“Lo peor es el silencio” dice Fernando en una de las entrevistas que hoy reedita Razón Pública para que siga viva su voz independiente. Textos escritos ayer, que hablan de hoy y mañana.
Fernando Garavito*
En Colombia todo es aparente.
Hay una democracia aparente, una economía aparente, una justicia aparente, una información aparente. Hay, también, una política aparente. Las fuerzas militares aparentan defender los derechos humanos, pero los atropellan con saña. El Congreso aparenta legislar, pero es apenas un apéndice del ejecutivo. El ejecutivo aparenta gobernar, pero lo único que hace es obedecerles a los Estados Unidos y a los cinco propietarios del país que no piensan con el cerebro sino con la billetera. La iglesia es de una apariencia brutal: vestida de oropeles, se ha convertido en una caricatura de sí misma, en la cual lo único que parece importar es el hábito, sin tener en cuenta que el hábito no hace al monje. ¡Y la insurgencia! «El país -escribió Gonzalo Sánchez a fines del 2001- ya no los ve (a los soldados de las FARC) como abanderados de las reformas que esgrimen y que han justificado su existencia, sino como el principal obstáculo a la realización de las mismas». Su lucha por las reivindicaciones sociales, hace mucho valerosa y ahora mismo rentable, es una simple apariencia. Y así todo lo demás, hasta llegar a hacer de esta nación, con sus fronteras y sus ríos, algo aparente. Este país no es país porque no ha diseñado ni puesto en funcionamiento los mecanismos adecuados para serlo. Nosotros disimulamos nuestro cáncer con una gruesa capa de maquillaje, a cargo de los medios de comunicación, que obedecen -callados y complacientes- a una rígida censura de prensa.
No hablo, claro está, del atropello policivo contra las instalaciones de los diarios y de los noticieros, que es la imagen que conserva el viejo país, anclado en los maletines de cuero de la era Eisenhower. Ya no se necesita nada de eso. Hoy la censura de prensa se ejerce a través de las presiones económicas. Que una empresa cervecera sea la propietaria de las principales cadenas de radio y televisión, y de un periódico que alguna vez fue grande, no cabe en la cabeza de nadie. Pero ahí está ese hecho, como demostración palpable de la iniquidad que padece nuestra información. Me gustaría saber cuántos análisis se han hecho en Caracol Radio y en Caracol Televisión y en Caracol El Espectador sobre la decisión de un juez de los Estados Unidos, que dejó por fuera las acreencias que tiene contraídas Avianca con el Seguro Social y con la DIAN por valor de 81 mil millones de pesos. Para quienes leen este artículo en el exterior, debo explicar que Avianca, la totalidad de los caracoles y Bavaria son de un solo propietario, el señor Santodomingo, quien en el caso de su compañía de aviación (Avianca) se acogió a un tribunal de quiebras en Nueva York, el cual aceptó sólo a siete de los 30 acreedores llamados a hacerse parte en el asunto, y dejó por fuera a las entidades que, se supone, protegen la salud y el bienestar de los colombianos. ¡Ochenta y un mil millones de pesos! Ahí, en la deuda de un solo individuo, están los hospitales que no están, las pensiones que no están, los acueductos que no están, las escuelas que no están, en fin, todo lo que hace a un país una entidad real y no sólo un espacio de la apariencia. ¿En qué forma esos medios han denunciado semejante iniquidad? Ya se sabe que el gobierno no va a hacer nada, salvo disimular a través de un abogado, como disimuló la señora Kertzman en el caso de los fondos perdidos del Banco del Pacífico. Entonces, la única posibilidad que queda para que el país se entere de ese despropósito, está en los medios. Pero, como los medios pertenecen a un deudor posiblemente fraudulento, ¿qué se va a decir en torno al problema? La respuesta es tan obvia como la adivinanza del jugo de mandarina. No sé si ustedes la conozcan: «Blanco es, gallina lo pone y frito se come: ¿qué es?». Respuesta: ¡el jugo de mandarina!
Sería necesario hacer un análisis pormenorizado de la censura de prensa que opera con rigidez en Colombia, pero se acabó el espacio. Déjenme entonces plantear un enunciado: en Colombia la información se ha convertido en una entretención. Y una información que se limita a entretener, no es información. Es, quizá, diversión. Es espectáculo. Es, en una palabra, apariencia.
Nuestro periodismo está arrodillado. Lo está ante el gobierno. Las entrevistas que se le hacen a los altos funcionarios (curiosamente todos de mínima estatura), son ridículas. Preguntas hechas, previamente acordadas, ausencia de réplica e imposibilidad de debatir en pie de igualdad las afirmaciones que haga el «entrevistado», demuestran la tremenda crisis de nuestro periodismo. Pero no sólo el gobierno lo manipula. También los violentos de cualquier pelambre. Y el raiting. En Colombia, el periodismo es el espacio adecuado para la creación de baratos íconos mediáticos, que producen ganancias. A través de ellos, el establecimiento enseña comportamientos equívocos, que se consolidan en el inconsciente colectivo con base en la necesidad de persistencia del héroe. Y, claro, el poder, que es el que depara seguridad, avisos y contratos. Y las presiones económicas. Para subsistir, los periodistas que no pertenecen a las grandes cadenas informativas están sujetos a la pauta. El sistema ha diseñado una inicua forma de dominio: los propietarios de los periódicos o de las emisoras le entregan un espacio cualquiera (una página, media hora…) que ellos deben financiar mediante la venta de publicidad. Así, quien pone el aviso se convierte en el propietario del periodista.
Ese es el panorama. En lo que se refiere a los medios, Colombia es hoy un país de esclavos, que sólo llegan a ellos para divertirse con la telenovela de moda, aplaudir al deportista de moda y emborracharse con la cerveza tradicional. Y para ignorar, en el fondo, la espesa nata de corrupción que nos agobia, sin parangón alguno en la historia.
Díganme ustedes, entonces, si todo esto no es una simple, una triste, una dramática apariencia.