Están en casi todas las ciudades de Colombia y del mundo, pero realizan sus ventas en un espacio que debería ser de todos. ¿Cómo resolver este dilema legal, ético y económico? ¿Qué aspectos de la discusión no han sido tomados en cuenta?
César Giraldo*
Lo que dicen los gobiernos
La administración de Enrique Peñalosa se ha propuesto recuperar el espacio público en Bogotá y para ello ha comenzado una campaña de desalojo de vendedores ambulantes. Operativos de desalojo también se han llevado a cabo en Soacha, Facatativá, Cúcuta, Medellín, Cartagena, Villavicencio, Bucaramanga y Cúcuta.
Se diría que se trata de un problema colombiano, pero al buscar en internet se encuentra que en realidad es un problema de las grandes ciudades del mundo.
En el caso colombiano el tema ha sido enfocado por las autoridades locales desde diversas perspectivas. Por ejemplo:
- Para el secretario de Gobierno de Soacha, "el espacio público no se negocia". El funcionario en consecuencia anunció que seguirán los operativos de recuperación. Pero su municipio cuenta tan solo con diez policías frente a varios miles de vendedores.
- El alcalde de Bogotá afirmó que "si queremos tener seguridad no puede haber ese caos en el espacio público. (…) La Avenida Chile (donde hubo un operativo de desalojo) era uno de los sectores más valiosos de Colombia hace 10 o 15 años y se ha venido desvalorizando terriblemente".
- Pero otros funcionarios han dado declaraciones en otra dirección. Por ejemplo el subsecretario de Gobierno de Cúcuta habló de reorganizar a los vendedores informales.
Lo que dice la ley
![]() Vendedores Informales en el sector de San Victorino en el centro de Bogotá. Foto: Alcaldía Mayor de Bogotá |
Incluso en la interpretación jurídica, las posiciones oficiales son encontradas.
La norma (Decreto 1504 de 1998) señala que el espacio púbico es un lugar físico compuesto por inmuebles, áreas de recreación y vías de circulación (de manera que todo aquello que lo obstaculice debe ser retirado, en este caso desalojando a los vendedores informales).
Pero este enfoque es objetado por la mismísima Corte Constitucional, que en varios de sus autos ha reivindicado el derecho al trabajo y el principio de "confianza legítima", lo que significa que no se puede violar el derecho al trabajo de los vendedores si no se dispone de otra opción digna. O sea que debe respetarse la situación de comerciantes informales que han ejercido por años y de forma pacífica el uso de espacio público con el consentimiento tácito de las autoridades.
Por su parte los representantes del comercio formal señalan que el espacio público es un bien común, y que los vendedores informales lo están utilizando en su propio beneficio cuando debería estar disponible para todos.
Finalmente, se ha dicho que el espacio público no es una construcción física sino social. Por ende dicho espacio debe ser definido por quienes lo habitan y se lo apropian.
Y en este caso las actividades económicas informales que se entretejen en dicho espacio hacen parte de esa construcción.
Tensiones por el espacio
De manera que la categoría espacio púbico es un concepto en disputa.
Una primera tensión gira en torno a la supuesta desvalorización de los inmuebles que produce la presencia de vendedores, ante lo cual se antepone el derecho al trabajo.
Una segunda tensión tiene que ver con el reclamo del comercio formal, expresado a través de las Cámaras de Comercio o de la Federación Nacional de Comerciantes (FENALCO), quienes señalan que los vendedores ambulantes hacen una competencia desleal porque no cumplen las costosas reglamentaciones ni pagan impuestos. Pero los vendedores responden que están haciendo un trabajo honrado en lugar de estar robando o delinquiendo- situación a la que estarían abocados si les quitara su fuente de sustento-.
No se trata de un problema menor o de una discusión académica. Para apreciar la magnitud del asunto hay que pensar que Bogotá tiene hoy más de 120.000 vendedores ambulantes; suponiendo cuatro miembros por familia, se diría que el 6 por ciento de los habitantes de Bogotá viven del comercio informal lo cual convierte al sector en uno de las que más empleo produce en la ciudad.
Otro aspecto que no se tiene en cuenta en el debate es el hecho de que los vendedores informales le prestan un servicio a los habitantes de la ciudad porque proveen bienes y servicios necesarios de una manera oportuna y barata: un alimento para el estudiante y el trabajador, una prenda de vestir para la familia, un regalo para halagar al ser querido, un objeto que permite hacer una reparación o elementos de consumo cotidiano.
Para que una persona pueda encontrar lo que necesita, el vendedor informal debe consumir su vida en la calle, a la intemperie, y sin las comodidades de disponer, por ejemplo, de un baño cercano.
Detrás de cada vendedor existe una familia. Y se trata de una población que carece de derechos sociales y de acceso al sistema de protección social. Esta realidad poco se menciona en los relatos que los medios de comunicación hacen del tema, los cuales enfocan el problema desde la perspectiva de las mafias del espacio público y de la inseguridad. En este caso se está haciendo un reduccionismo peligroso, pues se está desconociendo que las mafias entran a disputar los territorios allí donde el Estado no ejerce soberanía plena.
La venta callejera se hace en un espacio que el Estado no controla. El Estado no solo es impotente ante el microtráfico y la delincuencia, sino que muchos de sus agentes que están en el territorio acaban por involucrarse en estas actividades ilegales. Las investigaciones señalan sobre ventas callejeras en las principales del mundo señalan que la policía acaba por extorsionar a los vendedores, y parece que Bogotá no es la excepción. Así, la población que ejerce su actividad económica en el espacio público queda atrapada y paralizada en medio de actores armados que ejercen el control territorial de forma violenta.
¿Ilegales?
![]() Un gran número de vendedores informales son madres cabeza de familia o desplazados por la violencia. Foto: Alcaldía Mayor de Bogotá |
Este debate se ha dado en muchas partes.
La posición facilista es ligar la venta callejera, y en general la economía informal, con la criminalidad. Pasa en la India, en Los Ángeles, en Zimbabue o en Roma. Al fin y al cabo son actividades que se hacen por fuera de los marcos legales.
Pero una cosa es carecer de una autorización para ejercer una actividad económica y otra cosa es cometer un crimen. El sociólogo Mitchel Duneier, ante acusaciones similares en Nueva York, encontró que "los vendedores no solo cumplen con códigos y normas, sino que su presencia en las calles aumenta el orden social. Mantienen sus ojos en la calle, y la estructura de la vida de la vía les anima a apoyarse unos a otros".
Los vendedores son una fuente irremplazable para combatir la delincuencia en la calle, pero no pueden confiar en autoridades, pues, ¿quién protege a un vendedor si denuncia a un expendedor de droga?
En Colombia, la calle, donde la gente sencilla se rebusca la vida, está controlada por los paramilitares y las mafias de la droga, que usualmente son la misma cosa. La pregunta que se hacen los trabajadores de la calle es entonces: ¿por qué el Estado nos deja desprotegidos frente a poderes armados violentos? ¿Por qué no nos da la oportunidad de una vida digna? ¿Por qué nos acusan de mafiosos?
Si se mira la composición social de los vendedores de la calle se encuentra que muchos de ellos son producto del desplazamiento forzado, y que la venta ambulante fue su primera opción económica. Es un fenómeno similar al que se observa en Europa, donde la venta callejera está compuesta en su mayoría por inmigrantes ilegales provenientes de las excolonias.
La diferencia consiste en que estos son colombianos como nosotros. Un estudio realizado en Suba (Bogotá) mostró que, además de los desplazados, la mayoría son personas mayores de 40 años que no consiguen trabajo, discapacitados y mujeres con hijos. Esta es una actividad muy feminizada porque la mujer debe asumir la subsistencia de la familia ante la ausencia de trabajo estable de sus compañeros.
Igualar al vendedor informal con las mafias es razonar de la misma manera que lo hicieron“quitarle el agua al pez” es decir, matar los campesinos que eran el caldo de cultivo para la subversión.
¿Por qué no dialogar con los vendedores informales? Ellos tienen sus organizaciones que los representan: comités locales, asociaciones, sindicatos. ¿Por qué no se los incluye en el diseño de la política pública? Es lo mínimo que se puede pedir.
Se dice que la política pública no se puede negociar con los ilegales, en este caso con quienes se apropian del espacio público. Pero ilegales son las costureras, los mecánicos, las peluqueras, las cuidadoras, los recicladores de oficio, los que arreglan computadores, los maestros de obra, los cerrajeros, los plomeros. Todo aquel que ejerce un oficio en la informalidad es ilegal porque no tiene las autorizaciones legales correspondientes, no paga los impuestos propios de la actividad y no cotiza a la seguridad social.
De hecho, si se la informalidad se mide por cumplir con la obligación de estar activos en la seguridad social (salud y pensiones), las tres cuartas partes de la población económicamente activa es ilegal. Ante estas cifras la discusión es otra: no se trata de perseguir a los ilegales, se trata de que el Estado carece de legitimidad cuando la mayoría de su población trabajadora está por fuera del contrato social.
* Profesor asociado de la Universidad Nacional de Colombia.