Octavio Paz fue poeta, ensayista y uno de los pensadores más agudos de la cultura latinoamericana. A cien años de su natalicio, recordamos sus reflexiones sobre uno de sus temas recurrentes: la soledad.
“Una obra de arte o una acción concreta definen más al mexicano que la más penetrante de las descripciones”
Cien años de Paz
Cien años han transcurrido desde el nacimiento de Octavio Paz, quien alguna vez se autodenominó “hijo de la Revolución mexicana”. Ensayista, poeta, intelectual y autodidacta, Paz representa un universo tan vasto que resulta inatrapable incluso para las palabras más juiciosas.
Pretender condensar en un solo texto el significado total de su vida y su obra no le haría justicia a la huella que este hombre imprimió en la historia de México, de América Latina y de su literatura.
Por eso, tomaré tan solo una porción del enorme universo que es Octavio Paz para sumergirme en ella y, con suerte, animar a los lectores a unirse a la conmemoración de sus cien años de la mejor forma que hay: leyéndolo.
![]() Soldados revolucionarios en el Estado de Tabasco. Foto: Wikimedia Commons |
Formación de un escritor
La actitud radicalmente crítica que siempre tuvo Octavio Paz fue resultado de haber abrazado su propia soledad y la de su país. Desde muy temprana edad, Paz empezó a desconfiar de los supuestos enmascarados que el presente mexicano le ofrecía y los puso a prueba. Para él, todas las construcciones conceptuales, discursos o instituciones que ocultan la realidad o la desfiguran eran simulaciones o máscaras que debían ser retiradas.
Desde 1910, y durante aproximadamente siete años, México atravesó por un proceso de revolución del que hicieron parte activa, desde el periodismo y la política respectivamente, Octavio Paz Solórzano e Ireneo Paz, padre y abuelo del escritor. Pero esta revolución solo sería, para él, una manera de remplazar una máscara por otra en el pueblo mexicano.
Alentado por su propia inconformidad y dándole continuidad al espíritu revolucionario de sus antecesores (sobre todo al de su abuelo, dueño de una gran biblioteca) Paz decidió encarar su desencanto político y existencial desde el terreno de la palabra: el ensayo, la literatura y la poesía.
La decisión por la literatura y no por la violencia surgió de la reflexión que hizo sobre la figura del enemigo. En una entrevista realizada por The Paris Review en 1990, tan solo días antes de recibir el Premio Nobel, Paz contó que en uno de sus viajes a España, a sus veintitrés años y con la intención de entrar al ejército republicano, sintió de repente, al escuchar a un grupo de militares fascistas charlando y riéndose al otro lado del muro, que todo el tema de la guerra era un absurdo: el enemigo se ríe, fuma, charla, luego también es un ser humano. Una vez tuvo esta idea, fue imposible para él contemplar la violencia como un camino.
Para él, todas las construcciones conceptuales, discursos o instituciones que ocultan la realidad o la desfiguran eran simulaciones o máscaras que debían ser retiradas.
Más adelante, en los años cuarenta, Paz “huyó de sí mismo”, de la posibilidad de volverse alcohólico como su papá, burócrata o periodista como su abuelo, y decidió viajar a Estados Unidos. Ciertamente Paz fue un afortunado y algunos afirman que esta fortuna lo moldeó como un intelectual y crítico “de escritorio”; y seguramente hay algo de cierto en esta afirmación.
Pero sea como sea, este aislamiento geográfico voluntario, paradójicamente, sirvió para acercarlo aún más a su país, pues le permitió ver el panorama general y, de esta manera, destilar la esencia del mexicano.
El laberinto de la soledad
En una de sus obras insignes, El laberinto de la soledad (1950), Paz analiza el fenómeno de la soledad en la vida del ser humano. Cuando se es niño, el mundo es un lugar mágico y abrumador que va tomando forma y se va volviendo más amable y menos solitario a medida que aprendemos los nombres de las cosas: un lugar que se recorre de la mano protectora de los adultos en el que todo encaja y cobra sentido.
Durante la adolescencia, cuando el hombre deja de ser niño pero aún no es adulto, la vida da razones para desconfiar del significado de las palabras que aprendió en su infancia, y empieza a sospechar de las cosas que habitan en el mundo y, por lo tanto, de la legitimidad de la comodidad que experimentó hasta ese momento.
El adolescente, huérfano de sentido, le hace entonces preguntas difíciles a su realidad, pero esta voltea la mirada y permanece en silencio o, en ocasiones, le responde con verdades disfrazadas, con máscaras.
En El laberinto de la soledad, Paz también presenta la figura del “pachuco”, o el mexicano menos mexicano que existe. El “pachuco” se dedica a hacer alarde de sus raíces mediante un disfraz, una máscara, que nada tiene que ver con su verdadera tradición. Es el ejemplo del mexicano que permitió que el mundo exterior penetrara en su intimidad, que “se rajó”.
Es el mexicano que cree, erróneamente, que su disfraz lo define y lo protege, cuando realmente lo expone y lo convierte en farsante. El “pachuco”, para Paz, es la herida abierta que se expone morbosamente para escandalizar, para aterrar, más no para interpelar.
![]() El escritor Octavio Paz, durante el Festival Internacional de Poesía en Malmö, Suecia, en el año de 1988. Foto: Wikimedia Commons |
Papel social del poeta
La obra de Paz es una lucha constante por alcanzar sus propias definiciones, por nombrar el mundo de nuevo y acercarse a la comunión, el antónimo de la soledad.
Como poeta, enamorado del instante, Paz se cultivó como un observador apasionado, obsesionado con grabar en la memoria colectiva imágenes y sensaciones reales, a veces incómodas, a veces utópicas o demasiado nostálgicas.
Estas imágenes revuelven el corazón del mexicano, exigiéndole preferir otra realidad, una mejor, así como un pasado que mediante la poesía se vierte como presente, lo sobrepasa y lo remplaza.
En A Fondo (1977), programa de entrevistas dirigido por Joaquín Soler Serrano, Paz afirmó que el poeta puede tener fuertes convicciones políticas y tomar partido de ser necesario, pero nunca debe ser un militante político. El poeta debe encontrarse libre de presiones de esta índole y no envenenar de propósitos políticos sus creaciones.
Afirmaba que la política no es una religión, por tanto no puede salvar a los hombres. Tampoco es una filosofía, luego tampoco puede brindarles sabiduría. Para Paz, no debemos esperar demasiado de la política, pues la política no dará solución a los problemas fundamentales de la condición humana. La política, para él, era el arte de convivir con el otro, no de cambiarlo.
Hijo de México
Pensaba que la cultura mexicana, como las demás culturas que pasaron por un proceso de conquista, fue extirpada de su seno natal, o, como dice en su discurso de recibimiento del Premio Nobel (1990), fue “desalojada de su presente” y por eso debe buscarlo de nuevo a toda costa.
Para avanzar hacia la modernidad, un concepto constante en el discurso de Paz, el mexicano ante todo debe renunciar a la concepción lineal de progreso y a las definiciones prestadas (especialmente por Norteamérica) de civilización.
Creía que México debe volcarse hacia su pasado, hacia el tiempo circular e infinito de sus antepasados, en el que las cosas que habitan el mundo ya habían sido nombradas por su propia cultura y por ende habían tenido sentido en algún momento.
La obra de Paz es una lucha constante por alcanzar sus propias definiciones, por nombrar el mundo de nuevo y acercarse a la comunión, el antónimo de la soledad.
México antes de Paz, como afirma su amigo cercano, el autor Enrique Krauze en su libro Redentores (2011), no se había representado mediante el concepto de soledad. Si uno se deja llevar por las apariencias y el significado estricto de la palabra, se diría que México, por el contrario, es un país caracterizado por la unión, la abundancia, el colectivo, las revueltas, las familias, los colores, las fiestas. Pero Octavio Paz nos responde:
“El mexicano tiene tanto horror a las apariencias, como amor le profesan sus demagogos y dirigentes. Por eso se disimula su propio existir hasta confundirse con los objetos que lo rodean. Y así, por miedo a las apariencias, se vuelve solo Apariencia. Aparenta ser otra cosa e incluso prefiere la apariencia de la muerte o del no ser antes que abrir su intimidad y cambiar.
La disimulación mimética, en fin, es una de tantas manifestaciones de nuestro hermetismo. Si el gesticulador acude al disfraz, los demás queremos pasar desapercibidos. En ambos casos ocultamos nuestro ser. Y a veces lo negamos. Recuerdo que una tarde, como oyera un leve ruido en el cuarto vecino al mío, pregunté en voz alta: "¿Quién anda por ahí?" Y la voz de una criada recién llegada de su pueblo contestó: "No es nadie, señor, soy yo".”
Cien años han trascurrido desde que Octavio Paz nació y sus palabras aún resuenan en nuestros oídos. Se me ocurre que la mejor manera de conmemorarlo sería que no nos rajemos más y también nos sintamos solos como colombianos, a ver qué pasa.
* Comunicadora Social de la Pontificia Universidad Javeriana.