
El gobierno anunció la reanudación de las fumigaciones aéreas a los cultivos de coca para disminuir la violencia, pero el efecto real sería aumentarla. Esta es la explicación.
Angélica Durán Martínez*
Los motivos y argumentos del gobierno
El gobierno ha anunciado que volverá a comenzar las fumigaciones para erradicar los cultivos de hoja de coca. Este anuncio le sigue a la petición expresa del presidente Trump al presidente Duque para que Colombia cumpla sus metas de reducción de narcocultivos.
La puesta en marcha de esta medida ha estado retrasada por las exigencias establecidas por la Corte Constitucional en su sentencia T-236 de 2017. Específicamente: la Corte pide demostrar que las fumigaciones no dañarán el medio ambiente o la salud de las personas.
Sin embargo, el gobierno sostiene que fumigar es la forma más barata y efectiva de eliminar cultivos. A esto se ha sumado el ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, quien sostiene que fumigar puede reducir las masacres que se han multiplicado a lo largo del país en las últimas semanas.
Según el ministro: “menos coca es menos violencia y menos plata para los masacradores. [..] Más coca es más violencia, más deforestación, más destrucción del medio ambiente, más asesinatos de líderes sociales y más consumo de droga para los jóvenes. Acabar con los cultivos lleva a más inversión, más creación de empresas agropecuarias e industriales y lleva más trabajo e ingresos para los campesinos”.
Es verdad que el narcotráfico es uno de los grandes obstáculos para una paz sostenible en Colombia, pero no es el único. Su persistencia es el resultado de problemas que siguen sin resolverse, como:
- la presencia ambivalente del Estado en zonas de conflicto;
- la desigualdad social; y
- el enorme poder de grupos armados que controlan territorios y poblaciones, de modo que actúan a veces como las autoridades alternas ante la falta de Estado.
Las afirmaciones del presidente y el ministro siguen ignorando o subestimando el problema y las causas complejas de la violencia.

Herramienta que no sirve
Aunque la fumigación aérea puede reducir cultivos de manera inmediata, su relación costo-beneficio es negativa por estos motivos:
- Fumigar no previene la resiembra. En el 2019 se erradicaron forzadamente 94.000 hectáreas de coca; en octubre pasado, Miguel Ceballos, Alto Comisionado para la Paz, reconoció que la tasa de resiembra está entre 50 y 67%.
- Para que la fumigación fuera efectiva tendría entonces que ser constante, pero esto es insostenible. Entre 1999 y 2015 se fumigaron 1.742.140 hectáreas de coca. Los diez municipios con el número más alto de hectáreas sembradas en 2019 (Tibú, Tumaco, El Tambo, Puerto Asís, Sardinata, El Tarra, El Charco, Teorama, San Miguel, y Olaya Herrera) han sufrido aspersiones constantes desde el año 2000.
- Fumigar afecta la salud, los cultivos legales, y la legitimidad del Estado.
- Si el cultivo de coca y la producción de cocaína destruyen el medio ambiente, no tiene sentido atacarlas con métodos que causan aún más daños ambientales y no resuelven el problema de fondo.
Pero las cifras son la prueba más clara de este fracaso: entre 2017 y 2019 se erradicaron forzadamente 204.584 hectáreas sembradas de coca, y los cultivos disminuyeron apenas en 17.019 hectáreas. ¿Podemos decir entonces que esta estrategia de control es efectiva?
En contraste, la tasa de resiembra de la sustitución voluntaria es mucho más baja. Indepaz estima que esta tasa equivale al 0,6%. El éxito de la sustitución voluntaria depende del apoyo concreto a los proyectos productivos, y de mejorar las condiciones de desarrollo y seguridad en los territorios, de modo que sean viables esos proyectos. Esto es difícil actualmente por el bajo nivel de apoyo político y de las instituciones al Plan Nacional Integral de Sustitución (PNIS).

Lea en Razón Pública: 2020: ¿cómo lograr la reducción de los cultivos ilícitos?
Pandemia e inseguridad
La pandemia ha agravado las desigualdades y la inseguridad, sobre todo para las poblaciones más vulnerables. Los cambios en mercados legales e ilegales, y los beneficios y riesgos que han enfrentado los grupos armados como efecto de la pandemia son claves para entender las trayectorias de violencia en los últimos meses.
En una ciudad como Medellín, donde he realizado entrevistas remotas en las últimas semanas, es claro que los grupos armados han aumentado su control sobre la población durante la cuarentena y han expandido sus actividades ilícitas, que no se reducen al narcotráfico.
Los grupos armados a veces ofrecen bienes o servicios a las poblaciones que carecen de ellos en mitad de una pandemia. Estos grupos aprovechan la vulnerabilidad mediante los créditos gota a gota, o expandiendo su control sobre mercados lícitos de productos de la canasta familiar.
Esto es posible porque el Estado no hace presencia más allá del control policial o militar en los sectores más vulnerables.
La situación de Medellín es muy distinta de la de otros lugares del país, pero muestra la compleja situación de seguridad.
Las cuarentenas y restricciones al comercio han dificultado el movimiento de insumos y el tráfico internacional del narcotráfico. Al mismo tiempo ha facilitado la oportunidad de controlar rutas y movimientos. En este contexto, las disputas son la consecuencia del intento de los grupos más poderosos de controlar territorios, poblaciones y mercados.
Los flujos del narcotráfico siguen siendo intensos. En puertos europeos como Antwerp en Bélgica las incautaciones de cocaína han aumentado desde enero. Así sigue la tendencia que ya venía desde 2016.
En Estados Unidos si bien las incautaciones de cocaína se redujeron en marzo y abril, en mayo fueron comparables a las de noviembre de 2019, de acuerdo a la Agencia de Aduanas y Control de Fronteras (CBP).
En este contexto es un sinsentido creer que fumigar puede resolver problemas de seguridad. Incluso si fuera posible eliminar toda la coca, eso no aseguraría a las comunidades las condiciones económicas necesarias, ni restablecería automáticamente la confianza en el Estado.
La coca y las masacres
¿Qué pensar de la tesis del ministro en el sentido de que la fumigación reduce la siembra de coca y esto a su vez reducirá las masacres?
En la gráfica siguiente presento un ejercicio estadístico entre 1995 y 2015 para saber si en efecto, ha habido menos masacres en los municipios que han sido fumigados. El ejercicio pregunta si el número de hectáreas de coca, la presencia de grupos armados, y el número de hectáreas asperjadas el año anterior, afectan el número de masacres y homicidios en un municipio.
Fuente: cálculos de la autora sobre la base de cifras oficiales
La diferencia entre el lado izquierdo y el lado derecho de la gráfica consiste en que este último la variable mide el número de hectáreas que fueron asperjadas en cada municipio.
Los resultados sugieren que, aunque la fumigación parecería disminuir las masacres, un mayor número de hectáreas asperjadas no reduce las masacres (mitad superior del gráfico) ni tampoco los homicidios (parte inferior del gráfico), sino que los aumenta.
Es más: en todos los casos, la variable que afecta de manera más clara las masacres y homicidios es la presencia de grupos armados.
Aunque el ejercicio anterior es simple, sus resultados indican con suficiente claridad que lo que ha dicho el gobierno no es cierto.
Puede leer: Cifras falsas sobre cultivos de coca
La nueva ola de violencia: ¿coca o errores del Estado?
El gráfico sugiere también que la presencia de cultivos en sí misma no explica los niveles de violencia, aunque los municipios con más hectáreas asperjadas y cultivadas tienden a tener más masacres y homicidios.
Hay que tener en cuenta la variación en los niveles y tipos de violencia que enfrentan los municipios con coca. Esto depende de la competencia entre grupos armados, las políticas de la fuerza pública, y la relación entre los civiles y los grupos armados.
Con frecuencia las masacres obedecen al intento de grupos armados de controlar a la población civil. Las masacres tienden a ocurrir donde o cuando hay más competencia territorial entre estos grupos armados.
Las masacres de las últimas semanas no son un completo regreso al pasado, pero tampoco son del todo nuevas. Aunque los homicidios y otras acciones violentas han disminuido como resultado del proceso de paz, los grupos armados no han desaparecido. Los desplazamientos forzados, el aumento del control territorial y el asesinato de líderes sociales son la manifestación constante de la inseguridad que viven muchas comunidades.
Las masacres son la extensión de inseguridades crónicas en muchos territorios. Y si bien el narcotráfico es el motor de muchas de las disputas, otras se deben a distintas industrias ilegales o a conflictos sociales diferentes. Es necesario investigar, en vez de suponer las causas, como parece hacer el ministro de Defensa.
Indudablemente, algunos asesinatos de líderes sociales reflejan las estrategias de grupos ligados al narcotráfico de silenciar a quienes se oponen a sus actividades, como ha sido evidente con la comunidad Awá en Llorente.
Pero las políticas del Estado también han sido el motor de conflictos recientes en zonas cocaleras. En abril, un líder Awa murió en medio de un conflicto entre un grupo de erradicación forzosa y la comunidad en Nariño. Esta erradicación sucedió en medio de la pandemia y sin consulta previa.
Según el Observatorio de Restitución y Regulación de Derechos de Propiedad Agraria, entre 2016 y 2020 ha habido 95 incidentes entre campesinos y fuerzas del Estado en el marco de erradicaciones forzada. La mayoría de estos –51 en total– han ocurrido este año.
Estos conflictos reflejan que, aunque el gobierno dice que combina las estrategias en zonas cocaleras, hay una completa descoordinación, y sus políticas en sí mismas son un motor de conflicto.
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