
¿Cómo llegó Afganistán a la situación actual? ¿Cuál ha sido el papel de Estados Unidos? ¿Qué podemos esperar?
Carlos Alberto Patiño Villa*
Del 11 de septiembre a Afganistán
Hoy, Afganistán parece estar en guerra permanente. La violencia se ha convertido en un mecanismo legítimo para distribuir derechos, libertades y propiedades y para resolver conflictos políticos, religiosos y comerciales.
Esa guerra comenzó hace veinte años, el 11 de septiembre de 2001, cuando terroristas de Al-Qaeda atacaron las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono en Washington. Para entonces, Al-Qaeda tenía su base de operación en Tora Bora, Afganistán. Tras el atentado, el presidente George W. Bush convocó a una “cruzada mundial” contra el terrorismo, algo que fue mal recibido por los líderes musulmanes, especialmente por los más cercanos a los movimientos fundamentalistas.
El Consejo de Seguridad y la Asamblea General de Naciones Unidas oficializaron la confrontación a través de resoluciones. Pero, en la práctica, combatir el terrorismo resultó ser más difícil y enredado de lo que se pensaba.
Auge y caída del Talibán
El Talibán fue creado en 1994 como un ejército de estudiantes afganos refugiados en Pakistán y, sobre todo, miembros de la etnia pastún, la mayoritaria del país.
La encargada de crear ese ejército fue la Dirección de Inteligencia Inter-Services (ISI) de Pakistán. El objetivo, aceptado en silencio por la República Popular China, era convertir a Afganistán en un escenario que otorgara poder al gobierno pakistaní en la guerra contra India y le permitiera desarrollar armas nucleares.
Los talibanes gobernaron Afganistán desde su creación en 1994 hasta 2001, cuando Estados Unidos empezó la guerra contra ellos. Pero, aunque el ejército estadounidense era superior en tecnología a los talibanes, esta no fue una ventaja militar. Por las particularidades de esa guerra, los soldados norteamericanos y europeos se vieron obligados a luchar como en el siglo XIX: privados de comunicaciones, en caballos y, en varias ocasiones, en combates cuerpo a cuerpo contra un enemigo que no se amilanaba.
El presidente Bush y su secretario de defensa Donald Rumsfeld cometieron el grave error de enfocar la guerra en capturar o eliminar a Osama Bin Laden, cuyo paradero no se conocía con certeza. Esto hizo que la prioridad durante varios años no fuera crear un Estado moderno y una nación cohesionada en Afganistán, sino negociar con los señores de la guerra para pacificar la región.
A finales de 2001, los estadounidenses y sus aliados derrocaron al régimen Talibán. Entonces se convocó a una asamblea intertribal (o loya jirga) en Bonn, Alemania, que fue encabezada por el exrey afgano Mohamed Sahir Sha, derrocado en 1973. En ausencia de autoridad, la asamblea avaló a Hamid Karzai como presidente de Afganistán.
Ese fue el otro grave error de esta historia: Karzai era un hombre políticamente débil y con pocas habilidades para gobernar. Su gracia principal era hablar inglés, una capacidad que es útil, pero no suficiente en política. A pesar de todo, gobernó Afganistán hasta 2014, cuando lo sucedió Ashraf Ghani. Solo entonces comenzó la verdadera transición hacia una sociedad moderna, pero en medio de un Estado y una sociedad marcados por la corrupción.
La frágil República
La república que se empezó a construir después de 2001, basada en Kabul, intentó restaurar los derechos políticos básicos suprimidos por los talibanes.
En este nuevo modelo, las mujeres podían estudiar, trabajar y tener una vida pública. Las viudas podían conservar sus hijos y a sus propiedades. Las jóvenes no podían ser raptadas, secuestradas o vendidas. La música volvió a las emisoras de radio y los ciudadanos podían escucharla sin ser castigados.
Los estadios de futbol se volvieron escenarios deportivos y no de ejecución. Las bibliotecas volvieron a tener libros que podían ser leídos. Las universidades reabrieron y se creó un nuevo círculo intelectual y científico, así fuera débil e incipiente. El comercio abrió y se permitieron las transacciones mercantiles con diferentes regiones e incluso países.
Sin embargo, el ambiente político de Afganistán empezó a perderse en la bruma de la guerra que nunca cesó contra los talibanes y un proceso de paz fallido. Los talibanes siempre han estado financiados por la venta de opio, la explotación y el comercio ilegal de minas, el apoyo encubierto del ISI pakistaní y otras fuentes secretas.
Esta relativa fortaleza les permitió obtener una negociación ventajosa: el gobierno afgano debía compartir el poder con los talibanes, y estos no cederían nada, a menos que tuvieran el poder completo. De esta forma no había posibilidades de considerarlos como un grupo insurgente y menos aún de sancionar sus delitos
Esa negociación fracasada desde el comienzo aumentó los temores de la población civil, especialmente en las grandes ciudades y en las capitales de provincias. El regreso de los talibanes parecía inevitable, pero pocos pensaban que pudiera ocurrir tan rápido.
Mientras que las negociaciones se atascaban, los asesores de seguridad de Washington aseguraban que la República Islámica se mantendría en pie, y no daría paso a la instauración de un emirato como los talibanes lo exigían en Doha, Catar. El cálculo fue equivocado y mostró que a las fuerzas de seguridad extranjeras subestimaron la situación en la región: no entendieron la dimensión de los conflictos étnicos, el desastre humanitario que los talibanes habían cometido ni la capacidad de Pakistán para minar a los aliados occidentales.
En todo esto había hecho mella la retirada de Irak, ordenada por Barack Obama en 2011, pero que dejó como resultado el surgimiento del Estado Islámico en 2014.
La llegada de Biden y el papel de China
A principios de 2021, Joe Biden llegó a la presidencia de Estados Unidos y mantuvo la decisión de retirarse de Afganistán. La muerte en combate de varias decenas de soldados estadounidenses al año era políticamente insostenible y cerrar la guerra podía otorgar ventajas electorales.
Por eso, en mayo de este año Biden anunció que las tropas de Estados Unidos se retirarían, que solo quedaría un personal básico para la protección y custodia de la embajada y que, con el ejército norteamericano, saldrían también los de otros países aliados. Esta decisión ya la habían tomado otros gobiernos, como el español, que en 2015 retiró sus tropas de Afganistán.
El anuncio de Biden le quitó sentido a las conversaciones de paz en Doha. Nada parecía poder interrumpir la avanzada militar de los talibanes para conquistar el territorio afgano. Mientras tanto, el ejército nacional afgano seguía evadiendo las confrontaciones militares. Además, estaba claro que no lucharía por detener a los talibanes en las zonas rurales y en las ciudades secundarias.
La situación cambió en julio, cuando los talibanes recibieron un apoyo indispensable: el de la República Popular de China. China y los talibanes acordaron que, una vez en el poder, estos secundarían la construcción de grandes obras de infraestructura de la Nueva Ruta de la Seda y no apoyarían a los musulmanes de la etnia uigur de China. Este acuerdo era un cambio geopolítico significativo, y mostraba los buenos oficios pakistaníes ante los chinos.
La toma del poder
A finales de julio e inicios de agosto, las fuerzas talibanes avanzaron por varios territorios, buscaron rodear los enclaves de la capital e hicieron que cayeran ciudades como Herat, Kunduz, Kandajar y otras más, incluyendo al final a la mítica Masar-e-Sharif.
En las dos primeras semanas de agosto, Washington aún seguía firme en su decisión de salir de Afganistán. Algunos observadores de seguridad sugerían que el regreso del Talibán era inminente, pero calculaban que ocurriría meses después de la salida de Estados Unidos.
Pero esto no ocurrió así, porque los talibanes ya tenían tres instrumentos en marcha:
- acciones militares rápidas e intrépidas;
- presiones étnicas y tribales a favor de que los militares se rindieran en cada territorio, a lo que los talibanes responderían entregando certificados de amnistía temporal o definitiva; y
- negociaciones secretas para la rendición de las unidades militares más grandes, incluidas las ubicadas en la capital, algo que había dejado al comandante militar máximo, nombrado en julio, prácticamente sin posibilidades de acción.
En la mañana del domingo 15 de agosto, el presidente de Afganistán huyó del país y la República cayó oficialmente. Las imágenes que le dieron la vuelta al mundo mostraron a los talibanes tomandose las oficinas del palacio presidencial y casi todas las instalaciones gubernamentales.

Mientras tanto, el terror regresaba para la minoría de los hazaras, el grupo étnico más perseguido por los talibanes. Desde 1990, esta etnia vivió “limpiezas sociales” y hoy las mujeres empezaron a ser de nuevo sometidas, acosadas y censuradas.
Ya se ha anunciado que en las universidades de varias provincias las mujeres no podrán regresar a clases, al menos hasta que los consejos de la ley islámica de los talibanes lo permitan, algo que es improbable. La promesa de que Afganistán tendría una democracia occidental y una sociedad moderna, abierta, con vida pública e intelectual quedó truncada.
Los responsables son muchos: los talibanes, la corrupción, los líderes políticos afganos, los actores internacionales que brindaron asistencia político-militar y muchos más. El desastre humanitario que se acerca es impensable y, en un déjà vú lleno de ironía, es como si las descripciones que a mediados de los años 1990 hiciera el periodista Ahmed Rashid sobre los talibanes, no hubiesen perdido vigencia.
En ese contexto, es inevitable decir que los veinte años de los ataques del 11S están marcados por un profundo fracaso global y un daño severo a la proyección geopolítica y la credibilidad internacional de Estados Unidos.