Una revolución en la legalidad. Un régimen construido sobre carisma y petróleo, que aunque es insostenible, ha logrado durar. Tras el espectáculo del duelo, Colombia y Venezuela deben volver a ocuparse de la zona de frontera.
Francesca Ramos*
Carisma y culto de la personalidad Chávez marcó un quiebre histórico, porque Venezuela ya no podrá ser la misma de antes de su llegada al poder, como tampoco podrá serlo América Latina. Fue un auténtico caudillo.
Pocos lo catalogaban como tal al inicio de su primer mandato. Incluso él lo negaba. No se consideraba un predestinado y — según él mismo — jamás creyó que los hombres nacieran con una historia ya trazada. Y sin embargo, vista en perspectiva, su historia parece todo lo contrario. Dotado de un carisma innato, fue creando una intensa relación emocional con el pueblo venezolano. Como la mayoría de sus compatriotas, profesó el culto a Bolívar y de paso, logró asociarlo con el culto de su propia personalidad. Utilizó como ninguno los códigos populares para crear una relación de amor entre él y su pueblo, a quien en muchas ocasiones dedicó incluso versos exaltados: “¡Pueblo que te amo y te daré toda mi vida! Me consumiré gustosamente a tu servicio,pueblo amado, como se consumen los pajonales resecos de la sabana con los incendios del verano”. Calidad literaria aparte, no sorprenden la descomunal despedida de sus seguidores, las emotivas expresiones de dolor ante la muerte de un líder excepcional. Autoritario, pero no dictatorial Su gobierno fue autoritario, pero no dictatorial, como algunos lo califican. Cuidándose de no transgredir abiertamente la institucionalidad, fue introduciendo los cambios necesarios para concentrar el poder y para avanzar su proyecto político. Esa insistencia en mantener la legitimidad fundada en la “legalidad” impuso un ritmo más lento a su “revolución” del que suelen o solían registrar los procesos revolucionarios en otras latitudes u otras épocas:
El show del duelo La desaparición efectiva del presidente Chávez desde mediados de diciembre causó tensiones enormes y una gran incertidumbre – que no desaparece con su muerte-: bajo la asesoría o incluso la tutela de los hermanos Castro, los círculos de poder más cercanos han adoptado las medidas inmediatas para proseguir la “revolución bolivariana” sin el caudillo que la hiciera posible. Por eso el oficialismo se ha esforzado por presentar unidos a sus líderes, como si fueran una fuerza monolítica en torno a Nicolás Maduro, el sucesor escogido por el propio Chávez. Por eso han radicalizado (si se puede) el discurso y el tono, asegurando así a sus seguidores que la ausencia del líder no implicará pausas ni regreso al pasado. Los analistas vaticinan la victoria de Maduro, por ser el ungido, por el arrastre emocional del fallecimiento del líder idolatrado y por la cohesión que ha producido el gigantesco trabajo de duelo nacional, hábilmente orquestado, que las generaciones de hoy difícilmente olvidarán. Para la oposición se trata de la tercera derrota consecutiva en el lapso de muy pocos meses. Pero el “juego político está sobre la mesa” y no tiene otra opción que insistir. Capriles, derrotado — y seguramente desde la trinchera de su gobernación — tendrá que reinventarse como figura política en el proceso de transición que inicia Venezuela. Es posible también que Maduro, con una fuerza más aparente que real, se vaya debilitando a medida que asuma los costos políticos de la ausencia del hombre que — junto con Antonio Guzmán Blanco, el “Ilustre Americano”, y Juan Vicente Gómez, “El Benemérito” — pasará a ocupar el podio de los máximos caudillos de la historia política de Venezuela. Un modelo insostenible El modelo económico actual es insostenible en el mediano plazo. La situación económica de Venezuela — de creciente gasto con ingresos estables — tendrá que conducir, tarde o temprano, a la adopción de medidas impopulares, aun si el precio del petróleo se mantuviera estable.
Porque si llega a presentarse una caída del precio del crudo, Venezuela podría vivir una situación tan desastrosa como la de la década de los ochenta cuando, tras varios años de bonanza (debida al auge del precio del petróleo que impulso la OPEP – Organización de Países Exportadores de Petróleo), se presentaron dos décadas de destorcida y varias crisis en cadena que propiciaron el fin del régimen político surgido del Pacto de Punto Fijo de 1958: una auténtica revuelta social — el Caracazo en 1989 — y dos intentos de golpe de Estado en 1992, que pusieron de relieve la gravedad de la crisis política. Finalmente, la victoria de Hugo Chávez en las elecciones de 1998 puso punto final al modelo de democracia representativa que habían pactado los dos grandes partidos de la época (Acción Democrática, AD y el Partido Social Cristiano, COPEI). De la experiencia chavista, los venezolanos tendrán que sacar lecciones vitales: cómo un outsider de la política tradicional pudo llegar al poder, logró poner en marcha un proyecto radical y se sostuvo durante 14 años ininterrumpidos. Venezuela hoy es un país con unos indicadores sociales que mostrar, siendo de los pocos países que en la región más desigual del mundo ha cumplido con varias de las metas del milenio en cuanto a reducción de la pobreza y logros de desarrollo humano. Pero también hay que señalar que ello ha sido posible no porque se encontrara un equilibrio entre lo público y lo privado, sino por una intervención rentística del Estado en la economía. Hoy más que nunca el Estado venezolano sufre de gigantismo, la ineficiencia es muy alta, la corrupción sigue siendo un problema mayúsculo, la productividad es muy baja y la sociedad es aún más dependiente de los subsidios estatales que en décadas anteriores. Pero el paternalismo sustentado exclusivamente en la renta petrolera está destinado al fracaso. Este es el drama de fondo de Venezuela: diferentes gobiernos liderados por presidentes nacionalistas, social–demócratas o socialistas del siglo XXI han caído bajo la maldición del oro negro. Y este es el verdadero desafío que enfrentarán los siguientes líderes del país. Por ahora, el chavismo como sentimiento perdurará en una sociedad que profesa el culto a sus “héroes”. Como partido político tendrá el reto de sostenerse, ajeno a divisiones internas que, en contexto tan crítico, sus líderes tratan de ocultar. El primer gran reto de Maduro será garantizar la gobernabilidad. Detrás de él, están los militares, como siempre, siendo el fiel de la balanza del sistema político. Para la oposición, y por absurdo que parezca, el escenario de que el chavismo tenga que enfrentar los problemas que él mismo generó es el mejor escenario, el que le permitirá a pesar de la angustia de muchos venezolanos, trabajar con visión de mediano y largo plazo. Crisis y restablecimiento de las relaciones Las relaciones entre Colombia y Venezuela fueron ambivalentes y traumáticas durante los largos años del gobierno de Chávez. Los gobiernos colombianos y los funcionarios de su cancillería desde un comienzo tuvieron muchas dificultades para entablar relaciones fluidas con un gobierno al que no conocían y del cual desconfiaban, muy diferente de las anteriores administraciones en Caracas. A medida que la institucionalidad binacional construida en el pasado iba dejando de operar, sencillamente dejaron de funcionar los canales de comunicación, lo cual condujo por supuesto a situaciones de crisis, llegando incluso a vislumbrarse la posibilidad de una guerra. Pero durante los últimos años, con un claro sentido pragmático, Santos dio un giro a la relación Bogotá-Caracas, y Chávez jugó un papel importante en el inicio de las negociaciones de paz que actualmente tienen lugar en La Habana. Es más: las crisis diplomáticas contribuyeron a que los colombianos descubrieran a Venezuela. Antes de 1998, el desconocimiento y el desinterés por el país hermano eran la norma, lo que no deja de sorprender porque Venezuela es el vecino más importante para Colombia. Las condiciones adversas para sectores de clase media y alta — impuestas por el gobierno sui géneris de Chávez — desde 2005 han propiciado la emigración a Colombia de más de 20.000 venezolanos, la mayoría profesionales e inversionistas, con capacidad empresarial. Después de la inmigración sirio–libanesa de finales del siglo XIX, se trata de la segunda oleada más importante, cuya presencia ya empieza a producir cambios notables en diversos ámbitos de la vida colombiana[2]. Lo que sigue Tras la muerte del presidente Chávez, la agenda binacional debería volver a concentrarse en la zona de frontera, punto de encuentro de las dificultades de uno y otro país: la diferenciación más profunda en cuanto a regímenes cambiarios, el manejo de la economía local y de los subsidios en el precio de ciertos bienes, y en general las reglas de juego diferentes en los planos económico, legal y social, han hecho surgir nuevas tensiones en la economía regional de la frontera, coto de caza de los nuevos actores ilegales[3]. Finalmente, lo deseable sería que la transición política en Venezuela se dé en tranquilidad: los efectos indirectos y los contagios de los desórdenes políticos de uno u otro país desde la fundación de ambas repúblicas siempre han tenido efectos traumáticos en las relaciones bilaterales. Por ahora no se vislumbra una salida construida sobre las bases de concordia y tolerancia: el radicalismo chavista se estrella con una oposición que — desde una perspectiva más pragmática — ve la necesidad de incorporar mensajes y símbolos del chavismo dentro de su discurso. La gran incógnita es si, a mediano plazo, los sectores menos radicales de ambas fuerzas lograrán tender puentes de acercamiento hacia una tercera vía. * Directora del Observatorio de Venezuela, profesora de las Facultades de Ciencia Política y Gobierno, y de Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario.
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