguntarse ¿qué pasa con la oposición política?
En los modernos estados democráticos la vida política se actúa bajo el supuesto de que todos los partidos juegan el mismo juego, cuyas reglas básicas están dadas por la Constitución. De esta manera, las necesidades e intereses de los ciudadanos están representados en los partidos políticos dentro del gobierno, o ante el poder del gobierno como interlocutores críticos. La oposición es el otro jugador que necesita el poder político en el ajedrez de los asuntos de interés común. Sólo en regímenes autoritarios y dictatoriales la oposición política es inoperante o no la hay, evidentemente porque está prohibida y es objeto de persecución.
La vehemente campaña gubernamental contra toda manifestación de opiniones críticas, la muy peligrosa consigna de que quien no está en completo acuerdo con el jefe del Estado es un enemigo mortal de los ciudadanos decentes, y el resultante desprestigio de la mera idea de "oposición política", han tenido efectos nefastos para que se forme una opinión libre y responsable entre los colombianos, la mayoría de ellos afanados en conseguir -literalmente- el pan de cada día. Es así como en las pasadas elecciones presidenciales los partidos que no se unieron a la yunta del gobierno de la unidad nacional, ni el Polo Democrático -a la hora de nona el único partido de oposición declarado y reconocido-, no pudieron tocar la voluntad de millones de electores en el campo y las ciudades, que claman por sus derechos fundamentales y que anhelan un país mejor.
En su gran mayoría quienes no acuden a votar no tienen la menor idea de la decisiva importancia democrática de las elecciones públicas e ignoran por qué ir a las urnas es tanto un derecho como un deber del ciudadano. Pero a pesar de la falta de claridad en muchos y de la diversidad de intereses y convicciones que los mueve, quienes no apoyaron al candidato oficial en las recientes elecciones, votaron por un prometedor partido colombiano de oposición, capaz de promover verdaderas transformaciones democráticas. Esos millones de ciudadanos pueden ser convocados por un buen ideario.
Las organizaciones políticas de oposición deben poder superar las diferencias superfluas entre personas que participan de un mismo ideal, las mutuas mezquindades y el afán de imponer sectariamente la opinión propia sobre la de otros. Los políticos colombianos que con las mejores razones se oponen hoy al inminente gobierno de la unidad nacional tienen ante sí una notable oportunidad, y cuentan con el instrumento óptimo para crear un serio partido de oposición con un imaginativo ideario: el compromiso del Estado colombiano con los derechos humanos y los principios de justicia social consagrados en la Constitución.
Si hay verdadera vocación política, la oposición debe abrirle paso al poder de la imaginación. No tanto dar muestras de que se tiene conocimiento claro del ideario demócrata, como capacidad para apelar al potencial afectivo de la gente -que anida en las tantas miserias vividas o presenciadas- para promover la formación de una opinión ciudadana crítica y responsable. No tanto defender sectariamente los principios constitucionales, como abrir paso a un discurso alternativo, dialógico y tolerante, capaz de inventar acuerdos sobre lo básico. Y, por último, devolverle a los colombianos la confianza y esperanza en ‘lo político', exhortando, claro está, a no confundir el optimismo con la vana ilusión. Sin embargo, mientras a la oposición política le falte imaginación uno no puede ser optimista ni tampoco hacerse ilusiones.
* Lucy Carrillo C. realizó estudios en licenciatura y magister en Filosofía en la Universidad Nacional de Colombia. Posteriormente culminó su doctorado en las universidades de Heidelberg y Complutense. Autora de libros, ensayos y artículos sobre filosofía, es profesora asociada de la Universidad de Antioquia.